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Bogotá

Bienvenida seas, hipocresía / Voy y vuelvo

Hay personas que creen que con destruir lo público se hacen un bien sin reparar en que, en realidad, terminan provocándoles un mal a todos.

Hay personas que creen que con destruir lo público se hacen un bien sin reparar en que, en realidad, terminan provocándoles un mal a todos.

Foto:Mauricio León - Archivo / EL TIEMPO

Hay personas que creen que con destruir lo público se hacen un bien, se desquitan de su suerte.

Dos conductas resumen lo que nos pasa a los bogotanos: colarse en TransMilenio y no bajarse de la cicla en un puente vehicular en la ciclovía. Basta mirar la actitud de los infractores: el ‘meimportaunculismo’ en pasta. Sé que no se puede generalizar, pues la inmensa mayoría de los usuarios de ese espacio dominical que congrega a un millón y pico de personas cada domingo o del sistema TransMilenio se bajan de sus ciclas como gente decente o pagan el pasaje como usuarios honrados. Pero quienes actúan a la inversa nos recuerdan cómo la lección de Antanas Mockus de evitar los atajos se pasa cada vez más por la faja.
Quien decide seguir rodando con su bicicleta mientras los demás caminan con ella para evitar que un accidente nos dañe el domingo denota pereza mental, desafío a las normas, provocación a los demás, arrogancia y falta de cultura. Y hay de que usted les haga un reclamo, porque pierde. Es usted el metido, el sapo, el bobo que prefiere apelar a ese extraño comportamiento de proteger la vida del otro. No es solo el hecho de ver cómo un fulano viola una norma mínima de convivencia, sino la impotencia que se siente de que sujetos así quieran vivir en sociedad. Y seguramente son esos mismos sujetos los que viven criticando todo lo que pasa en Bogotá.
Lo mismo pasa con los colados. Hace pocos días, en la estación Universidades, centro de la ciudad, mientras esperaba el articulado, un sujeto, abrazado a su novia (supongo) decidió recostarse contra la puerta automática que da acceso al bus. La estructura intentaba cerrarse una y otra vez. Y el hombre ahí, impávido, como una mole humana. Mientras tanto, retumbaba el sonido que indicaba que la puerta debía cerrarse. Pasaron 15 minutos mientras aparecía el articulado y el cretino seguía con su conducta, como si con ella se sintiera el más superior de los mortales, mientras la puerta no conseguía cerrarse. Hasta que el motorcito que accionaba se fundió. Tal vez se dañó.
Tuve ganas de gritarle, de exigirle respeto, de hacerle caer en cuenta del comportamiento malsano que estaba exhibiendo. Pero me contuve porque, como él, otras diez personas habían invadido el espacio que separa el bus de la estación. Con seguridad hubiera salido derrotado.
Este otro hampón, que cree que los bienes públicos no son de nadie y que podemos hacer con ellos lo que nos venga en gana, se subió feliz al TransMilenio. Y seguramente llegó bien a su destino. Rápido. Sin novedad. Abrazado a su cómplice. Sin reparar un segundo en que el daño para los demás estaba hecho. Dejó inservible una puerta de forma adrede, inmisericorde, desquitándose tal vez de sus propias frustraciones, porque atacar un bien que nos pertenece a todos –así como atacar una escultura, rayar una pared, colarse sin pagar– son síntomas de eso: de una frustración que se lleva por dentro y que revela la ignorancia y estupidez que nos puede en todo momento.
A manera de corolario, habría que decir que personas así, y otras tantas que abundan por ahí, creen que con destruir lo público se hacen un bien, se desquitan de su propia suerte, sin reparar en que, en realidad, terminan provocándoles un mal a todos. Y esos ‘demás’ terminan, a su vez, criticando, odiando, renegando y despotricando de la ciudad porque no funcionan las puertas de TransMilenio, porque la ciudad está sucia, porque los buses se llenan de colados, porque hay basuras, porque hay inseguridad... ¡Bienvenidos al mundo de la hipocresía!, total criticar es fácil, corregir al otro o a nosotros mismos, no.
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor Jefe EL TIEMPO
erncor@eltiempo.com
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