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'A mí me atraen las personas, sean hombre o sean mujer'

Virginia Mayer explica por qué le parecen patéticos los términos 'heterocurioso' y 'heteroflexible'.

Todo el mundo se siente mucho más cómodo cuando puede clasificar todo lo que le rodea. Cuando se está en capacidad de nombrar todo lo que se ve, y todo lo que se siente. Es lo que pasa con las tendencias sexuales, y es así que a alguien debió ocurrírsele el patético término ‘heterocurioso’ o, peor aún, ‘heteroflexible’.
La imagen es simple, tan simple como los estantes de un supermercado. Cada producto tiene una clasificación específica, de modo que no hay espacio para malentendidos. Es claro que la leche es leche, el tomate es tomate y el pañal es pañal, ahí nadie duda. Ahora, no es tan claro cuando se trata de identificarse de acuerdo con la orientación sexual. La cosa se complica cuando es la sociedad la que pretende clasificar la sexualidad, como si se tratara de leche, tomates o pañales.
¿De dónde salen tantas etiquetas? Entre 1948 y 1953, Alfred Kinsey, un biólogo ateo, realizó un estudio sobre los comportamientos sexuales de hombres y mujeres, dando como resultado lo que se conoce como la Escala Kinsey, que dividió las tendencias sexuales en 7 grados, que van desde la “heterosexualidad absoluta” hasta la “completa homosexualidad”, quedando entre ellos 5 grados de bisexualidad (el séptimo grado es la asexualidad).
Para dicho estudio se tuvo en cuenta el tipo de contacto sexual que cada sujeto tuvo, y contacto sexual se entiende como actividades que incluyen besos en los labios, besos con lengua, tocar el cuerpo, masturbación, sexo oral y coito vaginal y/o anal. Cualquiera de estas actividades son suficientes para que la sexualidad de una persona sea definida.
Durante los dos años que estudié en el colegio en Colombia, mi mejor amiga era una barranquillera desparpajada y muy divertida (si no fuera por la temática de este texto, jamás diría que era heterosexual). Una noche, después de una fiesta y mucho ron, me quedé a dormir en su casa. Nos acostamos y comenzamos a provocarnos, a ver cuál de las dos era capaz de ser más osada debajo de las cobijas. Mi memoria de esa noche es borrosa, pero lo que no se me olvidó fue que terminamos ‘bluyineando’ en pijama hasta satifascernos y nos quedamos dormidas.
Por la mañana me fui para mi casa, me bañé, me envolví en una toalla y me paré frente al espejo de mi cuarto. Algo había cambiado, había abierto una puerta que antes permanecía cerrada con doble candado debido a que solía pensar que la homosexualidad era una enfermedad. No tenía claro qué había pasado exactamente, o qué quería decir. Lo único claro es que me sentí poderosa, muy poderosa. Me gustó lo que vi en el espejo. Todavía estaba excitada, me sentía diferente, plena. Yo.
Pasarían años antes de mi siguiente experiencia a la que en la actualidad sé que denominan “heterocuriosidad” o “heteroflexibilidad”. Durante el quinto semestre de universidad, en Bogotá, conocí a Titie, una chica heterosexual (cualidad que me parece irrelevante mencionar). Titie nunca me gustó, pero en una de esas noches en que nos emborrachábamos hasta el olvido, nos dimos besos en la boca. Y otra noche me dejó tocarle los senos. Esta vez fue diferente porque no me excité; hoy en día siento que lo hacía porque podía, porque no me daba miedo. Estábamos jugando, y creo que el juego terminó porque eventualmente Titie se sintió incómoda, pues siempre tuvo claro que las mujeres no le inspiraban nada.
Sin embargo, no fue hasta que conocí a Mariana que me descubrí capaz de obsesionarme con una mujer. Pero pasarían años antes de volver a tener una experiencia sexual con otra mujer. Ya les había contado a mis amigos y a mis primos, faltaban mis viejos, pero no lo hice hasta que me ennovié. En ese momento estaba estudiando en Nueva York, entonces llamé a mi mamá a Colombia.
—¿Por qué estás tan contenta, Virginia?
—Me ennovié.
—¡Qué lindo! ¿Y cómo se llama?
—Lindsay.
—¿Lindsay? ¿Pero ese no es nombre de mujer?
—Sí.
—¿Virginia, tú eres lesbiana?
—No sé.
—Me dio taquicardia, voy a tener que colgar.
Hasta el día de hoy, a mis 37 años, me niego a clasificarme como lesbiana, entre otras razones porque nunca me han dejado de fascinar los hombres, y así mismo no puedo decir que soy heterosexual. La ciencia y la sociedad me exigen que me clasifique a mí misma. Según sus estándares –a los que me opongo con pasión–, debería identificarme como bisexual. No me canso de repetirlo, me niego a etiquetarme a mí misma. Me niego a identificarme como bisexual, o como cualquier otro término que identifique mi sexualidad.
A mí me atraen las personas, me enamoro de personas, sea hombre o sea mujer. Mi sexualidad no depende de la persona con la que esté compartiendo intimidad. Mi sexualidad es libre, fluida, va y viene, como el agua. Y es la sociedad la única que se incomoda cuando me niego a seguir sus estándares.
Este texto debería ser un recuento sobre la “heterocuriosidad”, debería definir el término y explicarlo como si fuera parte de un proceso. Como si una persona primero fuera curiosa para luego definir su sexualidad. Como si esa fuera la regla. No estoy de acuerdo. Existen personas que con respecto a su sexualidad –como yo-, se pasan la vida navegando por aguas mansas, de un lado para el otro, sin afán y sin ansiedad. Yo no estoy buscando definir mi sexualidad; yo estoy buscando una historia de amor, y no la espero en un envase específico.
Es interesante que si tuviera que clasificar mi sexualidad, solo respondería a una necesidad absolutamente ajena a mí. Cuando se nos exige que nos definamos sexualmente tiene más que ver con la incomodidad que siente quien lo exige, que con nosotros mismos.
En ningún momento he sentido que debería definirme. La sexualidad, en términos de con quién se lleva a cabo, no tiene comienzo, nudo, desenlace y final. Pretender entenderla como una ecuación matemática tampoco tiene sentido. Pretender clasificarlo todo para sentir que se está más organizado no tiene nada que ver con sexualidad.
Somos seres humanos antes que ser hombres o mujeres. Nos sentimos atraídos por personas y amamos antes que ser heterosexuales, bisexuales, homosexuales o curiosos… Y es que la curiosidad, en todo caso, no debería perderse nunca.
Entonces, si no me afana a mí definirme sexualmente, ¿a quién más debería afanarle?
VIRGINIA MAYER
PARA CARRUSEL
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