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La travesía de 18 horas que realiza el agua hasta llegar a la llave

El agua para alimentar al 70% de los bogotanos se capta a tres horas de la ciudad, en Chingaza.

NATALIA GÓMEZ
Antes de llegar a Bogotá, el agua se desliza por túneles y tuberías enormes y, sin importar que provenga del páramo virgen, debe purificarse para ser consumida.
La ciudad cuenta con seis plantas de tratamiento de agua, cuatro de ellas activas. La planta Wiesner capta el líquido vital del páramo de Chingaza, ubicado a 3 horas de la ciudad, saliendo por la vía a La Calera, a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar.
La laguna de Chingaza, lugar de adoración ancestral de los muiscas, alimenta al río Guatiquía. Ahí empieza la captación de agua, a través de túneles que la llevan al embalse de Chuza, donde reposan más de 250 millones de metros cúbicos. (Lea aquí: O actuamos ya o empeoramos para siempre)
La presa de Golillas, tan alta como un edificio de 40 pisos -casi como la Torre Colpatria-, se encarga de devolver parte del caudal al río Chuza y de regular el nivel de agua en el embalse.
Después, el líquido baja a una presión de 1.000 metros cúbicos por segundo por el túnel Palacio Río Blanco. La fuerza es tal que desintegraría cualquier objeto que pasara bajo él. Toda esta presión es necesaria para prescindir de máquinas que bombeen el agua hasta Bogotá. (Vea también: La red de alcantarillado de Bogotá tiene más de medio siglo)
Solo unas compuertas de acero, con un grosor de 60 centímetros, se le oponen al caudal para regularlo. En este punto, conocido como Ventanas, el agua ya ha recorrido 18 kilómetros.
Las paredes de los túneles miden 4 centímetros de espesor y son de concreto macizo. Si el flujo de líquido cambiara abruptamente, colapsarían y la ciudad quedaría sedienta. (Vea una detallada infografía sobre el agua en Bogotá)
Dieciséis kilómetros más abajo de Ventanas está San Rafael, un embalse con reservas de agua para dos meses.
Después, la planta de tratamiento Wiesner hace su trabajo. Ahí el agua llega con tres unidades de turbiedad -66 veces más pura que la del río Bogotá- y, después del proceso de purificación, los niveles bajan a 0,6 unidades, más de los requeridos por la norma para asegurarse de que sea consumible hasta el final de su recorrido, en las llaves de los hogares bogotanos. (Lea también: Entre el desarrollo y la necesidad, la última 'guerra')
"Monitoreamos la contaminación del agua desde la captación hasta que llega al usuario final", explica Fernando Manrique, jefe del sistema Chingaza. En total, la planta tiene capacidad para producir 14 metros cúbicos de agua potable por segundo, pero actualmente solo procesa 10 de los 15,1 metros cúbicos por segundo que consumen Bogotá y 10 municipios vecinos.
San Rafael vierte todo ese líquido en 54 tanques ubicados en diferentes puntos de la capital y con capacidad para almacenar 565.904 metros cúbicos de agua, que luego serán distribuidos mediante 6.500 kilómetros de redes de acueducto, de los cuales 581 son matrices -tuberías mayores a las 12 pulgadas-. Así, el agua sale por las llaves, sirve a la industria para producir alimentos y termina en el río Bogotá, negra como la brea, lista para ser purificada de nuevo. (Dé clic aquí para leer: Ocho millones corren el riesgo de un racionamiento de agua en Bogotá)
Semejante proceso es lo que lleva a Geraldine Isaza, estudiante del Colegio Distrital San José de Kennedy, a asegurar: "Debemos ser cuidadosos y no desperdiciarla cuando nos lavamos el cabello, dejamos abierta la llave o cuando jugamos a mojarnos".
Vigías del sistema de abastecimiento
La fuerza del caudal en ese túnel es similar a la que generaría un pequeño Niágara, encerrado en un enorme tubo de concreto con un diámetro equiparable a la altura de un bus de TransMilenio. La presión es de 1.000 toneladas por centímetro cúbico y la regulan unas compuertas de 60 centímetros de espesor que Chesman opera.
Según aumente o disminuya el consumo de agua, Chesman configura un tablero electrónico lleno de botones para permitir que todos en la capital se bañen, tomen agua y laven los platos.
De operarios como él depende que los tubos no exploten. Cuando toca cerrar las válvulas para que baje menos agua, Chesman solo puede reducir un 0,5 por ciento, cada media hora. Esta tarea puede tomarle hasta ocho horas.
En 20 años de trabajo en la empresa de Acueducto, Chesman se acostumbró a vivir en el páramo, a 3.000 metros sobre el nivel del mar; a escuchar el paso ensordecedor del agua, a aguantar frío, a ver osos de anteojos, venados y roedores silvestres y a estar lejos de su esposa y sus dos hijas, que viven en el barrio Simón Bolívar, en Bogotá.
Su vida es similar a la de Francisco Javier Celis. Él opera las compuertas de Chingaza, donde tiene que subir y bajar más de 600 escalones para llegar a la base de la presa que recibe el agua. Su trabajo tan cerca de la fuente hídrica lo ha hecho valorar ese recurso y cuidarlo: se baña en 15 minutos y le enseña a su familia por qué se debe cuidar el líquido.
La constante presión sobre un recurso vital
Uno de ellos es el cambio de usos de suelo que se viene dando, para la expansión urbana e instalación de industrias, que demandarán más agua y generarán más residuos domésticos e industriales y contaminación de las corrientes hídricas.
La presión es grande. El ritmo de crecimiento de los municipios vecinos a Bogotá llega, en unos casos, al 20 por ciento (Sesquilé, Gachancipá y Tocancipá), según el Dane, frente a la tasa del Distrito (1,5 por ciento). En la región proyectan construir unas 154.000 viviendas más. De 27 municipios de la cuenca alta y media, 24 cuentan con plantas de tratamiento que remueven solo el 40 por ciento de la carga orgánica.
Mientras tanto, en esas fronteras con el río funcionan 2.217 industrias registradas en las cámaras de comercio. Se espera que otras siete se instalen en menos de un año.
El problema no está en que se desarrollen las regiones, sino en la desmedida expansión no planificada y la falta de atención y controles de los vertimientos, dicen expertos.
El exministro de Ambiente Manuel Rodríguez señala que "hay un infortunado caos en la urbanización de Bogotá y lo que queda de la sabana, en sus cerros circundantes (puntos como La Calera) y en zonas industriales, que deja ver una aparente perversa alianza entre concejales, alcaldes, autoridad ambiental y urbanizadores". Agrega que eso tendrá costos futuros en los ecosistemas, la demanda de servicios y la disposición del agua.
Las otras amenazas tienen que ver con la explotación minera incontrolada, el cambio climático (que puede influir en la disminución de la oferta hídrica) y el mal uso de los páramos para ganadería y cultivos, sobre todo el de papa, que ha crecido en otra despensa de agua como el páramo de Sumapaz.
Y es de donde Bogotá piensa traer agua en el futuro.
1. Aguas residuales
2. La escombrera
3. Industrias
La CAR y las industrias responden
El Distrito, ambientalistas y población afectada por la contaminación de los ríos como Bogotá y Teusacá denuncian que la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca (CAR) no vigila los vertimientos de las industrias ni el manejo hídrico en la región. Esta autoridad, además, hasta ahora no ha sancionado ninguna industria ni explotación minera por afectar el recurso. Por el contrario, la CAR sostiene que tiene 28 procesos sancionatorios, dos de ellos contra empresas de carbón y 26 contra curtiembres. Industrias como Bavaria y Ecopetrol, que descargan al río Bogotá a la altura de Tocancipá, se defienden también con el argumento de que cumplen con las normas y, por eso, no las han sancionado.
A su vez, la trituradora Britalia figura en la CAR con una licencia para vertimientos en trámite. Sobre las industrias en Tocancipá, que están bajo la lupa en el Distrito, el alcalde de ese municipio, Carlos Julio Rozo, se negó a hablar, mientras que el de Gachancipá, Nicolás Gómez, subrayó que el mal estado del río no se debe mirar aguas arriba de las bocatomas del Acueducto, sino aguas abajo, donde el Distrito "es el mayor contaminante".
NATALIA GÓMEZ
Redactora de EL TIEMPO
NATALIA GÓMEZ
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