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El recolector de basura que quiere poner a leer al país

José recoge los libros que botan en Bogotá para llevarlos a los lugares más pobres de Colombia.

CAROL MALAVER
El primer recuerdo es sublime. Su madre, sentada frente a él y sus tres hermanos, leyéndoles cuentos. Era la única distracción en la casa lote de José Alberto Sandoval, una débil estructura acomodada para proteger a la familia del frío, cuando el barrio Nueva Gloria (San Cristóbal Sur) comenzaba a poblarse.
Estudió solo hasta segundo de primaria en la Concentración Altamira. El trabajo de obrero de su padre no alcanzaba para más. Pero esos no son los recuerdos de José: “Estaba el señor don gato, en silla de oro sentado, calzando medias de seda y zapatitos dorados...”, tarareó y rememoró los días en los que La gallinita Rosa, Iván el mentiroso o Caperucita roja alegraban su infancia.
Así transcurrieron aquellos años y comenzó la historia del hoy recolector de basuras de Aguas de Bogotá, cuyo ideal es llevar conocimiento a los rincones más olvidados del país. Es que los libros lo llenan, lo motivan a vivir y a servir. “Siempre pensé que iban a ser mi salvación en medio de tanta pobreza. Hoy son mi felicidad”.
En su adolescencia, mientras trabajaba como auxiliar de obra, gastaba sus mínimos ahorros en comprar libros, así fueran usados. “El primero que me leí, no, que me estudié, fue La odisea, de Homero. Me gustaban las aventuras de Penélope cuando engañaba a sus pretendientes”. Eso lo contó mientras sacudía el polvo del volumen, que sacó de entre miles de libros que hoy llenan cada rincón de su casa, invadiendo hasta sus espacios más privados.
Pero sigamos con la historia. Ya en la adultez, José consiguió trabajo, pero, con la Ley 100, perdió su puesto de 10 años en Eternit. Así fue como terminó manejando un carro de recolección de basuras de la empresa Lime, el lugar que lo acercó a su bien más deseado: los libros.
Reencuentro con la literatura
José tenía la responsabilidad de manejar un camión doble troque. Con este recorría la zona de Bolivia Real, en el norte de la ciudad. Él y dos ayudantes desocupaban sus contenedores de basura. “Yo me bajaba a ayudar para hacer más rápido el trabajo. En esas me di cuenta de la cantidad de libros que botan en el norte. Qué hallazgo tan impresionante, tan bonito, tan mágico”, recordó, tratando de encontrar las palabras adecuadas para expresar su alegría.
Cómo olvidar ese día. El primer libro que se encontró fue Ana Karenina, de León Tolstoi. Estaba escondido en una caja. “Ese día comencé a traerme libros para mi casa. Me tocaba esconderlos en una caseta, antes de llegar a la base, para que la empresa no pensara que yo quería hacer negocio con ellos”.
Terminaba con costaladas llenas de clásicos, que cargaba al hombro, y subía por la parte de atrás de las busetas hasta llegar a su empinado barrio. Qué importaban el peso y el cansancio si habría horas enteras de historias fantásticas ocupando su mente y la de su familia, porque, como si su destino estuviera marcado por páginas y letras, su esposa, la modista Mery Gutiérrez, y sus tres hijos decidieron acompañarlo en este sueño.
Por esos días, hasta los vecinos se emocionaban de ver la cantidad de ejemplares que llevaban. “Un día nos desocuparon el primer piso de mi casa y entonces le propuse a la familia que hiciéramos una biblioteca. Todos dijeron que sí y eso hizo mi trabajo más emocionante”, contó José.
Y en el curso de ese proyecto, este hombre se fue enamorando de más libros y autores. Se ha leído casi toda la obra de Gabriel García Márquez, ha repasado decenas de veces un Corán con el sello de la República Islámica que un día rescató de entre los desperdicios, se ha deslumbrado con los escritos de Hermann Hesse y Víctor Hugo, ha estudiado los secretos de la metafísica; sobre todo, ha sido feliz cada día de su vida en el que lo que otros llaman basura le permite sumergirse en las páginas de cualquier libro que se le cruce en el camino.
Enseñar a leer
Tanto conocimiento no podía quedarse solo en sus manos, siempre lo tuvo claro. Pensó en su infancia y en la cantidad de niños en su barrio que se quedaban solos, en jardines humildes, mientras sus padres iban a trabajar.
Así que los pequeños del Nueva Gloria comenzaron a conocer al ‘Señor de los libros’. “Venían a buscar información para hacer sus tareas. Entonces, al principio, nos convertimos en una especie de tutores. Sobre todo, mi esposa y mis hijas, porque yo sigo recogiendo basuras en el camión, ahora en Aguas de Bogotá. Es una tarea dura”.
Ya no eran solo los de la cuadra, o los del barrio, sino que personas de otros sectores comenzaron a visitar a la familia. “Ese proyecto surgió solo, de la basura”, dijo José.
Esta familia no se quedó solo con las visitas de los curiosos. Comenzó a buscar a los niños de los jardines infantiles más humildes y, con un grupo de señoras de barrio, los invitaban a la casa a que cogieran, por primera vez, un libro en sus manos. Además de aliviar la carga laboral de las maestras que manejaban cursos enormes, acabaron con la monotonía de tantas clases. “Todo esto lo hemos hecho de puro corazón. Es que yo siento que a mí los libros me salvaron la vida, por qué no hacer los mismo por los demás”.
José es recolector de basuras de la empresa Aguas de Bogotá, pero fue en Lime donde comenzó a recoger los libros desechados.
Recordó que muchos niños del barrio, ese de casas incipientes en donde creció José, terminaron en la delincuencia o en la pobreza absoluta. “Hay que motivar a los niños para que se conviertan en lectores. Eso es lo que necesitan para no caer en la droga”.
Y así fue como, con el presupuesto de un recolector de basuras y una modista, decidieron repartir libros en los lugares más pobres y apartados de Bogotá. No les importó tener que transportar los textos en busetas o en TransMilenio. “La primera vez nos fuimos al Sumapaz a regalar libros en las escuelas más pobres. Luego la gente nos encargaba libros, nos pareció tan bonito. Lo mismo hicimos en Ciudad Bolívar y en Soacha”.
Eso lo impulsó a buscar personas que los ayudaran en otras partes del país. De esta forma, lograron enviar seis toneladas de libros a Buenaventura. “La mayoría los dejaron en una institución, eran libros técnicos, y los otros se los llevaron a zonas rurales”, contó José.
Dotar una biblioteca pública de Palomino (Bolívar) y Leticia (Amazonas) y hasta mandar libros a 10 escuelitas y un internado de la sierra de La Macarena han sido solo algunas de sus proezas. “Ellos nos dijeron que lo único que tienen para leer son los periódicos en donde vienen envueltas las panelas”.
En Bogotá, Cundinamarca y Boyacá también ha hecho lo suyo, pero sus fuerzas y sus ganas se quedan cortas para hacer todo lo que sueña. No se cansa de llevar enciclopedias, diccionarios Larousse, libros de niños. Solo se imagina a las personas sentadas, leyendo todo eso que para él es oro puro.
Su plan
A José lo han entrevistado varios medios en el mundo: Monocle, de Londres; El Clarín, de Argentina; El País, de España, y otros tantos de Alemania y China que se han interesado por su historia. Pero, como suele pasar, no ha sido profeta en su tierra. Las ayudas no pasan de algunas donaciones y felicitaciones por su obra y de invitaciones que ha recibido de México (Feria del Libro de Guadalajara) y Chile para contar su proyecto, países que ya ha visitado.
Eso lo alegra, sin duda. Cada felicitación, cada libro que se llevan o cada libro que le traen le permiten seguir con su obra, pero ahora necesita de un camión NPR para poder transportar sus cargamentos de textos, porque los pedidos ya se le están saliendo de las manos. “Mi mayor frustración es no recibir apoyo en mi país”.
También necesita una bodega. Primero, porque su casa ya no aguanta tanto libro y, segundo, porque sabe que de eso depende poder clasificarlos como corresponde. Señaló que ya terminó el bachillerato y que sería muy feliz si pudiera estudiar algo relacionado con su tarea.
También dijo que en una bodega de unos mil metros cuadrados podría hacer un museo de textos antiguos. Todo, en bibliotecas hechas con las toneladas de madera que a diario ha visto pudrirse en el botadero Doña Juana. “Mire, si alguien me patrocina, si alguien me da un empujón, yo podría llevar libros al último rincón de Colombia, armar bibliotecas, hacer juegos didácticos y, además, reciclar, que es lo que más necesitan este país y el mundo. Si me ayudan, en 10 años cambiamos a toda una generación”.
Sin esto no podría hacer lo que desea: convocar a toda Bogotá para que deje de botar sus libros y, más bien, piense que el ‘Señor de los libros’, como lo conocen, puede salvar cada ejemplar y conseguirle un nuevo lector.
No en vano, cada texto que recupera lo marca con el sello: “La fuerza de las palabras. Este libro es libre, léelo y pásalo, que nunca tenga dueño”.
Por ahora, eso es lo único que tiene, un sello que marca el legado de su obra y quizá continuar una tarea cuyo impulso es el amor. Eso se lo enseñó Helena Petrovna Blavatsky, cuyos libros de metafísica devoró. “Ella dice que a este planeta lo rige el amor y que a los enemigos hay que derrotarlos también con amor. A veces cojo mi camión de basuras, pienso en los trancones y en las demás cosas, pero cuando reflexiono y pienso en sus enseñanzas, se lo juro, todos los semáforos se ponen en verde”.
Así, puede contar miles de cosas que ha aprendido de los libros, como la historia de Viktor Emil Frankl, neurólogo y psiquiatra austriaco, fundador de la logoterapia, cuyo nombre pronuncia con dificultad. “A él le mataron a toda su familia en un campo de concentración y aun así le encontró el sentido a su vida”.
Eso mismo siente José: su vida entera es recoger libros y volverlos a regalar. Ese acto de amor lo heredó de su madre y, claro, de un tesoro más preciado: los libros. “Víctor Hugo me enseñó que el hombre no es malo, es la ignorancia lo que lo hace malo”.
*Escríbanos a carmal@eltiempo.com
CAROL MALAVER
Redactora de EL TIEMPO
CAROL MALAVER
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