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El Torito Ribeño: una danza centenaria que alegra el Carnaval

Es emblema de Barranquilla desde 1878. Así fue la travesía de sus miembros en la Batalla de Flores.

Hace 138 años la danza El Torito Ribeño entró en la casa de la familia Fontalvo, se convirtió en su identidad y desde entonces opera como una energía infinita que se transforma en ese mismo espacio, ubicado en los límites de los barrios San Roque y Rebolo. Allí, en la sede de la ancestral agrupación, donde funciona un museo que guarda riquezas tan inmateriales como sublimes, los pasillos están llenos de pinturas alegóricas y de trofeos que son más que recuerdos. Todo lo que represente Carnaval es prioridad. Sin embargo, cualquier desprevenido puede pensar que es un centro cultural en cuyo fondo hay una pequeña cocina. (Vea las coloridas imágenes de la danza del Torito Ribeño)
Para Alfonso Fontalvo, patriarca de la casa y de la danza, el Carnaval de Barranquilla representa el compromiso con sus pasiones más interiores. Esta vez ha llegado el sábado de la Batalla de Flores y ‘El maestro’ o ‘Foncho’, como lo llaman sus contemporáneos, insiste en ocultar un leve temblor que se asoma en su mano derecha. Al parecer se debe a que entre julio y diciembre de 2015 murieron su cuñado Isaac, su sobrina Viviana (a quien consideraba hija) e Isabel, su hermana. Lejos de lágrimas, a las 10:30 a.m. está con los colores y emblemas de siempre para lucir como tesoro andante de la memoria cultural de su pueblo en la Vía 40.
“Los tipos de los buses deben llegar en media hora porque tenemos que ir al cementerio. Es una tradición visitar las tumbas de antiguos miembros de El Torito”, cuenta con voz muy baja este barranquillero nacido el 27 de marzo de 1942.
En la calle 29 con carrera 33, cuando es sábado de Carnaval, cada color representa éxtasis. Más de un centenar de hombres y mujeres se convierten en congos, toros, tigres, burros y perros entre paredes y techos. El inmueble de los Fontalvo se transforma en una caja musical, en la que todos los sentidos apuntan al jolgorio. Disfraces aquí y allá, flores sobre mesas, turbantes en el suelo, polleras cerca del televisor, pintura de cara junto a los platos, niños que se limpian los dedos sobre las paredes, un patio amplio en el que está colgada una ropa que parece de nadie y una morena chistosa que destapa cervezas con la boca, hacen pensar que aquella es la casa de los Buendía en ‘Cien años de soledad’. Por un momento, parece que solo faltan mujeres llevando bateas de arroz para que todos coman.
Pequeños y grandes se ven tan felices como si los colores fueran invención propia. Al mismo tiempo, decenas rodean con asombro a ‘Mingo’ Pérez, el cantante más emblemático de la danza, quien bajo la sombra de un roble viejo improvisa versos con compañía de guacharaca, tambor alegre y palmas. Así se marca el inicio de un ritual que es tan repetitivo como fascinante. Los niños lo rodean sin descuidar detalle, como pensando en que les gustaría emularlo alguna vez.
El tiempo avanza y el rostro de todos comienza a modificarse. Los buses contratados nunca llegaron, ya se abortó la escala en el cementerio, tampoco se ocupará el lugar de privilegio que se tenía en el desfile, justo detrás de la carroza de la reina Marcela García Caballero. Es mediodía y aunque Alfonso no grita, su rabia es tan monumental como la danza que orienta.
Muy pocos han tomado sopa y entre tantos ropajes el calor no importa. Los congos de la danza siguen lanzando estribillos al viento, los toritos menean sus cuernos acompañando cada gesto con su tradicional sonido gutural que simula un bramido. A la 1:45 p.m. llegan dos buses que un miembro del grupo fue a buscar hasta el sector de ‘El Boliche’.
En minutos los dos vehículos se llenan y comienza una travesía frenética hacia el escenario que a lo largo de un año se anhela. En los buses no sobra un centímetro y a los conductores les queda el espacio justo para su tarea. Cerca de Alfonso va un niño de cinco años que pregunta por todo lo que observa, las ventanillas van abiertas al máximo y el aroma de Carnaval espontáneo gobierna los fragmentos del enésimo capítulo de El Torito Ribeño. Huele a pintura de congos y a Ron Blanco.
“Esto nunca había pasado. Es la primera vez en toda nuestra historia que no alcanzamos a llegar al cementerio y que vamos tarde para el desfile. Lo más curioso que nos pasó fue en 1990. Ese año les dijimos a los choferes que nos dejaran en la Vía 40 y nos bajaron precisamente en la Vía 40 con 54. Entonces desfilamos de subida para buscar el puesto y de bajada otra vez cuando salió la Batalla de Flores”, recuerda Fontalvo con un leve dejo de consolación.
La llegada
Un poco después de las 2:40 p.m. los danzantes pisaron el suelo del Cumbiódromo. Es tarde y no hay tiempo para los controles ideales. Pequeños grupos avanzan como pueden en un entorno que para miles es festivo, pero que para ellos, por la hora del arribo, se convirtió en un barullo lleno de obstáculos. Anafres llenos de chuzos en plena vía, carros de raspao, gritos de un hombre de casi 150 kilos que busca a su novia, gente que no está disfrazada y que espera chance para meter manos en bolsillos ajenos e innumerables borrachos, reafirman que se llegó tarde a la fiesta. El Torito Ribeño se enfrenta a una vorágine para poder alcanzarla.
“Algunos congos ya van adelante y muy rápido”, dice agotada Íngrid, miembro de la danza, mientras intenta reunir a un puñado de compañeros en la Vía 40 con 85, esquina que marca el inicio de la Batalla. Se refiere a los integrantes que se han metido de buenas a primeras en el desfile sin importarles el orden. Quienes cantan y tamborean también van en punta junto a los congos e insisten en que no se detendrán, esperan que los demás corran y los alcancen.
Luchando contra tiempo y distancia, antes de llegar a la calle 72 cerca de 40 integrantes logran ir a un mismo compás. Los toritos encantan con el sonido de sus máscaras a quienes están en andenes y vallas, los congos con su coreografía de toda la vida parecen trazar dibujos imaginarios sobre el pavimento, con los que cuentan su legado. “Viva Rebolo, viva el Carnaval, viva el ron, viva el Junior”, gritan los que lideran el andar y reciben ovaciones de conocedores felices, al igual que de neófitos que se sienten descubriendo una maravilla.
El Ron Blanco sigue alimentando el entusiasmo en el seno de un grupo. La alegría tiene sonidos, olores, sabores, colores, texturas, volúmenes y sombras. Ya no importan los líos de la llegada, ni estar lejos de la alegre simetría que no se planea por ser la misma de toda la vida. Se le cumplió al dios Momo en el primer día de su fiesta y se gozó cada metro del recorrido.
Las frases de los cantores, que emanan como milagros del alma, son un sedante que promete durar cuatro días. Y una de ellas revela lo que puede ser un código de herencia en la danza:
“Ha nacido un tamborero de fama internacional”
“Su apellido es Fontalvo y su nombre es Jhonatan”
El Torito Ribeño, que se hizo realidad carnavalera durante la tarde del 20 de enero de 1878, surgió cuando a Elías Fontalvo, bisabuelo de Alfonso, no le permitieron ser parte de El Toro Grande, que se destacaba en el barrio Montes. Las danzas cuando se encontraban en las calles se enfrentaban a palo y piedra, razón por la que estaba prohibido el ingreso de mujeres y menores de edad.
Con el transcurrir del Carnaval, la danza El Torito se convirtió en emblema y hoy en su casa-museo, entre muchos tesoros, se exhiben: el documento que certifica a Jorge Eliécer Gaitán como presidente honorario y la máscara más vieja de la que se tiene conocimiento en la ciudad.
Fontalvo dice, sin darle cabida a la duda, que El Torito Ribeño es la danza carnavalera más antigua debido a que nunca ha interrumpido su participación.
Esas líneas llenas de historia son conocidas y sentidas por cada miembro. El comandante de El Torito se encarga de enseñarlas y por eso hasta los más pequeños saben que la palabra Ribeño hace referencia a la proximidad del barrio con el río Magdalena. También tienen claro que el congo representa poder y que en cada acción hay elementos de África, Europa y América.
Sobre el final de la Batalla de Flores la alegría está tan impecable como la mezcla de zinc y vaselina que les permite a los congos pintarse las mejillas. Los fuertes vientos que llegan desde el río no limitan la sabrosura y, atiborrados junto a viejos barrotes, los reclusos de la cárcel Modelo se convierten en los espectadores finales de El Torito.
El recorrido completo de un poco más de cuatro kilómetros se hizo en menos de una hora y la luz ya tiene otro matiz, que produce variantes de nostalgia en Alfonso, quien en esta ocasión solo tomó agua. Él, con la devoción carnavalera de siempre, la que exhibió como Rey Momo de 2005, se siente portador del alma y los nervios de la fiesta declarada patrimonio oral e inmaterial de la humanidad.
WILHELM GARAVITO MALDONADO
Redacción ADN
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