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Gabo, el mago

PLINIO APULEYO MENDOZA
Con motivo de mi libro Gabo, cartas y recuerdos, los cazadores de anécdotas, que abundan en nuestro mundo periodístico, me piden siempre una de las tantas que puedo recordar de mi viejo amigo, y yo no sé cuál elegir. Mi relato sobre la vida que como amigos y periodistas compartimos en París, Leipzig, Moscú, Caracas, Bogotá o La Habana, fluyó siempre de manera espontánea sin reparar en nada que pudiese resultar anecdótico.
Ahora, a instancias de CARRUSEL, vuelvo la mirada atrás para buscar algo que haya permanecido intacto en los prados de la memoria. Y ya está, es un recuerdo que podría desplegar en esta página bajo el título de 'Gabo, el mago'.
Como lo he escrito en mi libro, tres días después de que Gabo hubiese llegado a Caracas para trabajar conmigo en la revista Momento, decidí aprovechar el festivo de año nuevo para llevarlo a la playa. Los fríos y hambres que había pasado en París se le notaban en la cara y nada mejor para cambiarle la vida y el semblante que un día en la playa bajo el sol del Caribe. Sentados en mi apartamento, disfrutando de una tranquila y soleada mañana, escuchando tan solo el zumbido de alguna abeja en la ventana, esperábamos que mi hermana Soledad viniera a recogernos. De pronto, para estupor mío, veo que la cara de Gabo se le ha ensombrecido bajo el peso oculto de una inquietud.
- ¿Qué pasa, hombre? -le pregunto, y él parpadea antes de responder:
- ¡Mierda! Tengo la impresión de que algo va a ocurrir.
- ¿Qué cosa?
- Algo que nos va impedir ir a la playa y nos va a poner a correr.
Casi enseguida, como bien lo recuerdo y he escrito, oímos por el balcón abierto el estrépito seco, cortante y continuo de una ametralladora. Luego, profundos, resonantes, con intervalos, los disparos de una batería antiaérea. Algo nunca oído antes en Caracas.
Se acababa de sublevar la base aérea de Maracay y sus aviones estaban ametrallando el Palacio presidencial de Miraflores.
¿Cómo pudo adivinarlo Gabo? Nunca supo explicarlo. "Sentí que algo iba a ocurrir", fue lo único que llegó a decirme.
Pero el Gabo adivino, premonitorio, seguiría sorprendiéndome. En un restaurante, por ejemplo, se anticipaba a prever la caída de un vaso o una botella, y quedaba pálido como si fuera el culpable de este accidente. Y en las noches siguientes a la caída de Pérez Jiménez, adivinaba peligros (disparos, asaltos, muertos) que luego veríamos confirmados.
Con estos antecedentes, nunca me extrañó que se embarcara en el realismo mágico de Cien años de soledad. Por el mismo camino iban los relatos que le escuché más de una vez a doña Luisa Santiaga, su madre. Me contaba, por ejemplo, que todas las noches, en el patio de su casa de Cartagena, conversaba con una bella sobrina suya. Y, solo como un dato adicional sin mayor importancia, agregaba: "Claro que ella murió hace diez años".
Sí, de ahí venía Gabo, el mago.
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