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El hijo del carpintero del Chocó que se convirtió en conde en París

Nació pobre en Chocó, creció y pasó por muchos países hasta que se quedó en la 'ciudad luz'.

Se ríe con más de los cuatrocientos músculos que se usan para reír. Desde la silla de ruedas en la que lo derrumbó una sigilosa poliomielitis cuando era un niño de apenas dos años, aguza el oído y está presto para lanzar palabras que provoquen carcajadas. Y es que Arnoldo Palacios tiene todo el derecho para reírse del mundo y de la vida.
Nació pobre en una aldea arrojada a la orilla de un río del Chocó. Su abuela alcanzó a mostrarle la cicatriz del hierro candente con que la habían marcado como esclava. Los vendedores de ilusiones le dijeron que su sangre es la misma del Tres Palacios que fundó Cértegui y desenterró en la mitad de la aldea una mina de oro crudo y trajo desde Londres las campanas de bronce de la iglesia y les dejó allá un banco imperial que finalmente nadie reclamó.
En su infancia se arrastró por calles y patios como un animal. Frotaron sus piernas con manteca de lagarto y de jaguar y peregrinaron ante las vitelas de poderosos santos pero nada se logró. Un tío herrero le hizo unos recatones a manera de muletas y desde ese día dejó de arrastrarse y echó a andar. Siempre que lo llamo me responde a manera de saludo: “Pues ahí, andando”.
Un tío le enseñó a escudriñar la Biblia, las Mil y una noches, la Ilíada, Quo Vadis? Aprendió a soñar y pasó por Bogotá, Varsovia, Roma, Moscú y, finalmente, se quedó en la ciudad de todos los sueños, París. Otra leyenda dice que una noche en una avenida de París se abalanzó con sus muletas sobre unos pandilleros que robaban a una mujer. Los puso en fuga y ella cayó rendida a sus pies. Era una noble francesa que, para obedecer a alguna ley del azar, se enamoró de él.
Una vez le indagué por esta fábula romántica y me dijo que era una invención de un pobre escritor de provincia. Meses después le puse el tema de su esposa y lo eludió y me respondió casi con monosílabos. Cuando le pregunté qué hacía ella, me dijo, con nobleza y misterio, que era una secretaria. Pero cuando le recordé que su amigo Gustavo Vasco había escrito en el prólogo para su novela Las estrellas son negras, que él, en una de las prósperas provincias de Francia ejerció con toda propiedad y legitimidad el papel de Monsieur le comte, en virtud de sus nupcias con una auténtica aunque nada acaudalada condesa, con antiguos, reales y marchitos títulos hereditarios, bajó la mirada y no paró de reírse.
Pero así como está lleno de risa y alegría, Arnoldo rebosa de indignación y rabia por la miseria de los suyos. Es la memoria de todos sus libros, de sus novelas, crónicas y diarios. Hay una frase de su padre que no olvida, que la dijo cuando los sorprendió a todos mientras desenvolvía el revólver Colt negro Caballito 32 corto que acababa de comprar para defender su vida y sus ideales de libertad: “Si el hombre cae, pues, que caiga, eso sí, valiente”.
¿Cuáles son sus primeros recuerdos?
De cuando no podía correr y me cargaban y me llevaban detrás de la iglesia, que ya era la selva, y me hacía a la ilusión de caminar mientras flotaba en los riachuelos.
¿De dónde nació la pasión por escribir?
Estuve mucho tiempo sentado, en un pretil de la casa, observando, viendo pasar la gente, escuchando a los grandes mientras se tomaban el café y contaban chistes y chismes. Aprendía mucho de lo que ellos decían. Cuando llegué de Francia, después de cincuenta años, hablaba con la gente de Cértegui y no sentí que estuviera en un pueblo donde la gente no fuera culta y que no reflejara lo que podría ser un París o una Roma. Todo era interesante, el vocabulario, el análisis de las cosas. Descubría que esas gentes analfabetas eran filósofos, que analizaban las cosas a fondo, y que lo que uno suele conocer como cosas de un cuento, como folclórico en el sentido más simple de la palabra, ¡eso era la vida! ¡Cuando uno cuenta un cuento ya el cuento no lo toma en serio! Es un mundo del Chocó cuya interpretación del mundo no puede aprenderse en la Sorbona.
Un mundo que ya contaba con una buena cantidad de escritores negros…
Sí. Por ejemplo, Valois Arce me gustaba mucho. También Miguel Caicedo, de un rico lenguaje popular. Y José Antonio Robles, que pronunció un discurso sobre los esclavos que no olvido. A Manuel Zapata Olivella lo admiraba mucho porque decía que se había ido a pie hasta Nueva York, tenía tanta fantasía que a veces no le creía mucho, a buscar a Langston Hugues, el poeta negro norteamericano. Cuando volvió ya tenía esa aureola de haber estado con el gran Langston Hugues. Y entonces yo quería estrechar la mano con que Zapata Olivella lo había saludado. También leía a Carlos Arturo Truque, que era un mulato de Condoto.
¿Cómo comenzó a leer?
En Cértegui había un librito que se llamaba Lecturas escogidas, que pasaba de mano en mano. Ahí comencé a leer, no había más. Tenía las hojas desprendidas, pues lo había leído todo el mundo. Y también leía un periódico, ABC, que llegaba de Quibdó. Mi padre leía mucho, periódicos y revistas.
Cuando usted leyó la Ilíada creía que sus héroes eran negros…
Los gobiernos liberales enviaban libros, una colección española Araluce, que adaptaba para los niños los clásicos griegos y romanos. También llegaban libros de física, química, biología, geometría, historia del arte. Y estos libros los manejaba el inspector.
¿De educación?
No, de policía. En esos tiempos leían. Yo leía todo lo que llegaba al pueblo, hasta que llegó la Biblia. Un primo pintor muy talentoso, José Laó, que en Bogotá fue expulsado de Bellas Artes porque cogió a puñetazos al director porque por racista no le dio el diploma, se regresó al pueblo con todos sus óleos y sus libros. Y él fue quien me pasó la Biblia, aunque tenía fama de ateo, y me dijo que había que estudiarla. Cantaba arias de ópera y me llevaba cargado para todas partes. En el pueblo solo había una Biblia, la del cura que venía de Itsmina o Tadó, guardada bajo llave, y nadie la podía tocar ni leer. Uno le tenía miedo. Había gente que decía que si uno la leía se enloquecía. Mi primo me leía el Antiguo Testamento, el Cantar de los Cantares. Y leyendo la Biblia comencé a entender las cosas y a dejar de ser creyente.
Sigamos con la Ilíada…
Déjeme citar algo que escribí sobre aquellas primeras lecturas en mi libro Buscando mi madrededios: “Me conmovía el viejo Néstor; yo me lo imaginaba negro, descarnado, el pellejo arrugado pegado a los huesos, las manos ‘encocadas’, los deditos temblorosos, hablando con precisión, caminando, ciego, tentando la tierra con su bordón pedazo de palo nudoso, a medio labrar. A Aquiles, yo me lo imaginaba, no negro como el viejo Néstor sino mulato, requemado, alto, fornido. Las diosas sí me las imaginaba blancas, nunca se me ocurrió imaginarme una diosa negra”.
¿Desde cuándo quería escribir?
Cuando murió una prima que quería mucho escribí algo sobre ella que corregí y leí en el cementerio. Teníamos como unos trece años, era muy bonita. Se llamaba Ana Zoila. Después, también muy joven, hice un discurso en la campaña política de Diego Luis Córdoba, creo que también lo escribí. Era la campaña para la presidencia de Eduardo Santos. Mi padre había sido fundador del Partido Liberal en Ibordó, una cueva de conservadores clericales. Era un buen carpintero, como casi todos los de su familia, y un gran lector.
¿Hablaban de la esclavitud en su casa?
Es una cosa muy interesante, no hablaban de la esclavitud. Nosotros no la conocemos. Incluso dentro de nuestros ancestros la palabra guerra estaba prohibido pronunciarla. Si un niño la decía le daban su cachetadita. Tanto nos marcó la esclavitud que ni la palabra guerra se pronunciaba, era como un delito, como un pecado. Decían güerra, como la lengua antigua de los españoles. Era un tabú.
Chejov nunca dejó de recordar que su abuelo había sido siervo, casi esclavo, cuando a los siervos en Rusia los llamaban almas…
No, nunca los abuelos nos hablaron de la esclavitud. Y en Nóvita, en Arboledas, hubo negros esclavizados en haciendas y minas. Allá quedan los apellidos de los amos.
¿Pero si les contaban cuentos?
Ellos nos contaban muchos cuentos donde casi siempre los héroes se llamaban Tío Guatín, Pedro, Juancito y Diego. Juancito es el héroe que mata al diablo. Hay mucho misterio, magia, brujas, muchas brujas, uno como que las veía, y ánimas. Y como todos los relacionados con el diablo son personajes negros, las ánimas son blancas. Yo grabé esos cuentos de los abuelos para hacer una antología.
Un día decide emigrar…
Me senté en Cértegui en una canoa y bajé por los ríos y el mar hasta Buenaventura donde seguí sin problemas en tren hasta Bogotá.
¿Dónde comenzó a escribir?
En Bogotá fue donde comencé a escribir cosas serias. José María Restrepo Millán me había dado una beca para el colegio Camilo Torres, adonde también asistía Jaime Posada, el papá de D’Artagnan. Él ya tenía un periódico entonces. Pedro Acosta Borrero y Tito Livio Caldas también eran del Camilo. Pedro trabajaba en El Liberal, donde empecé a escribir.
¿Cuándo deja el periodismo y se pasa a la literatura?
Escribí una novela cuando estaba en el colegio, la mandé a un concurso, tenía un nombre como de mujer, Egipcia. Un nombre un poco lírico.
¿Transcurría en Egipto?
No, no.
Por lo menos en el barrio Egipto…
[Se ríe] Egidicíaca. Conozco muy poco el barrio Egipto. Tiene mucha loma. Quise ir a las fiestas del 6 de enero allá pero estaba muy difícil la subida. Esa novela la mandé al concurso de la Caja de Ahorros. Le pedí al doctor Restrepo que me la leyera. Me dijo: “está bien, pero es mejor que los dos héroes de la novela, que huyen, es mejor que procure casarlos”. Me quiso decir que para un concurso de esos lo mejor era que se casaran. Yo comprendí pero la deje así. Por supuesto, no gané el concurso. Cuando viajé a Europa se la dejé a guardar a una hermana. Al volver, después de haberla convertido en una obra de teatro que tuvo una repercusión trágica, finalmente la quemé. Pero creo que hice mal. Un escritor español que venía huyendo de Franco, Baltazar Miró, me dijo en Cali, luego de leerla, que le había gustado, pero que la convirtiera mejor en un gran reportaje.
¿Por qué en un gran reportaje?
Era una historia de amor, pero hablaba mucho de la vida del Chocó, de las minas, de una muchacha mulata. En el Chocó había mucho sirio, unos Bechara, unos Tafur, que tuvieron hijos con mujeres negras.
¿Y esta misma historia fue la obra de teatro?
Era sobre el último condenado a pena de muerte bajo el gobierno de Reyes, un negro del Chocó que se llamaba Manuel Saturio Valencia. Fue fusilado en Quibdó en 1907 porque dijeron que él iba a incendiar la ciudad. Era un revolucionario. Conservador.
Un conservador revolucionario…
Crítico aunque católico, tocaba el órgano en la iglesia. Había aprendido francés solo. Tenía una novia blanca de la aristocracia. Yo formé una compañía para presentar la obra en Quibdó y en uno de los ensayos noté que los actores estaban muy fríos. Y qué es lo que pasa, pregunté. Están diciendo que si representamos la obra los blancos nos van a matar, me dijeron. Solo dos actores estaban de acuerdo en presentarla. Entonces consulté a los ancianos de Quibdó sobre qué hacer y ellos recomendaron que no la presentáramos pues nos iban a matar en el escenario. Luego de este fracaso me fui a Buenaventura y en el puerto me dediqué a leer un gran libro de Richard Wright, Sangre negra. Yo lo conocí después en París. Su muerte me impresionó mucho. Nunca leí un buen retrato de Richard Wright y yo quería saber todo sobre él.
¿Regresó a buscar trabajo en Bogotá?
Sí, ya era colaborador de El Liberal porque Restrepo Millán me dijo que hablara con Alberto Galindo. Pero ni me pagaban y yo quería ser escritor de planta. Entonces admiraba los retratos sobre personajes ilustres que escribía Juan Lozano y Lozano en la revista Sábado de Plinio Mendoza Neira. Decían que él era conservador, pero en realidad era un rebelde, de gente de bien, descendientes del prócer Tadeo Lozano.
¿Pero algo le pagaban?
En Sábado me pagaban 25 pesos. En cambio a Juan Lozano le pagaban 50.
Pero es que él era de la alcurnia de Bogotá, y usted era un negrito recién aparecido de un pueblito del Chocó…
Y los 25 me los daban inmediatamente aparecía el artículo.
¿Con cuánto vivía uno al mes, con 5?
Con nada. Ahora me van a hacer un proceso…
Pero usted ni bebía.
Pero comía. Vivía en una piecita que me había dado el doctor Restrepo Millán en el colegio y eso me ayudaba mucho. Había una campaña de Diego Luis Córdoba para que el Chocó dejará de ser intendencia y se volviera departamento. Yo escribí una nota apoyándolo. Cuando publiqué Las estrellas son negras me llamaron a una conferencia en la Biblioteca Nacional y yo no sabía que eso era tan importante y salí por primera vez en una foto en El Liberal. Y luego me gané una beca del Congreso para estudiar en Europa. Como al negro nunca le daban nada, Diego Luis metió un mico en la ley para que las becas llamadas César Conto cobijaran al Chocó. Entonces fuimos dos por el Chocó, un blanco y un negro. Y llegué a París y tuve mis relaciones siempre de izquierda. Era la época de las guerras de independencia en África, de Viet Nam. Estaba en Italia para viajar a Egipto cuando me nombraron delegado al Congreso Internacional de la Paz en Varsovia. Allá hablé y cuando volví a París ya no tenía beca.
¿Cómo se encontró con Brigitte Bardot en París?
Por una casualidad me invitaron Ellington y Armstrong al estudio donde iban a filmar Paris Blues y allí conocí a Brigitte Bardot. Yo como que no sentí que eran semejantes personalidades. A mí me lleva eso en la vida, porque ando por el mundo con los pies en la tierra, aunque los pies no me sirvan de nada. Yo los conocí sin saber que los iba a conocer. Así mismo conocí a Salvador Allende, en la vida común y corriente, no en una embajada. Un amigo había insistido en que buscáramos a Armstrong y a Ellington. Y como en una iluminación, yo precisamente tenía un amigo de origen haitiano. Un gran ingeniero, que había conocido en un congreso de negritudes en Roma. Él había venido a verme para hablar de un proyecto de un periódico que querían que se instalara en Marruecos o Túnez. Esa noche íbamos a contactar al escritor estadounidense Richard Wright. A él fue al que le dije que tenía un amigo que se moría por ver a Armstrong. Y me dijo que Armstrong iba a cenar esa noche en un restaurante. Y nos fuimos a buscarlo a ese restaurante. Era muy pequeño, muy íntimo, de un soldado negro que había sobrevivido a la batalla de Normandía y no había querido regresar a Estados Unidos. Tocamos a la puerta y ya había una docena de negros, y me dice mi amigo, mirá, allá está Armstrong. Y lo saludamos y me presenté, yo soy Arnoldo Palacios, de Colombia. Estaba comiendo esos fríjoles picantes típicos de Louisiana. Estaba con su mujer que no era tan negra. Y nos dijo que al otro día iba a estar en los estudios grabando Paris Blues, y que nos invitaba. Y al otro día fuimos y estaba él y llegó Brigitte Bardot. Era muy bella.
¿Y cómo conoció a Polanski?
Él me sirvió de traductor simultáneo en Polonia. Él estaba en Lodz, muy joven, en la escuela de cine. Cuando llegué de Varsovia me dijeron que si necesitaba un traductor y llamaron a Polanski. Estuvimos varios días, él hacía de guía y me mostraba lugares. Al día siguiente llegó más temprano y me dijo, prepárese porque vamos a una gran manifestación política. A través de las calles vacías llegamos a un gran estadio lleno de gente. Me sentaron adelante. Yo no comprendía, pensaba que era una manifestación socialista, pero tuve la impresión que no lo era. En ese momento él estaba en el equipo de la película Cenizas y diamantes. Cuando me lo presentaron tenía todavía la cara llena de cenizas…
Ya había perdido los diamantes…
Desgraciadamente. Nunca más lo volví a ver, hasta que lo vi de nuevo en París cuando acababa de dirigir una pieza de teatro.
¿Trató a Gaitán?
Yo era gaitanista, pero no lo traté. Muchas tardes salíamos del colegio y nos íbamos a escuchar sus conferencias en el Teatro Municipal.
¿Cómo vivió el 9 de abril?
Fue tremendo, pasé la noche refugiado en el restaurante Félix, en la avenida Jiménez. El lunes me fui a ver a mis amigos Carlos Pérez y Matilde Espinosa, para ver dónde sobreaguar. Dormí sobre una mesa en las oficinas de Onda Libre.
¿Dónde había dejado su novela que resultó quemada ese día?
Mi amigo el poeta Carlos Martín ocupaba un cargo importante en el Ministerio de Educación y me dijo que trabajara allí mi novela. Yo me instalé y comencé a sacar en limpio mi manuscrito de la novela, que ya había terminado. Yo no podía cargar nada, solo lo que cupiera en mis bolsillos, y por eso dejaba mi novela en el ministerio, en el edificio García Cadena. Y el ministerio fue reducido a cenizas con mi novela adentro.
¿Y participó en alguna acción de ese alzamiento?
En Cértegui, el 9 de abril, yo me tomé una emisora. En Bogotá, las oficinas de Onda Libre, el radionoticiero de José Mar y Jaime Soto, estaban casi vacías. Yo entré y desde allí llamé a una emisora de Cértegui y dije que me pusieran al aire. Les anuncié que habían asesinado a Gaitán, que Bogotá estaba en llamas, que el pueblo se había levantado, que había que tomarse el poder y que había que tener mucho cuidado con los conservadores. Cuando fui al Chocó me dijeron que me habían escuchado el 9 de abril y que me habían hecho caso y habían apresado a los conservadores. Los arrestamos en la iglesia, me dijeron, pero fue ¡para cuidarlos, para que no les fueran a hacer nada!
¿Tropezó con García Márquez en esos días?
No, yo no lo conocía en esos tiempos. Cuando me fui a Francia, fui a tomar un barco en Cartagena y unos amigos de un primo artista, José León Moreno, que era amigo de él, fueron a saludarme. García Márquez también fue y estuvimos hablando. Nos despedimos y al día siguiente llegó al muelle con un doctor a buscarme y cuando sonaron las sirenas él se metió la mano al bolsillo y sacó el periódico El Universal, donde él había escrito una despedida sobre mí. Nunca más lo volví a ver a pesar de que él vivió en París.
¿Cómo vio su papá que usted se volviera escritor y no político?
Siempre me dejaron mi libertad. Y crecimos todos liberales. Cerca de la izquierda. Sigo siendo de izquierda.
Finalmente usted se quedó en París y allá están sus hijos, sus cosas, su casa…
Tengo mi casa, tengo el honor de tener una casita como yo la quería. No la hubiera podido tener de otra manera: me la dio el presidente de la República, Mitterrand. Cuando mis hijos crecieron comencé a buscar una casa antigua, con historia, en Normandía. Una casa de techo de paja, de paredes de barro..
Ah, como una de Cértegui, una chocita de paja…
[Se ríe] Sí, al fin cuando la conseguí yo estaba muy contento.
Y Mitterrand seguramente quería darle un palacio y usted se fue a buscarse una choza.
Realmente me pareció muy buena. Tiene unos doscientos años. Con los niños la reparamos con boñiga, como en Cértegui. Es una casa campesina como de cuento de hadas. Está en un pueblito que fue sede de los impresionistas, cerca de un camino y de un riachuelo. En Normandía yo había conocido a la dueña de una galería a la que iba mucho Baudelaire, Katia Granoff, de origen ruso. Ella tenía pinturas de Degas, de Gauguin. La seguí visitando e hicimos una amistad. Un día mis hijos me dijeron que había llegado una carta. No me apuré y la dejé para verla después del almuerzo. Ellos me hacían chistes porque tenía un membrete de la Presidencia de la República y venía en un papel que parecía antiguo. Parecía una broma. Bueno, la abrí y la leí y seguí creyendo que era un chiste. Decía que por conocimiento de la señora Katia Granoff se habían enterado de mi existencia y querían invitarme al palacio del Élysée. No tuve más remedio que ir. Yo tenía entonces un auto de lujo, un Audi de quinientos dólares. Allá llegué, me recibió uno de los delegados del presidente, quien me preguntó qué deseaba. Le dije que lo que más quería era un techo para mis hijos y tener un apoyo para una fundación de mis amigos escritores. Y le conté de la casa que me había gustado en Normandía, donde ya habían demolido centenares de casas antiguas. Tiempo después supe que había sido ella quien le había escrito a Mitterrand diciéndole quién era yo y prácticamente exigiéndole que me auxiliara para tener por fin una casa propia.
Usted que vivió tanto tiempo en París, debe tener mucho qué decir sobre las míticas francesas…
Resulta que las francesas no es que sean así tan fáciles.
Usted se casó con francesa, ¿varias veces?
No, una vez, una vez. Yo ya tenía más de treinta años.
¿Cómo la conoció a ella?
Bueno, eso fue ya allá, en la vida francesa. Ella es del norte de Francia. Con ella tuve mis tres hijos. Ella tradujo también mis obras. Yo la formé como traductora, aprendió mucho. Como yo escribo un castellano que tiene mucha cosa antigua del Chocó, yo la acerqué al francés de las islas, al francés antillano, al patois, que es como el castellano clásico y se puede acomodar para que refleje nuestra lengua chocoana.
¿Qué profesión tenía ella?
Ella era secretáire.
Sin embargo, en el prólogo que escribió su amigo Gustavo Vasco para su novela Las estrellas son negras, él dice que usted se casó con una condesa, y que por eso usted se convirtió en conde…
[Se ríe] A él le gustaba mucho hablar de eso. Ella era de una familia, no noble, porque en Francia tienen un límite que hace cierta diferencia: el verdadero noble es el que viene de Charlemagne, es decir, la nobleza de raza, de sangre, y hay otros que tienen un título, que incluye el del conde, pero que es dado por la Iglesia. Entonces con los que yo tuve el honor de estar, esos no pertenecen a los verdaderos, pero sí tenían títulos válidos.
Pero, en plata blanca, sí disfrutan de un título, y usted también llegó a tener el título de conde como dijo Vasco…
Ah, la familia de ella sí… [Se ríe]. A Vasco le gustaba el tema porque era una cosa extraordinaria: él no tenía lo que yo tenía, pero en cambio, yo era pobre, pero él no era noble. Él tenía la plata, pero yo tenía el título. Y además ambos éramos progresistas. Yo podía servir por eso para generar relaciones entre los grandes.
Usted era un conde como los nobles arruinados de las novelas de Balzac y Lampedusa. ¿Entonces Vasco le tomaba mucho el pelo con esto?
Ah, hasta el punto de que no pudo aguantarse de expresarlo públicamente. En esto él y yo fuimos al mismo tiempo distintos e iguales. Y ahora que él se fue, tú ahora pasarás a gozar del privilegio de poder tener relaciones con un conde.
¡Ah, qué honor!, gracias señor conde, siempre será un privilegio poder escucharlo y leerlo.
Por Juan Leonel Giraldo // Fotografía: Pablo Salgado
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 46 - OCTUBRE 2015
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