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Las pasiones, delirios y pecados de Laura Restrepo

La escritora y periodista colombiana habla con BOCAS sobre política, literatura y militancia.

LINA MARÍA ÁLVAREZ
“Escoge: te vas pa’l extranjero o pa’l monte, pero rápido”, le dijo el guerrillero Álvaro Fayad a Laura Restrepo el día que le tocó salir exiliada a México. Aquellas palabras retumbaron en su cabeza como si una bomba molotov hubiera estallado desordenando sus ideas. Era la primera advertencia de muerte que recibía durante su trabajo para la Comisión de Paz del proceso que adelantaba Belisario Betancur con el M-19. Era la primera vez en su vida que no podía hacer lo que se le daba la gana. Se sentía maniatada. Aunque siempre se había considerado “pataeperro”, una cosa es irse del país en busca de otros boleros, y otra, muy diferente, tener que huirles a los tiroteos.
Era 1984 y aunque se hablaba de paz, el olor a sangre fresca seguía impregnando las páginas de los diarios del país. La receta de violencia no solo se componía de muertes, atentados y tomas guerrilleras, sino también de droga, narcotráfico y sicariato. En el calendario se marcaron varias fechas importantes: el 7 de marzo, la policía con ayuda de la DEA allanó y destruyó “Tranquilandia”, el territorio selvático controlado por el Cartel de Medellín que contaba con diecinueve laboratorios y ocho pistas de aterrizaje; el 30 de abril fue asesinado el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, al norte Bogotá a manos de los sicarios de Pablo Escobar, y el 25 de agosto se firmaron “Los acuerdos de Corinto”, en los cuales el M-19 y el Gobierno se comprometieron en un cese al fuego bilateral. El pacto, que fue roto en junio de 1985 y confirmado con la muerte del guerrillero Iván Marino Ospina en Cali, se incumplió porque, según los integrantes del M-19, se presentó un fuerte hostigamiento por parte del Ejército.
Laura estaba aturdida. Esta vez, por más organizada y meticulosa que fuera, no tenía forma ni de alistar maleta. “Llamé a mi mamá y le dije: ‘Mándeme al chino’, y así fue. Solo me fui con mi hijo y un equipaje lleno de papeles donde tenía toda la evidencia de quién había violado el Proceso de Paz”, cuenta hoy, algo más de treinta años después de aquellos sucesos.
Laura Restrepo. Foto Pablo Salgado.
Aunque el maletín se convirtió en su objeto más preciado durante el exilio, no llegó a imaginar que detrás de aquellos testimonios, entrevistas y pruebas que cargaba siempre consigo, estaba la puerta que la llevaría a cumplir el sueño de su padre: ser escritora.
“De niña mi papá siempre quiso que escribiera, y esa fue mi forma de cumplirle”, dice Laura. Aunque el tono de su voz se mantiene firme, sus ojos almendrados finamente enmarcados con delineador negro, dejan entrever desazón. Es fácil leer sus gestos y su cara: las únicas arrugas que adornan su piel a los 65 son las patas de gallina. Ni en el ceño, ni en la mejilla, ni en el mentón. Parece una mujer feliz, que aun así, dice odiar el espejo.
A los 36 años publicó su primer libro, Historia de una traición, que luego se reeditó bajo el nombre Historia de un entusiasmo. Más que una narración, una catarsis, a través de la cual develó los secretos que los medios de comunicación no querían contar sobre el Proceso de Paz.
Así confirmó, a través de palabras, su compromiso con la política, que ya la había llevado a militar en España y en Argentina. Pero, sobre todo, reafirmó su capacidad e inteligencia. Los mismos atributos que la llevaron a ingresar a la universidad a los 15 años, desempeñarse como docente de colegio a los 17 y a dar clases en la Universidad Nacional a los 21. Épocas cuando oía a Alci Acosta y su “fiebre de obsesión”.
Se graduó en Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes, de la cual destaca el papel que tuvo su profesor de filosofía, Danilo Cruz Vélez, el hombre que la hizo leer a Heidegger y a Kant. Hizo un posgrado en Ciencias Políticas y su carrera periodística la inició en Semana, cuando la revista ni siquiera había sacado su primera publicación. Colaboró en Cromos y fue columnista del diario La Jornada en México.
En Semana trabajó con Gabriel García Márquez, a quien siempre admiró y quiso, muy a pesar de que en su tesis de grado haya cuestionado el brillo amarillo de Macondo. Desde su visión “zurda” de las cosas, le parecía inconcebible que un escritor colombiano hablara de realismo mágico, cuando el contexto social gritaba otra cosa: “Qué magia ni qué carajos. Aunque respetaba su trabajo, no creía en ese cuento mítico; había que hablar de la realidad social, del realismo trágico”.
La semilla literaria que creció en México, la llevó a escribir un libro infantil junto con su hermana Carmen, Las vacas comen espaguetis (1989) y diez novelas. Cada una de ellas con el ADN del periodismo implícito en sus letras: La isla de la pasión (1989), Leopardo al sol (1993), Dulce compañía (1995), La novia oscura (1999), La multitud errante (2001), Olor a rosas invisibles (2002), Delirio (2004), Demasiados héroes (2009), Hot sur (2012) y Pecado (2016).
Ha escrito innumerables historias de amor, pasión, locura, dolor y guerra, todas armadas con creatividad, sentido del humor y esa maña de transgredir las normas ortográficas, de comerse los puntos, de jugar con el lenguaje. Historias donde los personajes se enmarcan dentro de diferentes rituales.
“Restrepo maneja un nivel de escritura que es para quitarse el sombrero”, aseguró José Saramago en 2004, cuando le entregó el Premio Alfaguara por su novela Delirio. Aquel éxito literario, editado simultáneamente en dieciocho países, catapultó su carrera literaria, hasta el punto de convertirla en una de las escritoras más leídas en América Latina.
Y aunque muchos de los relatos de su vida parezcan sacados de una novela de aventuras, el único de sus libros que tiene tintes autobiográficos es Demasiados héroes, un texto donde narra la angustia de una madre a la que su esposo le secuestra a su hijo de dos años. Un guerrillero argentino, que pasó de héroe a villano.
A través de la ficción cuenta detalles de lo que fue su época de militancia en el Partido Socialista de los Trabajadores en Argentina y su romance con Rubén Saboulard, padre de su hijo Pedro. Periódicos de izquierda embutidos en paquetes de cigarrillos y reuniones políticas dentro de las iglesias hacen parte del contexto de la historia. “Durante muchos años discutí con Pedro sobre lo que en realidad había sucedido. El libro es un consenso. Una forma de ponernos de acuerdo”, asegura Restrepo.
Dice que le gusta renovarse y que gracias a las novelas gráficas que le lleva Pedro, ahora piensa como si estuviera escribiendo para cine o televisión. Su último trabajo literario, Pecado, es una muestra clara de ello. El jardín de las delicias, del Bosco, el mal con diferentes caras y las perversiones más profundas del alma humana, son los elementos conectores entre nueve relatos totalmente distintos. El sicariato, el incesto y el homicidio son solo algunas de las temáticas que trata.
Para Laura, uno de los elementos más importantes a la hora de escribir es la música. Ella es la que lleva el ritmo y la cadencia de cada uno de sus textos. Le encanta la música clásica, pero no tiene ningún reparo en escuchar champeta para inspirarse en la creación de sus personajes.
Le gusta el olor de la montaña en las mañanas. El sabor del pandeyuca, el ajiaco y las frutas. Hoy vive en una casa de campo en Cataluña, junto con Pedro Saboulard, su hijo, Carlos Payán, su compañero sentimental y Oso y Alelí, sus perros de raza bernés.
Los tiempos de la militancia, las amenazas y las fugas quedaron atrás. La tranquilidad de vivir de lo que le gusta hacer es una de sus grandes conquistas. Esa y que aún consiga tinta para escribir con su pluma. Con los bolígrafos jamás podrá. Prefiere la aromática al tinto y, como buena periodista, preguntar a que la cuestionen.
¿Por qué la decisión de hacer más literatura que periodismo?
Esa decisión la tomó la vida por mí. Yo estaba en la Comisión de Paz del Proceso en los años ochenta. El presidente había abierto las compuertas para la paz, pero terminó cerrándolas por presión de los militares. Todo lo que hacíamos los comisionados al principio era objeto de atención de todos los medios, pero después no sacaban nada. Cada vez eran más tremendos los hechos que había que denunciar y la prensa no decía ni mu, todo se hacía a escondidas. Salí al exilio por amenazas, porque era imposible llevar vida de periodista con esa presión de muerte. Me fui con mi hijo y no alcancé a sacar nada, solo una maleta donde estaban todos los testimonios que había recogido durante distintas confrontaciones de la Comisión de Paz. Cuando llegué a México, dije: “¿Ahora qué hago con esto?”. Y así nació mi primer libro. Ese libro circuló muchísimo, tanto la edición formal como la pirata.
¿Cómo le llegaron las amenazas de muerte durante el Proceso de Paz de Belisario Betancur?
Un día me llamaron Álvaro Fayad y el Negro [miembros del M-19] que estaban en Bogotá. Me pusieron una cita a la que me llevaron medio vendada. Cuando llegué, los vi sentados en una cama viendo un partido de fútbol y comiendo pescado con papas fritas, de esos que venden en caja de cartón. Me dijeron: “Te queremos mostrar esta lista que se llama Operación Águila. A todos los van a matar y tú estás ahí. No puedes seguir llevando una vida pública. Escoge: te vas pa’l extranjero o pa’l monte, pero rápido. No puedes volver a tu casa”. Decidí irme del país, ¿yo qué me iba a poner a hacer en el monte?
¿Por qué escogió México?
Todo coincidió. Como comisionada me tocaba sacar a los heridos del M-19 de los hospitales porque allá los estaban rematando [en 1985, cuando el M-19 dio por terminados los acuerdos que firmaron en Corinto en 1984]. Gabriel García Márquez me ayudaba mucho con eso. Lo llamé y le dije: “Necesito un avión urgente, tengo treinta heridos y hay que sacarlos antes de que los rematen”. Y llegamos a México, que siempre fue un país abierto al exilio. Allá aprendí que el exiliado siempre vive en una isla, soñando con volver. Hay una añoranza en el alma. Tienes el cuerpo en un lado y el corazón en otro. En esa época nació La isla de la pasión, un libro que explica a la perfección esa sensación…
¿Quién fue Gabriel García Márquez en su vida?
Fue muy importante. No solo me ayudaba con los del M, sino que fue mi maestro. Cuando Gabo se estableció en Colombia y se interesó por la revista Semana ya era Premio Nobel. De esa gente que tiene tanto prestigio que carga una barrera invisible, pero con él fue distinto. Iba a los consejos de redacción los lunes, cada uno llevaba sus artículos y decía: “Esto está fatal, no investigaste y tienes que averiguar. Se te escapó este lado y esto no está bien”. Lo hacías y a las 4:00 a. m. ibas a su casa para que le diera el visto final.
¿Cómo llegó a escribir La isla de la pasión (1989)?
En México no tenía trabajo, ni un peso y dije: “Voy a hacer un libro”. En ese tiempo yo dependía mucho de los reportajes y me conseguí un tema estupendo: una isla en el Pacífico llamada La isla de la pasión. Me recorrí todo México en tren, en bus, en lo que fuera, buscando sobrevivientes que me pudieran contar esa historia. Conocí mucho de ese país y rompí con el círculo del exilio para poder moverme por fuera. La situación de los náufragos abandonados en la isla se me hizo muy parecida a la de nosotros los exiliados, siempre bregando a volver. Muchos de los diálogos no eran tomados de los mexicanos de principios del siglo XX, sino de la situación que nosotros estábamos viviendo allá.
Regresemos a los tiempos de su propia revolución. ¿Cuál fue la posición de sus padres ante su rebeldía?
Todos los de la izquierda éramos muy antipáticos. Mi mamá antes de morir me mostró unas cartas que yo le mandaba… ¡Dios mío, qué pastorales que le daba sobre el proletariado! Yo decía: “Pobre mi papá, un hombre tan amoroso, tan lindo, tratando de llegar a la hija. Es como si lo afectivo lo hubiera dejado de lado” y de ahí venía un discurso tremendísimo.
Cuando se fue a militar a España en los setenta, murió su papá…
Cuando me fui a España siempre soñé con volver. Decía: “Esta semana trabajo y la otra la paso con mi papá” o “me a voy aguantar un mes más y luego vuelvo para donde mi papá”. Siempre en esas y mi papá se murió. Nunca hubo retorno posible. Creo que la escritura fue una forma de reencuentro, porque estaba empeñado en que yo escribiera desde niña.
Laura Restrepo. Foto Pablo Salgado.
¿Qué hizo con la herencia que le dejó?
La doné al Partido Socialista de los Trabajadores argentino. En realidad nos tomábamos muy en serio todo lo que hacíamos. Era una finca en Subachoque lindísima, propia de mi papá que murió a los 52 años de un infarto fulminante. Hoy en día, paradójicamente, está en manos de Fabio Echeverri Correa, cercano a Álvaro Uribe.
Su obra literaria siempre ha tenido, de una u otra forma, relación directa con las diferentes violencias de Colombia. Se supo que cuando su libro Leopardo al sol (1993) se planeó como una telenovela para RTI, la amenazaron de muerte los integrantes de las familias con las que habló. ¿Cómo fue eso?
Yo venía haciendo una investigación, que me tomó varios años, sobre una vendetta entre dos familias en la costa. En realidad me llevó bastante tiempo hacerla, porque es gente para la que pesa la ley del silencio y son muy reacios a contar sus secretos. Buscaba entender cuál era el sentido de su honor, de las mujeres que se enamoraban, de todo lo que implicaba esa vida familiar... Cuando se dieron cuenta de que se había planeado como una telenovela para RTI, dijeron: “Eso no sale”. Amenazaron hasta con volar la programadora y recibí amenazas severas. Entonces decidí cambiarle los nombres, cambiarle más cosas y volverla ficción, porque sabía que de lo contrario ellos no iban a dejar publicarla. Cuando dije que sería una novela escrita, dijeron: “Sí, como la gente no lee…”.
¿Qué pasó en la presentación de La novia oscura (1999), el libro que sentó a políticos y guerrilleros en una sola mesa?
Cuando escribí La novia oscura no podía vivir de mis libros. Tenía muchas cosas por hacer. Escribía telenovelas, reportajes, hacía lo que saliera, y en las noches me dedicaba a mis novelas. Un día se me ocurrió ofrecerle a Ecopetrol una investigación sobre los motivos de descontento de la gente con la empresa, pues a todo al que enviaban lo secuestraban, así que necesitaban a alguien que se pudiera mover tranquilamente por fuera. Hice varios viajes a Barranca y hablé con todo el mundo: militares, paramilitares, obreros petroleros y los viejos trabajadores de la Tropical Oil Company. Y di con las prostitutas. Una historia que me pareció fascinante. Las que ya tenían como ochenta años habían trabajado para la Tropical Oil y allí descubrí que veían la prostitución y el matrimonio de otra forma. Cuando llegaban hombres solos, se encontraban con las prostitutas y lo llamaban “El amor de café”, en vez de prostitución, y era la única forma de amor. Yo pedí que la presentación del libro fuera en Barrancabermeja y allá llegaron todas las chicas vestidas de terciopelo al Hotel Pipatón. Invitamos a todo el pueblo. Estaba la Iglesia, los paramilitares y el ministro de Minas de Colombia, el “Chiqui” Valenzuela. Cuando Chiqui llegó en su helicóptero, todo el mundo estaba temblando porque parecía que se iba a armar la balacera. Todos los enemigos irreconciliables y de golpe, sentados ahí. Estaban todas las guerrillas. Donde hay petróleo, siempre hay conflictos. En un momento dado se me acercó una de las esposas de los ingenieros de Ecopetrol, me señaló a una de las prostitutas que estaban sentadas y me dijo: “Usted no sabe las noches que he llorado mientras mi marido estaba con esa mujer y ahora me la vengo a encontrar acá”. Yo dije: “¡Ay, Dios mío, el enredo que no armé con los paramilitares y la guerrilla, lo armé juntando a las esposas y las prostitutas!”. Toda una locura.
Háblemos de Delirio, Premio Alfaguara 2004, y esa relación que usted construye entre la locura de Agustina, su protagonista, con la violencia que azota al país...
La violencia poco a poco nos vuelve locos. Yo creo que la naturaleza de la guerra va más allá de la propia muerte. Y nosotros, los colombianos que convivimos con ella y estamos acostumbrados, aprendimos a verla de otra forma. Gracias a esa cercanía, construí a un personaje lleno de rituales. Siempre me ha gustado hablar de personas que están metidas en este tipo de acciones no religiosas, pero con un sentido sagrado. Por otro lado, en Delirio, las relaciones que hay con las madres son muy brutales. A través de ello demuestro la importancia de la familia, que es la que define nuestro carácter y nos salva de caer en la locura de un país enfermo.
En sus libros es común encontrar dualidades en los personajes, ¿cuál es la suya?
Yo incursioné en el mundo de la izquierda viniendo de una familia de clase alta. Eso sí, en casa siempre fui muy feliz. Era una familia muy burguesa, pero al mismo tiempo muy libertaria. Ellos no creían en instituciones ni en la Iglesia. No era una familia convencional. Mi padre y mi madre fueron encantadores. Desde que me fui siempre estuve dividida entre el deseo de volver a mi casa o vivir mi vida. Siempre que iba la pasábamos tan bien, pero al mismo tiempo sentía que mi realidad estaba en otro lado. Me largaba, no les daba mi teléfono ni mi dirección, los hice sufrir muchísimo...
¿Cómo es eso de que Carlos Payán, su compañero sentimental, siempre se escondía cuando la veía?
Yo lo conocí cuando llegué a México al exilio. Fue el fundador de grandes periódicos mexicanos y director del diario La Jornada, un tipo excepcional. Y allá nos ayudó mucho porque llegamos con una mano adelante y la otra atrás. Lo dejé de ver cuando me fui del país, pero siempre que iba a publicar un libro yo lo veía entre la gente y decía, ahora lo voy a saludar y se iba. Cada cinco o cuatro años pasaba lo mismo. La última vez, lo saludé públicamente y lo invité a cenar conmigo delante de todos. Fuimos a comer y ya llevamos catorce años muy felices.
Ha sido una mujer de pocos amores. ¿Hay algún rasgo particular entre ellos?
Siempre han sido muy rebeldes. A mí me llaman las convicciones.
Navarro Wolff dice que nunca superará que usted lo haya dejado…
Navarro es un gran hombre. Eso lo dice hoy en día. A mí me tocó un Antonio desbaratado, después de la granada. Empezamos a convivir en un hospital y pasamos como cuatro años juntos. Nunca se quejó, nunca se arrepintió, nunca se echó para atrás.
También vive con Pedro, su hijo, ¿cómo es la convivencia con él?
Es divina, es el amor de mi vida. Pedro se fue de la casa a los diecisiete años a estudiar por fuera, consiguió varias becas y terminó un doctorado en Literatura en Filadelfia con honores. Al final de sus estudios coincidió con que mi compañero y yo queríamos irnos a Europa. Pedro volvió a México de trabajar en Estados Unidos y le dije que se viniera con nosotros. Me contestó: “Qué pesadilla, Lalí”, y se puso a buscar estadísticas en internet. Hoy en día hace parte del 60 % de los jóvenes que vuelven a casa. Somos muy felices. La finca, el pasto, la huerta. Tenemos un pedazo de bosque para recuperar especies nativas. Nuestro terreno está vetado para la caza y se nos está llenando de jabalíes y venados.
¿Por qué Lalí?
Me decía así desde chiquitico. En mi casa siempre he sido Lalí. Lalí me quedé.
Pedro dice que de niño, para subir al segundo piso, tenía que contar una historia escalón por escalón, ¿cómo fue eso?
A la hora de irse a acostar nos contábamos una historia mientras subíamos cada escalón. Si no nos gustaba nos devolvíamos. Así se fue convirtiendo en un narrador. Yo tengo un libro que se llama Las vacas comen espaguetis, con todo lo que Pedro decía entre los dos y los siete años.
¿Cuándo saldrá la historia sobre el accidente que sufrió con sus perros y que terminó con una pierna fracturada?
Ese fue un texto que se me quedó por fuera de Pecado, mi último libro, pero saldrá en algún momento. Resulta que me partí la pierna porque mis perros me tumbaron. Fueron cuatro meses de inmovilidad. Para mí quedarme quieta es una cosa rarísima, porque yo ando siempre acelerada… De allí salió un texto que tiene que ver con un accidente que te permite ver los misterios de tu propio organismo.
Se sabe que usted escribe en sus cuadernos los detalles, las frases y la radiografía de los personajes de las novelas que hace. ¿Cuál es la próxima?
Tengo varios temas. Después de entregar una novela me dedico a otra, porque son años en que te metes en eso. A veces se te vienen otros y dices: “Aparta de mí esta tentación”. Los libros son como un matrimonio. Una vez que entregas uno, miras tus notas, tus cuadernos y te vas ahí de un coqueteo con otro, y dices “¡este es!”, luego no, “este no era”. Siempre duermo con un cuaderno al lado y escribo lo que se me viene a la cabeza. A veces en los sueños veo el desenlace de una historia y le doy la vuelta a la narración.
¿Tiene alguna manía al escribir?
Soy obsesiva cuando escribo. Me acuesto a la 1:00 de la madrugada y a las 5:00 ya estoy levantada. Eso viene con la edad. Paso días y noches ahí dándole. Cuando piensas en la presión del día de entrega, no puedes parar.
Casi todos sus personajes están obsesionados con algo, ¿qué la desvela?
Me obsesiona la dignidad. A pesar de que mis libros siempre son duros y los personajes viven al límite, siempre están de pie a pesar de las situaciones. No me llaman la atención los reventados, ni los que muerden el fango. Me gustan aquellos que, pese a todo, sobreviven y se imponen un respeto a sí mismos. Ellos son siempre dignos, algo que aprendí de Colombia, pues a pesar de los problemas, siempre hay un orgullo y berraquera.
Usted hizo parte del proceso de paz en los años ochenta. ¿Cómo ve lo que está sucediendo en el país?
Con gran expectativa. Me parece importantísimo que a las Farc y el Eln se les permita seguir con lo bueno que tienen, su lucha social, pero sin armas. El que se logre un espacio de convivencia es fundamental. Eso sí, creo que depende mucho de los colombianos, porque por más que lleguen a un acuerdo entre la guerrilla y el Gobierno, si el país no se apasiona y lo entiende como un espacio para lograr afianzar la democracia y romper la injusticia, todo se quedará en veremos. Yo creo que el M-19 tuvo la gran ventaja de que de alguna manera el proceso se empató con la Constituyente, y se logró que el país entero fuera el que decidiera, se incorporara a una discusión democrática, en una búsqueda de futuro. Sería fundamental que hoy en día pasara lo mismo. Cuando me preguntan que si le veo salida a esto, respondo: “Depende de ustedes”. Depende de cuánta pasión le ponga cada colombiano, de que cada uno vea ahí la posibilidad de afianzar una democracia que es muy endeble.
Para nadie es un secreto que vivimos en un país polarizado y eso lo demostraron los resultados del pasado plebiscito...
Es muy triste. Hay mucha rabia, mucho rencor y mucho privilegio bien tapado. La guerra es un negocio enorme para mucha gente. Los que se han apropiado de tierras y demás no quieren echarse para atrás, están acostumbraditos a matonear.
Muchos le temen al posconflicto y a lo que sucederá con los actores armados, ¿qué opina usted?
Hay muchas preguntas por hacerse. Me parece positivo que las Farc se desmonten porque el país se saca de encima un lastre que lleva a cuestas durante muchos años, pero me preocupa que el gran capital financiero llegue a cometer desastres ecológicos a los lugares donde estaban las Farc. El capitalismo es una plaga que donde llega destruye. Los de la izquierda tienen la experiencia de lo que fue la Unión Patriótica y el M-19, así que tienen bastantes motivos para hacer un balance del asunto.
Laura, si fuera un personaje literario, ¿cómo se definiría?
Como una mujer impulsiva. He sido así toda la vida. No duro más de un cuarto de hora tomando decisiones importantes. Siempre he creído que la vida tiene que vivirlo a uno, no que uno vive la vida.
¿Cuál es su vicio?
Escribir. Me divierto mucho escribiendo. Mi premio es ese: escribir.
En su familia dicen: “No lo cuente delante de Laura porque va a terminar en un libro”, ¿es cierto?
Es verdad. A todo el que se me cruza, se lo advierto.
LINA MARÍA ÁLVAREZ
FOTOS PABLO SALGADO
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 58 - NOVIEMBRE 2016
LINA MARÍA ÁLVAREZ
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