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¿Quién dijo que el vino era solo de la élite?

Alexandre de Bilderling es el francés que montó una clase en Bogotá para enseñar a catar este licor.

CAROL MALAVER
De pie, frente a un estante lleno de vinos, se percató de una mujer que le preguntaba a su esposo qué vino llevar para la cena. Él, francés, se daba cuenta de su dificultad, de que no hay nada más parecido a una botella de vino que otra botella de vino, y de que, al final, resultaban llevando lo que más ‘buena espina’ les produjera, un término que él apenas comienza a incluir en su vocabulario.
Decidió repetir la operación. Se dio cuenta de que ese líquido divino empezaba a gustar en Bogotá, pero que los conocimientos en el tema eran escasos o, mejor, todavía existía la creencia de que eso del vino era solo para la élite.
Su historia, en cambio, fue diferente. Alexandre de Bilderling empezó a tomar los vinos de Burdeos (Francia) en su tetero, con esa frase explica su afición. Recuerda también el día que cumplió 18 años. Su padre y su tío abrieron una botella de Petrus Bordeaux (1974), uno de los más conocidos del mundo. Ese instante quedó ahí, por siempre, y así, cada vez que degustaba un vino, un sinfín de sensaciones lo dejaba perplejo.
Tiene una familia numerosa, cuatro hermanas. Se independizó a los 19 años, cuando entró a la escuela de ingenieros civiles. En tres años se graduó. “Trabajé en varios países, en la isla Martinica, en Hungría y en Polonia, hasta que me transfirieron a París”. De esa experiencia solo quedaron recuerdos, como cuando se gastó su primer sueldo en llenar el baúl de su carro de Tokaj, un vino dulce de Hungría.
Pronto se dio cuenta de que la vida frenética de la Ciudad Luz le cerraba las posibilidades, pero, en cambio, le permitió conocer a su esposa, una colombiana. “Le propuse que nos fuéramos a su país, ella trabajaría en una universidad y yo me dedicaría a lo que más me gusta: el vino”.
Primero pensó en montar una cava, pero prefirió retornar a su país y certificar todos sus conocimientos empíricos.
Logró un diploma en la prestigiosa Wine and Spirit Education Trust. Luego, volvió a Bogotá. El sueño comenzaba.
Sus clases
Viste un delantal negro con un logotipo que él diseñó, como todo lo que hace parte de su idea. Habla con algo de nervios, le ha dedicado buena parte de su tiempo a aprender español, consiguió una buena profesora, y hoy se para frente a un auditorio con toda la confianza. Así fundó Cata Club Bogotá, un espacio en el Club del Comercio, para enseñarles a los bogotanos a tomar vino, no necesariamente costoso, pero sí buen vino.
No habla con términos extraños, como sí lo hacen muchos “expertos”; no le importa presumir, en cambio, sí enseñarles trucos a los que les gusta descrestar en una cena. Comienza desde lo básico. ¿Qué es el vino? “Ochenta y cinco por ciento de agua, 13 por ciento de alcohol etílico”. Y ¡por qué el aperitivo de manzana, definitivamente, no lo es! “El vino es para todo el mundo, pero se puede aprender a catar”, le dice a su auditorio.
Frente a cada alumno pone cuatro copas de cristal que, a medida que trascurre la clase de iniciación, va llenado con diferentes tipos de licor francés. Al frente, un formato diseñado por él, que cada alumno debe ir diligenciando. Habla del terroit; el conjunto de todos los parámetros medioambientales y naturales que definen un viñedo. Para él ninguna pregunta es tonta, por eso se puede meter la cucharada sin temor a quedar en ridículo.
Describe con cariño cada parte de la uva, de la fermentación, de la crianza, del embotellado; una sapiencia desconocida por muchos que, sin embargo, disfrutan de un buen trago. “Hay que hablar con humildad del vino, pero sin miedo”, dice para entrar en confianza con sus alumnos. Luego explica qué son los taninos y, al cabo de unas horas, llega el momento que todos esperaban con algo de disimulo y ansiedad: la cata.
Sabores y aromas
Es difícil la tarea de detectar sabores y aromas. Muchos principiantes no daban, otros lo hacían con facilidad y a unos cuantos les costaba trabajo tener que escupir semejante elíxir. Dulce, ácido, amargo, salado, sensaciones que pocos se habían detenido a analizar. Alexandre de Bilderling le llama a esto ‘apogeo’ (análisis de apariencia, olfativo, gustativo y de opinión). Al final, todo hay que ponerlo sobre el papel, es decir, el perfil organoléptico, el conjunto de aromas y sabores tiene que ser analizado por los estudiantes. No importa errar, la cata es una experiencia diferente para cada persona.
Casi al final de la charla no sobran los consejos: cómo guardar el vino, qué copa usar, cómo servirlo, cómo no dejarse engañar con vinos franceses que deberían ser más baratos; en fin, mil cosas que hacen de tomar vino toda una lección. Para Alexandre de Bilderling el vino es como alguien dijo una vez: la relación amorosa de la vid, una mujer, un hombre, algo de suerte y mucho de magia.
CAROL MALAVER
REDACTORA DE EL TIEMPO
* Escríbanos a carmal@eltiempo.com
CAROL MALAVER
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