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El restaurante La Puerta Falsa cumplirá dos siglos este año

Esta es la historia que los dueños y los archivos recuerdan del negocio más antiguo del país.

Contaron las mamás, de las mamás, de las mamás de las abuelas, que el restaurante La Puerta Falsa fue un desafío que nació de una pelea entre una mujer y el párroco de la Catedral Primada, hace 200 años.
Desde entonces, han sido siete generaciones de una familia que guarda la receta de los tamales más famosos de Bogotá, del chocolate más santafereño que se hace en agua y no se mata a porrazos, de la changua más apetitosa, la aguadepanela y los dulces más tradicionales del país, justo frente al templo, junto a la Casa del Florero de Llorente.
Hace dos siglos sus sabores y aromas sirvieron para retar al ilustrísimo Juan Bautista Sacristán y Galiano que se disgustó cuando, en los preparativos de las fiestas de la Virgen del Carmen, la mujer invitó a algunos miembros de la comunidad a un refrigerio. (Lea también: La bolera del centro de Bogotá que todavía opera con personas)
En esos días de 1816, como aún se hace en los pueblos de Colombia, la Iglesia llamaba a todos a ayudar con las velas, los escapularios, los adornos y los atuendos de la celebración.
Pero a ella le asignaron una de las tareas de menor relevancia: nadie recuerda cuál fue, pero con seguridad no fue la costura del nuevo vestido para el desfile de la Virgen, el 16 de julio. Así que quiso sentirse útil y compartió una merienda con los que pudo.
“El párroco se enfureció porque no le habían informado del refrigerio y le dijo que si había viandas, tenían que ser para todos”, cuenta Carlos Eduardo Sabogal Rubio, octogenario dueño del restaurante, primer hombre en heredarlo.
Por años, esta primera mujer en el linaje de La Puerta Falsa –cuyo nombre fue olvidado por sus descendientes con el pasar de los años y de la muerte– fue llamada Chozna. “Pero luego supe que el chozno era yo, y ya no supe cómo decirle”, reconoce Carlos. Ella era, para evitar confusiones, la trastatarabuela, así ese término no sea tan ortodoxo.
Ofendida por el reclamo del párroco Juan Bautista, convenció a su marido de vivir más cerca al clero y abrir un local, no solo por rebelde, sino porque los fieles salían con hambre.
El lugar, que fue parte de una casa construida en los años 1600 y que pasó a una comunidad de monjas, fue adquirido por el trastatarabuelo, pues en esa época no se reconocía la propiedad a las mujeres. (Además: El menú de los sitios turísticos de Bogotá)
Así, el negocio nació el 16 de julio de 1816. La Chozna lo inauguró el mismo día de las fiestas de la Virgen del Carmen, para que el desafío quedara clarito.
Cuando pasó a ser de la tatarabuela de Carlos, hubo una guerra jurídica con la curia por el local, al haber sido este de monjas, pero un fallo lo dejó en manos de Julia Herrera, una encopetada parienta quien se los encargó a sus primas.
El nombre de la tatarabuela también se perdió entre las memorias y los cabellos canos de los actuales propietarios y fue devorado por las llamas en el 2002, junto con el local, las fotografías y manuscritos que relataban la historia.
El origen del nombre
La Puerta Falsa, en la calle 11 con 6.ª, en el costado norte de la Catedral Primada, era un zaguán convertido en aguapanelería. Se comunicaba con el resto de la casa, pero tapiaron el acceso. Aunque la pared que cubre la puerta es blanca, impecable, don Carlos y su hermana Aura Teresa, con quien comparte la propiedad, le hicieron una gruta a la Virgen del Carmen para exponer las rocas negras y el viejo dintel de madera.
Pero no es de ahí que hereda su nombre. El negocio, que no tenía letrero, queda frente a uno de los accesos laterales de la Catedral (hoy tapiado), que en arquitectura religiosa llaman puerta falsa. Y a fuerza de encuentros marcados “en la aguapanelería de la puerta falsa”, se quedó así.
Para entender la genealogía: Carlos y Aura Teresa heredaron hace más de una década de su mamá, Lucila, quien atendió 67 años. Y Lucila lo recibió de su hermana Carlina, quien a su vez lo recibió de su hermana mayor, Teresa, a quien llamaban abuela porque se hizo cargo de sus hermanas, al morir Josefa, su madre. Y Josefa heredó de la bisabuela, esta de la tatarabuela y esta de la Chozna.
“En su testamento, mamá Lucila nos ordenó turnarnos el restaurante cada tres meses. Luego decidimos hacerlo cada cuatro”, dice el dueño, que atiende la caja mientras los clientes pagan y dan las gracias en español, inglés, portugués, francés o en alemán, porque vienen de todas partes del mundo.
Si hay algo que Carlos no olvida, es el primer día que heredó. “Cuando mamá murió, varios empleados que se sabían las recetas renunciaron y se nos acabó el peto”. Aterrorizado, le pidió a uno de los nuevos hacerlo, pero los clientes le devolvían el plato, al sentir su paladar traicionado. (Vea aquí: Arte urbano, la joya del turismo en La Candelaria)
“Nos salvó Pepita, mi exmujer, que se aprendió las recetas de mi mamá”. Y Pepita sigue ayudando a Carlos, a pesar de todo, tal vez porque La Puerta Falsa tiene una fuerza especial.
La especialidad de La Puerta Falsa son los tamales, que dejaron de ser santafereños cuando abandonaron el uso de hojas paramunas. / Foto: Juan Manuel Vargas - EL TIEMPO.
Nacen las recetas
No fueron los tamales el plato que en sus primeros días enorgulleció a la dueña. Ella, como mujer inteligente que era, atrajo primero a los niños.
“Salían de la misa y no encontraban nada porque, al ser la plaza de Bolívar una plaza de mercado, alrededor solo había chicherías. Y ella hizo una vitrina llena de dulces”, recuerda el octogenario dueño.
Luego a los adultos les ofreció amasijos y aguadepanela. Como en 1870 vinieron el chocolate y la chúcula, los famosos tamales solo llegaron en 1900, cuando lo heredó la tatarabuela.
Eran de los verdaderos santafereños, de maíz, con longaniza, pollo, res, tocino y cerdo, en hojas de chisgua o alpayaca, hojas paramunas que debido a la protección de esos ecosistemas dejaron de ser usadas.
Fue entonces cuando empezaron a emplear hojas de plátano, recuerda Carlos, casi como si fuera una traición. “A mi mamá le dio vergüenza vender como santafereño un tamal que ya no lo era, entonces mezcló arroz con maíz, le puso arveja seca, la zanahoria, tocino y pollo y le pusimos tamal Puerta Falsa”.
Es una delicia. Un mesero pasa el vaporoso envuelto que al abrirse desprende su aroma. El pollo parece un jamón y se deshace entre el tenedor. Exhiben 450 en el mostrador y se venden todos en un solo día.
El chocolate viene en matrimonio con pan blandito enmantequillado, una tajada de queso y una almojábana. El queso, al caer en la taza, desprende una constelación de burbujitas de grasa que espanta a algunos extranjeros, pero es deleite de colombianos.
Y en la vitrina guardan tentaciones de cocada, marquesas, panelitas, brevas y bocadillos con arequipe, cascos de naranja con dulce de leche... las semillas del que hoy es el negocio más antiguo de Colombia.
Casi todo se hace en familia: los tamales salen de una finca familiar en Prado (Tolima), donde además de criar los pollos, cultivan, descorazonan, soasan y engrasan las hojas de plátano. Por eso pueden mantener los precios dos años.
Otro pariente hace las flautas de bocadillo y las empanadas de arequipe. Otro, las panelitas... y así.
Pepita (derecha) es la exesposa de Carlos. Ella fue quien memorizó las recetas de su exsuegra. Hoy sigue colaborando en el restaurante. / Foto: Juan Manuel Vargas / EL TIEMPO.
‘Bogotazo’, Palacio y más
En estos 200 años, La Puerta Falsa ha sido testigo de guerras, protestas y tragedias. Por ejemplo, el 20 de mayo de 1900 se dio el incendio de la calle 10 en la sombrerería del alemán Emilio Streichner. Consumió las galerías de Arrubla y el hoy palacio de Liévano, donde el acta de fundación de Bogotá quedó reducida a cenizas, según escribió el arquitecto Alberto Corradine Angulo en la revista 'Credencial'.
En una época, La Puerta Falsa funcionaba 24 horas para atender al personal de las rotativas de los diarios ‘La República’, EL TIEMPO y ‘El Espectador’. Por eso Carlos Sabogal, el esposo de Lucila, no se dio cuenta de que la puerta se había descuadrado cuando estalló el ‘Bogotazo’, el 9 de abril de 1948, y no pudo cerrarla así que le tocó quedarse para cuidar.
“Por esos días la Catedral Primada estaba en remodelación y la turba intentó quemar los andamios. Los bomberos no subieron porque las balas venían de todas partes, así que mi papá tomo la manguera, subió al mezzanine que habíamos construido en el restaurante para la Conferencia Panamericana y desde ahí echó agua”, dice Carlos.
El párroco le dio a doña Lucila algunos ornamentos sacros para que no se los robaran los saqueadores. Al día siguiente, Carlos (padre) sacó la comida y alimentó a la gente que se refugió en el templo toda la noche, tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán.
Carlos (hijo) tampoco olvida la toma del Palacio de Justicia, en 1985. Ese día estaba atendiendo cuando escucharon el bombazo. “Cerramos el lugar, pero yo me quedé. Solo se escuchaban el silencio y los tiros. Salí a la esquina de la carrera 7.ª con 11 y quedé capturado por la escena”.
Junto a él había varias personas. “Yo creo que algunos eran del M-19, porque sabían lo que pasaba adentro. Tenían que ser ellos”. Se quedó hasta el final, no por valentía, sino por el terror, mientras las llamas se escapaban del techo del Palacio.
Como dice Carlos: “Esa es más o menos la historia de La Puerta Falsa. Tenemos un conocimiento exacto de las verdades o mentiras que nos contaron las abuelas”.
NATALIA GÓMEZ CARVAJAL
Subeditora de EL TIEMPO
En Twitter: @nataliagoca
Escríbanos a: natgom@eltiempo.com
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