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El hombre que llora dos muertes y tras años de impunidad pide justicia

Un accidente con un cable de alta tensión y una desaparición forzada resumen esta triste historia.

CAROL MALAVER
1970. Era tiempo de protestas estudiantiles. Varios grupos apoyaban el paro patriótico nacional, rechazaban a los candidatos, calificando las elecciones de farsa electoral e invitando al abstencionismo en los comicios. Eso decían las noticias del periódico. José Helí marcharía ese día, como siempre. Solía levantarse, quizá leer un par de páginas de 'El origen de la vida', de Oparin, la física y el cálculo de Schaum, libros de hojas gastadas, y partir rumbo a la universidad. Esa mañana, Luis Hernando Espinosa, su hermano, en esa época un niño, lo vio diferente; su rostro lozano lo sorprendió, le sonrió y se fue caminando con su jeans, su camisa negra, sin decir una sola palabra; su morral, sus zapatos de suela de goma, su aire de guerrero.
Era inminente el cierre de la Universidad Nacional, y ellos no se iban a quedar conformes con el anuncio de los tabloides. José Helí estaba al frente de la marcha, buscaban llegar hasta la ciudad de Cali. El clima no ayudó. Pronto comenzaron a caer goterones, y el aguacero inundó el camino lleno de cloacas improvisadas atestadas de basura y polvo, pero ese 6 de marzo de 1970, las lluvias no impidieron que las arengas salieran rabiosas de sus bocas, tampoco que una pancarta con el rostro del Che Guevara atravesara la calle de lado a lado, ni que las voces se fueran tornando roncas de tanto gritar.
El paso era firme, hasta que algo perturbó el crujir de los truenos. Pedro, su compañero, cayó al suelo. Fue como si una oleada de energía estrujara todo su cuerpo. Todos se quedaron estáticos, mientras el agua derretía las cartulinas sobre sus cuerpos; menos José Helí. Llevado por el impulso, lo abrazó, como arrastrándolo de ese otro lado de la existencia. Eran las 2 p. m. cuando la descarga eléctrica tendió su cuerpo en segundos sobre un charco de agua; no el cuerpo de Pedro, el de José. Al otro día, la noticia fue sobre aquel cable de alta tensión suelto como trampa mortal, sobre el silencio de la Empresa de Energía.
La llegada a Bogotá
La familia había llegado años atrás buscando algo en la ciudad. Luis, hoy de 56 años, y quien nos relata esta historia, era el penúltimo de cuatro hermanos y en la casa nunca pasaba nada, hasta que sonó el teléfono, el día y la hora en la que nadie llama. “¿Que mi hijo qué?”. El niño de 11 años vio palidecer el rostro de su madre, su cuerpo desvanecerse. “Tenemos que irnos al hospital de La Hortúa”, le dijo a Luis.
José Antonio Espinosa Hernández, María Leonor Baquero de Espinosa y sus hijos, ya en Bogotá. Archivo particular.
Juntos, llegaron a esa mole de ladrillo de inmensos pabellones provistos de camas en hilera. Durante muchas horas Luis le dio vueltas a la clínica y se preguntó qué pudo pasarle a su hermano. Hasta que escuchó un grito desgarrador que retumbó como una carambola por las paredes del viejo hospital, y supo que era el de su madre, María Leonor Baquero de Espinosa, una mujer de aspecto campesino, humilde, de baja estatura. Ella había reconocido el cuerpo de su hijo.
El niño corrió por un sinfín de pasillos hasta que, asomándose por una ventana, empinado al máximo en la punta de sus pies, vio el cuerpo de su hermano tirado en una camilla, lo supo porque alcanzó a reconocer un lunar en uno de sus pies. Estaba tapado de forma improvisada con una sábana de hospital. Cuando Luis volvió a ver a su madre, estaba sedado para que no enloqueciera.
El velorio fue en la casona del abuelo de la familia, en el barrio San Carlos. Ese día el suelo se había llenado de flores blancas que rodaban descabezadas; los corredores estaban atestados de estudiantes, todos querían rendirle homenaje al héroe caído ante la mirada de José Antonio Espinosa Hernández, su padre. Los jóvenes ponían sus manos sobre el ataúd, se relevaban para no dejar solo el cadáver, le hablaban asomándose al vidrio que enmarcaba su rostro, mientras que sus hermanos esperaban en silencio que aquella tristeza terminara.
Cuando el acto fúnebre trascurría con una solemnidad fuera de lo común para alguien que no había ni llegado a los 20 años, de la nada la policía irrumpió. La orden de la Alcaldía era llevarse el cadáver, pero las amenazas fueron en vano; los estudiantes estaban dispuestos a no permitir semejante profanación. Fracasó el intento de llevarse el cuerpo inerte de José Helí, pero no pararían, eso lo sabrían meses después.
El homenaje
La familia terminó velando el cadáver en la Universidad Pedagógica, cerca de la avenida Chile, un templo vedado para cualquier institución policiaca. Luis (hijo) veía los sombreros y las alcancías pasar de una mano a otra, ir y volver; en ellas se recolectó lo suficiente para darle un entierro digno, uno que la familia nunca habría tenido con qué pagar. En aquella época, por falta de recursos, los muertos estaban confinados a volverse polvo en fosas de paredes de tierra, pero ese no fue el caso de su hermano; nunca supo por qué, pero no lo fue. La caminata fue larga. Fueron cincuenta cuadras de silencio. Un cartel con la foto de Camilo Torres que decía ‘Ni un paso atrás, liberación o muerte’ encabezó el desfile. Arrancó desde la calle 72 y siguió por toda la carrera 13. Luis se aferraba a su madre, solo veía casas disqueras Bambuco de donde salía la letra del himno nacional al paso del féretro; también, banderas de Colombia. A las 12:30 el desfile fúnebre llegó a la iglesia de San Diego. Luis Currea, un sacerdote rebelde de barba al estilo Fidel Castro, fue quien ofició la misa de réquiem. La familia no entendía la movilización, nunca se había visto una marcha parecida en honor de una familia campesina.
Cuando terminó la ceremonia, marcharon hacía el cementerio. “Muchos líderes estudiantiles estuvieron en el sepelio de mi hermano. No sé por qué él fue tan importante para esa gente, solo le puedo decir lo importante que era para mí”, recordó Luis.
Dos extensas filas podían cubrir hasta cinco cuadras. Los estudiantes se turnaban para cargar el ataúd. En cuatro horas, los universitarios cubrieron el trayecto. Padres de familia, bancarios y profesores gritaban de vez en cuando una arenga mientras cuatro monjas caminaban a su ritmo y rezaban el rosario. José Helí descansó en una bóveda. Cinco años después, su hermano habría de verlo convertido en huesos y polvo.
Una familia destruida
El comedor entró en desuso. Solían sentarse, reírse de bobadas, hablar de la tienda de barrio que todos atendían, de las deudas, pero después de la muerte de José Helí todos cogían su plato y su agua de panela, y se iban. “Mi padre lloraba. Ese fue el comienzo de la descomposición familiar”, dijo Luis. Días después, algo volvió a romper la cotidianidad del hogar en duelo. Esa mañana, la familia le abrió la puerta a una comitiva de personajes encorbatados.
La gente del barrio husmeaba, tantos carros de gobierno y guardaespaldas nunca se habían visto en la cuadra.
El mismísimo alcalde, Emilio Urrea Delgado, el secretario de Hacienda y el gerente de la Empresa de Energía estaban allí. “Déjeme expresarle mi más sentido pésame, señora”, les dijo a los padres de José Helí mientras ellos los admiraban como dioses. La propuesta, según Luis, fue así: si ellos no denunciaban, el Distrito les entregaría beneficios a todos los hermanos: estudio, casa, salud; eso sí, nada de demandas judiciales. Ellos asumirían todos los gastos que habría de ocasionar la muerte del joven. Nunca nada se firmó, José padre era de los que creían en las promesas de palabra.
José Helí es el hermano de Luis Hernando Espinosa.
Luis Hernando, de 11 años, prefirió salirse. Era el único de la familia que no distinguía a la gente en orden de importancia. Además, aquel hombre de cejas gruesas y peludas le había parecido monstruoso. Fue alcalde solo un año, de 1969 a 1970. Ese mismo hombre salió de su casa y nunca más volvió. Los días siguientes, la familia apenas sobrevivió de la colecta pública que habían hecho los amigos de José Helí en el estadio El Campín. “Cómo no darse cuenta de que fueron a burlarse de nosotros”, dijo Luis.
Tuvieron que vender la tienda, y luego ese dinero fue robado por la delincuencia común. Era como si una plaga hubiera caído sobre sus vidas. De cada rincón brotaba un recuerdo de José Helí. Días después tuvieron que irse de la casa y pagar un arriendo. “Mi papá trabajó de vigilante de caseta. La gente lo quería”, recordó Luis.
La desaparición
Pasaron dos años de ruegos. José padre solía visitar la Empresa de Energía para que lo dejaran hablar con el gerente. Quería saber por qué, si fueron capaces de ir a su morada, nunca más habían aparecido, pero siempre la respuesta era una evasiva; si lo atendían, por lo general la visita terminaba con un portazo en la cara. El coraje crecía, hasta que un día explotó en furia; la policía lo sacó a la calle.
Quiso llorar, salir corriendo, pero volvió a su casa. Días después del incidente entró una llamada. “Mi padre se puso feliz. Alguien le dijo que le iban a dar un cheque”, recordó Luis. Tres días después de esa llamada, en 1972, José padre salió temprano a trabajar. Nunca más lo volvieron a ver. “Ese día nos cruzamos, yo salía a hacer vueltas de mensajero. Lo toqué, me despedí. Fue la última vez”, dijo Luis. Es capaz de recordar su tez blanca, el lunar en la parte izquierda de su frente, su traje gris, su ruana y su sombrero café, con los que había desaparecido.
Fue un pacto implícito. Durante 46 años la familia dejó de hablar. El hermano mayor, que trabajaba con el Estado, hacía visitas esporádicas a la morgue. Solía ir a ver cadáveres.
María frecuentaba a la policía, preguntaba en qué iba la investigación. La respuesta siempre era la misma: “Solo sabemos que salió de la casa y se perdió”. Luis la vio llorando muchas veces, sola, aislada en cualquier rincón de la casa. Dedicó su vida a llevar a la niña de la casa al colegio, no hacía nada más, le daba miedo salir a la calle. También fue al DAS; denunció la desaparición, pero le daba miedo que sus hijos se quedaran sin mamá. La familia culpaba al Gobierno, pero tenían miedo, ni siquiera lo decían. Recordaban la muerte de José Helí, la intención de desaparecer el cadáver, la promesa incumplida, el día que habían sacado a su padre a patadas, la llamada, la desaparición, una cadena sórdida de eventos que no pudieron evitar. La ingenuidad les dolía. Odiaron el día que no tuvieron cómo pagar la luz, no por la luz, sino porque por segunda vez la misma empresa había oscurecido su vidas.
La impunidad
A los 18 años, Luis Hernando, que estudiaba matemáticas y física, como su hermano, comenzó a escribir. Sentía una rabia represada que lo obligaba a comprar hojas en blanco que metía en sobres de todos los tamaños. “Escribía sobre la muerte de mi hermano, y de la desaparición de mi padre, pero nunca nadie me contestó”.
Samper, Pastrana, Gaviria, Uribe, Santos; a todos ellos les contó su historia. La única respuesta decía algo así: Diríjase al Sisbén, si su situación es tan precaria. Allá lo pueden asistir.
En otros sitios, como la Alcaldía Distrital, nunca pudo cruzar más allá de la portería. Defensoría del Pueblo, embajadas y periodistas nunca le respondieron. El DAS había desaparecido los archivos y la Fiscalía ha ignorado sus peticiones. La extraña partida de su padre nunca fue tratada como una desaparición forzada. Años y décadas pasaron así; la pila de documentos se hacía más grande y el silencio, el silencio, seguía, nadie en casa hablaba sobre el tema.
Cada hermano hizo su vida, lejos del pasado. La Empresa de Energía un día le dijo que si no se retractaba de su afirmación lo judicializarían.
Luis Hernando vive en República Dominicana. Se fue asqueado. La última estocada fue en el 2014: la investigación precluyó. Derechos de petición, tutelas, acción de desacato... Luis ha pasado su vida vomitando la tristeza en hojas de papel. En las noches cierra sus ojos, ve a José Helí, ve a su padre en la tienda de barrio, ve a su madre, confinada al silencio, se ve en el viejo comedor, con su familia. Luis ya no quiere ser colombiano, cambiará su nacionalidad siendo un abuelo. María vivió pensando que su esposo iba a aparecer. Murió a los 89 años. Ese día Luis recordó esa imagen, la de ella, dormida, abrazando una foto de José Helí.
CAROL MALAVER
Redactora de EL TIEMPO
* Escríbanos a carmal@eltiempo.com
CAROL MALAVER
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