¡Hola !, Tu correo ha sido verficado. Ahora puedes elegir los Boletines que quieras recibir con la mejor información.

Bienvenido , has creado tu cuenta en EL TIEMPO. Conoce y personaliza tu perfil.

Hola Clementine el correo baxulaft@gmai.com no ha sido verificado. VERIFICAR CORREO

icon_alerta_verificacion

El correo electrónico de verificación se enviará a

Revisa tu bandeja de entrada y si no, en tu carpeta de correo no deseado.

SI, ENVIAR

Ya tienes una cuenta vinculada a EL TIEMPO, por favor inicia sesión con ella y no te pierdas de todos los beneficios que tenemos para tí.

Bocas

¿Cómo puede la música ayudar a una Colombia en paz?

El presidente del Berklee School of Music, Roger Brown.

El presidente del Berklee School of Music, Roger Brown.

Foto:Pablo Salgado / Revista BOCAS

BOCAS habló con Roger Brown, el presidente de la mejor universidad de música del planeta.

Jose Jaramillo
Veinticuatro años antes de ser nombrado presidente de Berklee –el mejor centro de estudios musicales del mundo–, Roger Brown se dio cuenta de que la música tenía el poder para cambiar vidas.
Fue a finales de 1980, cuando varias agencias de cooperación internacional, entre las que estaban Unicef y CARE, llegaron a los campos de refugiados de Nong Chan y Nong Samet, en la frontera entre Tailandia y Camboya. Ellos estaban encargados de coordinar la entrega semanal de bultos y semillas de arroz para casi 80.000 personas, con el fin de evitar una crisis alimentaria de proporciones épicas: como la gente estaba huyendo de la guerra entre el ejército vietnamita y el régimen comunista de Pol Pot –el líder de los jemeres rojos, conocido como uno de los mayores genocidas de la historia– llegaba a los campos prácticamente con lo que llevaba encima.
Roger Brown, uno de los estadounidenses que llegó a trabajar allí, describe la situación como un caos. Él, un joven de 23 años que había nacido en un minúsculo pueblo de Georgia, había dejado un MBA en Yale para apoyar esta labor humanitaria. Se fue con su futura esposa, Linda Mason, otra estudiante de Yale, que además era pianista del Conservatorio Rachmaninov, de París. La logística para entregarle los alimentos a la gente exigía evitar problemas con varios grupos armados que controlaban la zona, con el gobierno de Tailandia y con los líderes de cada uno de los campos, que muchas veces se veían tentados a contrabandear los mismos alimentos que les estaban regalando. Sin embargo, había un reto mucho mayor: el trabajo diario con los refugiados lo llevaba a encontrar historias devastadoras.
La violencia y el terror no discriminan ni en tiempo ni en coordenadas. El terror y las cicatrices que dejan los ejércitos son los mismos en las montañas de Camboya y en las del Magdalena medio. Brown cuenta que en los campos de la frontera camboyano-tailandesa conoció a niños de nueve años que pintaban en talleres de dibujo el asesinato de sus padres y personas que contaban cómo el ejército de Pol Pot asesinaba de acuerdo con la ocupación de la persona: un agricultor o un obrero era un ser útil para la sociedad; un músico, un escritor o un artista, en cambio, era un perpetuador de la burguesía, una influencia nociva para esa nueva Camboya.
Roger Brown era un baterista aficionado y tal vez por eso le impactó observar que el genocidio camboyano también había sido un genocidio cultural. “Como estadounidenses creíamos que lo de Camboya era solo un genocidio y una crisis alimentaria, pero nadie se había puesto a pensar en el hambre cultural que tenían estas personas”, explica. Unos años atrás, en Kenia –un país que no estaba en guerra, vale aclarar–, había sido muy fácil para él enrolarse en grupos tradicionales de góspel para conocer a fondo los ritmos congoleses, pero en Camboya reinaba el silencio. Entonces coordinó una actividad que parecía una extravagancia en un contexto de guerra: construyó un estudio de grabación en medio de uno de los campos de refugiados. Los músicos, tímidamente, empezaron a aparecer. A los pocos días, los casetes con las canciones que se habían grabado sonaban en todas las calles de los campos. Para él era claro que en una situación así también había que alimentar el espíritu.
Ahora Brown vive en Boston. En 2004 asumió la dirección general de Berklee School of Music, una universidad de Boston que ha graduado varias leyendas musicales de todo el planeta. Por sus salones de estudio han pasado el pianista de jazz Keith Jarret; el productor Quincy Jones; el guitarrista Joe Satriani; el dominicano Juan Luis Guerra; el baterista de Dream Theater, Mike Portnoy; el coreano Psy, que se volvió famoso por Gangnam Style, el video más visto en la historia de Youtube; y la cantante colombiana Marta Gómez, que con sus canciones que reinterpretan los rítmos folclóricos colombianos se convirtió en una de las principales figuras mundiales del jazz latino.
Brown piensa que la música popular, el jazz y el hip-hop son tan importantes para la cultura como la música clásica y los ritmos tradicionales que le muestran sus alumnos latinos, africanos o asiáticos. Bajo su batuta, Berklee se convirtió en una de las universidades pioneras en programas de internacionalización: abrió un campus en Valencia, España, y hoy ofrece una oferta de cursos en línea y clínicas en Colombia, India, China y Brasil. La visión de Brown es clara: hay que involucrar en la educación de la música la semilla de innovación y emprendimiento porque la industria musical es vital para la economía de países en desarrollo.
Usted creció en los años sesenta en Gainsville, un pueblo de Georgia sureño, pequeño y tradicional. ¿Cómo vivió usted todos los movimientos de derechos civiles y raciales? ¿Tuvieron eco en su forma de pensar?
Sí, definitivamente. Yo nací en 1956, era un poco joven para ir a Woodstock y estar en la protesta, pero era idealista. En esa época mi pueblo no tenía más de diez mil habitantes, era un área rural, entonces no había protestas allí, pero sí nos llegaba la música. Creo que una de las grandes influencias en mi vida fueron músicos como James Brown, Sly & The Family Stone, Neil Young… Las letras de sus canciones, sobre todo las que hablaban de raza y racismo me impactaban. Yo me veía confrontado por mi sociedad, que era blanca, segregada, desigual, y simplemente pensaba que había que cambiar las cosas. En parte, creo que mi decisión de ir a Kenia fue una forma de decir: quiero entender la tradición africana de una mejor manera. Es verdad que si hubiera querido estudiar la raza en Estados Unidos debería haber ido a Harlem, pero en ese momento fue mi manera de salir de mi pequeño pueblo y ver el mundo por mí mismo.
¿Tiene algún recuerdo de ese momento de confrontación?
Hay una canción famosa de Neil Young que dice: Southern man / better keep your head / don’t forget / what your good book said / southern change / gonna come at last / now your crosses are burning fast / southern man [hombre del sur / mantén el buen juicio / no olvides / lo que dice tu buen libro / el cambio en el sur / vendrá finalmente / ahora tus cruces / se queman rápidamente / hombre del sur]. Básicamente él decía: “¿Cómo pueden ser tan religiosos y tratar a las personas tan mal?”. James Brown decía Say it loud, I’m black and I’m proud [dilo fuerte, soy negro y estoy orgulloso]. Yo tenía 14 años y decía: “Este hombre realmente está molesto, si yo fuera él también lo estaría”. Recuerdo que esas canciones me hacían pensar que las cosas debían ser mejores.
¿Y qué pensaba su familia, una familia blanca, cuando usted escuchaba esas canciones?
No les importaba, pero sí estábamos inmersos en una sociedad muy conservadora. No es que la gente se detenga y diga: “¡Soy racista!”, sino que de manera silenciosa recibes un mensaje: “No cambies las cosas, te vas a meter en problemas; sé buen chico y ve a estudiar”. Pero debo decir que mis papás me apoyaron totalmente cuando decidí ir a Kenia, a Camboya, a Sudán… La gente de Gainsville pensaba que yo era un misionero cristiano, ese era el marco de referencia que tenían para alguien que se iba para África.

En Colombia existen por lo menos mil ritmos distintos, ¡eso es un activo inmenso! Es como un manantial infinito de donde los músicos pueden tomar muchas ideas diferentes.

Usted se fue a Kenia en la década de 1970 para enseñar matemáticas y física en un colegio, pero terminó animando a sus estudiantes a fundar microempresas…
En Kenia el sistema colonial inglés le había enseñado a la gente que lo mejor era ser un servidor civil: un maestro de colegio, un funcionario. Esos eran los trabajos de prestigio y se menospreciaban los otros oficios, porque eran trabajos de supervivencia. Cuando llegué, ninguno de mis estudiantes tenía opción de conseguir un trabajo en el sector público, entonces los ayudé a construir sus propios negocios. Primero un cultivo de vegetales que se vendían en un hotel turístico; ellos estaban acostumbrados a sembrar maíz, pero empezamos a producir calabacines, cohombros, melones…, pagaban bien porque esos vegetales eran escasos: recuerdo que la calabaza se vendía al mismo precio que la carne. Después dos estudiantes tuvieron la idea de producir bloques de concreto y en un par de meses estaban ganando más que nosotros, los profesores.
¿Cuál fue su papel ahí?
Creo que mi papel principal fue darles permiso. Que una mirada externa les dijera: “No hay nada malo en ganarse la vida con bloques de concreto o con calabacines”. También les ayudé a armar la estrategia empresarial e invertí en algunos equipos que necesitaban, me convertí en socio de ellos.
Y después estuvo en Camboya con un programa de Unicef…
Fue una historia totalmente distinta. Cuando estuve en Kenia era un profesor de colegio, tenía una vida tranquila. En Camboya estábamos en la mitad de una crisis humanitaria horrible por la guerra entre los jemeres rojos y Vietnam. Era el salvaje Oeste. Vivíamos en Tailandia conviviendo con una cultura que no conocíamos, y debíamos cruzar la frontera para llevar comida a campos de refugiados en Camboya, otra cultura que no conocíamos. Lo que encontramos fue un grupo de víctimas del régimen de Pol Pot: empezamos a ejecutar programas de terapia artística para los niños abandonados, y estos niños, de nueve años, dibujaban a sus padres decapitados por las tropas de los jemeres… Fue una experiencia difícil.
Tengo entendido que en ese contexto la música tuvo un papel relevante.
Una de las cosas que los jemeres rojos creían, dentro de su pensamiento marxista radical, era que toda la burguesía estaba corrompida. En ese grupo ellos incluían a todos los actores culturales: escritores, músicos, poetas. Los jemeres rojos veían al arte como una propaganda corrupta, entonces mataron a muchos artistas. Si no se escondían y dejaban de tocar, los músicos eran asesinados. Lo que encontramos en los campos de refugiados fue que Camboya había estado sin música por casi cinco años y como yo siempre he estado interesado en la música, conocí a un intérprete del tro, un violín artesanal de dos cuerdas típico de esa cultura. Un día lo vi tocando, era ciego, y le dije: “Wow, tú tocas muy bonito”. La gente decía que él era un músico famoso y que había dejado de tocar para esconderse del régimen, entonces un día le propuse: “¿Por qué no reúnes otros músicos y grabamos esto? Tenemos que traer la música de vuelta”. Recibí ayuda de algunas instituciones, unos mil dólares o algo así, y llevamos al campo un equipo de grabación; él reunió a otros músicos en un galpón y tocaron por horas. Fue magnífico. Luego hicimos copias en casete y la música tradicional empezó a sonar de nuevo en el campo de refugiados. Creo que hicimos mucho en el espíritu de esta gente al traerles su música de vuelta.
¿Cómo funciona la cultura en esos contextos de guerra?
Bueno, esta es mi teoría. Cuando había 100.000 homo sapiens vagando por la sabana era muy útil reunirnos en clanes y tribus, ser leales solamente a nuestro pequeño grupo y enfocar toda nuestra existencia en mantenerlo. Ahora que hay más de 7.000 millones de personas, ser leal solo a tu clan, a tu tribu, a tu familia, lleva a la guerra, el odio y la persecución. La manera más poderosa de enseñarle a la gente a conocerse y respetarse mutuamente es a través de la cultura.
¿Y cómo cree usted que la música puede transformar una realidad social? Por ejemplo, acá en Colombia.
Antes de responder debo decir que solo soy un observador, no puedo pretender que entiendo este país, pero hay algunas experiencias que conozco y que me hacen pensar que es posible hacer que la gente se reúna y se entienda mutuamente si se celebra la cultura. He visto que la terapia artística funciona muy bien con personas que han experimentado un nivel elevado de violencia o con gente que ha sido desplazada y cuyas vidas cambiaron radicalmente. Si el trabajo con música sirve para que ellos sanen como individuos, creo que la sociedad entera también puede sanar.
¿Conoce algún ejemplo específico?
Mi esposa estuvo visitando cerca de Medellín a unos niños que habían estado involucrados en grupos armados. Tenían entre 13 y 16 años. Ella lo intentó todo para involucrarse con ellos, pero ellos se mantenían callados, ensimismados. Hasta que ella preguntó: “¿Qué música les gusta oír?”. Entonces se espabilaron y empezaron a contar historias, a discutir: “No, a mí me gusta esto”, “¿Cómo te puede gustar eso si existe esto otro?”… El cambio fue instantáneo, si intentabas hablar con ellos de una manera normal siempre había un muro que impedía la relación, pero cuando comenzaron a hablar de música todos tuvieron opiniones e ideas. Empezaron a expresarse.
¿Y por qué pasa eso? ¿Por qué razón la música nos despierta de esa manera?
Esto lo sabemos por análisis que se han hecho de escáneres cerebrales: cuando la gente escucha música, la que sea, se activan más áreas del cerebro que cuando discutes, que cuando resuelves un ejercicio matemático o que cuando observas algo. La música estimula todas estas zonas del cerebro y creo que por eso tiene la capacidad de llegarle a la gente de maneras bastante inusuales. Además, el ritmo de las canciones suele estar sincronizado con el ser humano. El de las canciones más rápidas suele tener la misma frecuencia cardiaca del corazón de una persona joven que salta sin parar, y el de las más lentas, la de un deportista olímpico en estado de reposo. Como seres humanos estamos sincronizados con la música.
Últimamente en Colombia se habla mucho de la economía naranja. Hay sectores políticos que hablan de la importancia de fortalecer la industria cultural. ¿Cree que es posible pensar en una economía centrada en la cultura?
Sí lo creo. La cultura ya es importante, así no sea tan visible. Mira lo que sucede en Sevilla: hay cientos de clubes de flamenco, eso hace parte de su cultura y desde ahí se impulsa la industria del turismo. Un país como Colombia puede posicionarse como un lugar donde el turismo venga a aprender del ambiente, de la música, de la literatura. Además, la cultura ya es una parte significativa de la economía. Instituciones como el Banco Interamericano de Desarrollo están emocionadas por el crecimiento del sector cultural y yo creo que es un renglón que puede ser tan grande como la minería o la construcción, y que, además, contribuye a la sociedad de maneras mucho más amplias que la económica.

Mi esposa visitó a unos niños involucrados en grupos armados. Ellos se mantenían callados, ensimismados. Hasta que ella preguntó: “¿Qué música les gusta oír?”.

¿Cuál debe ser el papel del Estado en ese sector? Porque en muchos países los fondos públicos son los que dinamizan la cultura…
Voy a decir algo muy controversial y estoy seguro de que mucha gente va a estar en desacuerdo conmigo. Los dos países que más invierten en apoyo a la música son Francia y Alemania; el que menos invierte es Estados Unidos. ¿Qué sucede? En todo el mundo se escucha la música de Estados Unidos, ¿pero cuándo fue la última vez que escuchaste una canción alemana en la radio? No creo que el apoyo del gobierno al arte y la cultura sea una buena idea porque desde esas instituciones se tiende a defender una cultura de élite. El hip-hop, el rock n’ roll o el jazz jamás habrían ocurrido con el apoyo estatal a las artes, y esas son las formas artísticas que realmente revolucionaron el siglo XX. Yo creo que el rol del Estado está en la educación, en asegurarse de que los colegios expongan a los estudiantes al dibujo, la pintura, la danza, el teatro y la música, para que puedan desarrollar habilidades desde temprana edad y puedan apreciar y entender estas manifestaciones. Pero mira lo que sucede con El Sistema [Nacional de Coros y Orquestas Infantiles], en Venezuela. Soy un gran fanático de El Sistema y lo admiro, pero responde a un modelo que piensa que Mozart, Bach y Beethoven son superiores a los compositores populares. Ojo: no digo que haya nada malo con la música clásica, simplemente creo que en un programa así debe haber más música tradicional y popular. Soy partidario de que los artistas puedan crear lo que quieran crear y cuando hay fondos públicos de por medio no se suelen crear canciones u obras artísticas críticas hacia ese gobierno, por ejemplo.
¿Cómo hacer entonces para crear un ecosistema donde la música y la cultura puedan mantenerse como empresas o como proyectos sostenibles?
Yo creo que hay que fortalecer la cultura del emprendimiento. Ideas empresariales que hace quince años no existían, como Apple o Facebook, hoy son líderes de una industria. De la misma manera, música como el hip-hop, que fue incubada en el Bronx, hoy suena en todas partes: escuchas hip-hop de Indonesia, de Uganda, de Egipto. Incubar ideas nuevas es muy poderoso, por eso creo que hay que crear espacios donde las instituciones no pongan trabas, sino que dejen que los artistas hagan lo que la gente quiere escuchar.
¿Qué le llama la atención de la música colombiana?
Quincy Jones, un egresado de Berklee, dice que la música moderna es el triunfo del ritmo sobre la armonía y la melodía. Tú puedes decir que la música barroca es melodía; la clásica, armonía, y la moderna o popular, ritmo. La melodía y la armonía siempre van a ser importantes, pero piénsalo: el ritmo es esencial. En Colombia existe un patrimonio de por lo menos mil ritmos distintos, ¡eso es un activo inmenso! Es como un manantial infinito de donde los músicos pueden tomar muchas ideas diferentes, no necesariamente para crear música tradicional, sino para tomar ideas rítmicas y ponerlas en un contexto moderno. Yo amo la música colombiana, si me tocara definirla en una palabra diría que es energía.
¿Cuál es el papel de Colombia en los planes de Berklee?
Hace seis años dijimos: “Necesitamos construir una estrategia global, pero es imposible hacer presencia en doscientos países”. Escogimos cuatro: Colombia, India, China y Brasil. Colombia es el más pequeño de esa lista, pero lo escogimos por el calibre del talento que tenían los estudiantes colombianos que llegaban a Berklee. La música no puede ser una industria extractiva y pensamos que mucho de lo que hacemos en la escuela puede servirle a Colombia. Además de los proyectos de terapia musical, estamos ayudando a desarrollar un ecosistema musical en donde se puedan rescatar varios ritmos tradicionales e indígenas. Estamos haciendo clínicas para personas que no pueden ir a estudiar a Boston, estamos lanzando cursos masivos en línea que son gratis y en español, entonces alguien que viva en cualquier pueblo pequeño solo necesita conseguir internet y puede conectarse con Berklee.
¿Qué canciones lleva en el celular el presidente de Berklee?
Me da un poco de vergüenza decir que casi no exploro música por iniciativa propia, la mayoría de las veces los estudiantes me envían lo que hacen.
¿Algo interesante que le hayan recomendado últimamente?
¡Es que me envían tanta música! A veces quedo un poco abrumado, pero intento tener la mente abierta. Incluso si es una canción que no me gusta, intento escucharla de nuevo. Yo siempre les digo a mis estudiantes que si a mí me gusta la música de ellos, probablemente estén haciendo algo mal. Yo tengo sesenta años y la música popular está diseñada para que los padres la odien y los hijos la amen. Mira lo que pasa con el reguetón: todo el mundo lo odia excepto una mayoría inmensa de personas que lo adora. Lo mismo pasó con el rock n’ roll: mis padres odiaban The Beatles y The Rolling Stones. Yo trato de escucharlos, apoyarlos, mantener una mente abierta y simplemente animarlos a seguir trabajando.
JOSÉ AGUSTÍN JARAMILLO
FOTOS: PABLO SALGADO
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 64 - JUNIO 2017
Cómo hacer sonar el mundo
Entrevista con Roger Brown
Por José Agustín Jaramillo. Fotos: Pablo Salgado

Cómo hacer sonar el mundo Entrevista con Roger Brown Por José Agustín Jaramillo. Fotos: Pablo Salgado

Foto:Revista BOCAS

Jose Jaramillo
icono el tiempo

DESCARGA LA APP EL TIEMPO

Personaliza, descubre e informate.

Nuestro mundo

COlombiaInternacional
BOGOTÁMedellínCALIBARRANQUILLAMÁS CIUDADES
LATINOAMÉRICAVENEZUELAEEUU Y CANADÁEUROPAÁFRICAMEDIO ORIENTEASIAOTRAS REGIONES
horóscopo

Horóscopo

Encuentra acá todos los signos del zodiaco. Tenemos para ti consejos de amor, finanzas y muchas cosas más.

Crucigrama

Crucigrama

Pon a prueba tus conocimientos con el crucigrama de EL TIEMPO