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Bocas

Dora Franco, la diva de la fotografía

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Foto:Sebastián Jaramillo

BOCAS habló con la fotógrafa colombiana para su edición 90. 

Diana Estrella
En 1968, el año que cambió al mundo con el estallido de revueltas como las del Mayo francés, la Primavera de Praga, las protestas contra la guerra de Vietnam y la matanza de estudiantes en Tlatelolco, Dora Franco, una imperturbable estudiante de artes plásticas de la Universidad de los Andes, escuchaba Hey Jude, de los Beatles, y posaba para las primeras imágenes de una modelo colombiana desnuda que se colgarían en una galería. Tenía 23 años.
En la biblioteca del periodista Eduardo Mendoza, Abdú Eljaiek fotografiaba esa figura lánguida de piernas largas, pelo lacio hasta la cintura y ojos almendrados, sombreados con espesas líneas negras al estilo de las diosas egipcias. El país del Sagrado Corazón se estremecería con la revolución de una Dora que, sin pensarlo, había abofeteado con sus tetas –como ella misma lo dice– la mojigatería de una Colombia en la que hippies y nadaístas eran mirados con recelo, en tanto nacía una corriente de artistas plásticos considerada hoy madre de las manifestaciones posteriores.
En la mitad de todo ese torbellino estaba la muchacha nacida en Medellín pero criada en inolvidables paseos en la finca familiar de San Martín, Meta, donde despojarse de toda la ropa para lanzarse a cascadas y lagos era el plan preferido de los siete hijos de Juan Franco (de Jericó) y Emilia Restrepo (de Manizales). “Mamá era la niña de una familia muy bien, de las que habían nacido con la finalidad específica de casarse y engendrar muchos hijos; pero era muy de avanzada y vivía leyendo. Mi papá era un hombre de negocios”.
Y ese oficio paterno fue el que los trasteó del tingo al tango y sembró en Dora el espíritu gitano que en 74 años (29 de abril de 1945) la ha llevado a vivir en Moscú, Nueva York, San Francisco, Río de Janeiro, Madrid, París, Roma, Miami y San Diego, donde se estableció –quién sabe hasta cuándo– para ayudarle a su hijo divorciado Michael Chunn (45) en la crianza de Nathaly y Kevin, los nietos de 12 y 13 años que aún no tienen conciencia de que esa abuela puede contar historias más interesantes que las plasmadas en cualquier libro de relatos infantiles.
Hablar con Dora es asistir a una sucesión de fotogramas, pues cada relato está acompañado por una minuciosa descripción del momento, la luz y los colores de la escena. Como a los 16, cuando a las 8:30 de la mañana pasó frente al café Metropol, en el centro de Medellín, cerca de la casa de su abuela paterna –Tula-, con su uniforme del Sagrado Corazón y a contraluz vio acercarse una silueta que la intrigó. “Vino y me sonrió, me dijo ‘Hola, nena’, con su pelo largo. Era muy distinto a todos los parroquianos que se veían por ahí”. Fue años después, en Bogotá, cuando se lo topó, que se percató de que era Gonzalo Arango.
A Bogotá se mudó para cursar la universidad y alquiló un apartamento en el sector donde hoy están las Torres del Parque, zona de artistas y bohemios, donde todas las tardes y noches se compartían vinos y se hablaba de literatura. La Colina de la Deshonra, así se le conoció al sector donde vivían, entre otros, Ana Mercedes Hoyos, Hernán Díaz, Beatriz Daza, la baterista Peggy Trombley, Feliza Bursztyn, Enrique Grau y Darío Morales. En los Andes, con escenografías de Feliza, actuó en obras de Paul Foster y Fernando Arrabal, dirigida por Kepa Amuchastegui.
Una bien ganada reputación como modelo para artistas la convirtió en celebridad. Siempre escoltada por Arango, Amílcar U., Eduardo Escobar y toda la corte de nadaístas, gracias a su belleza y desenfado, era el centro de atención. Como cuando llegaron a un recital en la Media Torta y el público gritó: “¡Llegó Dora, llegó la reina!”.
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Foto:Sebastián Jaramillo

También en 1968, Omar Rayo, Hernando Tejada, Alejandro Obregón, Fernando Botero, Grau, Manolo Vellojín, David Manzur y Olga Amaral pintaron sobre las telas de los vestidos que modelaron Alba Lucía Ruiz, Estrella Nieto, Marlene Henríquez y Dora Franco, entre otras, en el Salón Rojo del Hotel Tequendama. Gloria Valencia presentaría el ‘Desfile del Año 2000’, que no solo sería el primer atisbo del llamado Fashion Art, sino que además fue el primer evento de moda transmitido por la televisión y el comienzo de esa industria.
“¡Ay, no!, si vamos a empezar con mi listado de novios, no terminamos”, dice entre carcajadas para confirmar que se enamoró y se enamora con facilidad. Como cuando conoció al poeta ruso Yevgeni Yevtushenko, un amor intermitente que solo terminó hace dos años y medio, cuando murió de un infarto. Como testamento, en el 2011, el escritor publicó un extenso poema titulado Dora, en el que hace una confesión pública de la intensidad del romance que sobrevivió por encima de las múltiples relaciones que ambos fueron estableciendo. La foto del libro, de Rex Dragonier, que entonces trabajaba para la revista Life y había llegado al país para seguir los pasos del poeta, fue tomada en el Amazonas cuando la pareja, acompañada por Arango, se fue de correría.
Cuando vivir en Colombia se volvió insoportable, buscó la tarjeta que le había dado Dragonier, que conocía a la poderosa Wilhelmina Cooper, top model y dueña de la agencia del momento. Dora compró un tiquete de avión. “Para una colombiana llegar a Nueva York era como aterrizar en Marte. No teníamos tanta información en la televisión, ni nada sobre viajes. Me di cuenta de que era el sitio donde quería realizar cosas”. No se equivocó. La primera semana, caminando por el lobby del Plaza, un fotógrafo que estaba en plena sesión no paraba de mirarla. Así consiguió su primer trabajo en el exterior.
En San Francisco estudió cine, trabajó en una producción de Francis Ford Coppola, actuó bajo órdenes de Steven Arnold en Luminous Procuress (1971), una cinta que como viaje alucinógeno retrataba la sicodelia de esos tiempos, y un año más tarde hizo una pequeña aparición en Roma, de Federico Fellini. Después, en Colombia y con Julio Luzardo, rodó Una tarde, un lunes.
Tomó sus primeras fotografías con una Nikon, en 1968, durante un viaje por el Amazonas. Su primer ‘modelo’ fue el poeta ruso Yevtushenko, pero fue más un juego de seducción. Fue en la ciudad estadounidense más liberal de los años 70 donde un nuevo romance, esta vez con un fotógrafo, le hizo entender que esa emoción intensa que las obras de los impresionistas le producían tenía que ver con un refinado gusto estético que había ido cultivando, pero sobre todo, con el encantamiento por la forma que la luz daba a las cosas y las personas. “Después de tanto tiempo como modelo, siempre que posaba pensaba en cómo haría esa foto”. En todo eso también ayudó su tránsito por el cine y el contrato que firmó con la compañía de filmografía Marimekko. En Colombia, su vecino Hernán Díaz y Patricia Uribe serían los maestros para afinar y aprovechar ese ojo de fotógrafa que sería su manera más efectiva de expresar la belleza.
¿Cómo fue esa primera propuesta para posar desnuda?
El pintor Julio Castillo, que estaba en la escuela, me preguntó que si posaría desnuda, pues estaban buscando una modelo como yo. Le conté a mi mamá y me dijo que mientras no pasara ninguna cosa mala para mí, estaría bien. No recuerdo cuánto me pagaban, tenía que estar entre tres y cuatro horas estática, con un frío infernal; pero era divertidísimo, pues había unas tertulias maravillosas.
¿Qué tan fácil fue?
Siempre ha sido natural. Desde muy temprana edad tengo una comunicación fluida con mi cuerpo; de mí, conmigo. No creo que mi cuerpo sea el más perfecto ni el más hermoso; jamás lo quise, ni lo pensé; sino que es mi cuerpo. Cuando estoy en el clima adecuado y sola, para no molestar a nadie, estoy sin ropa, porque me hace sentir muy bien, me hace sentir que estoy conmigo misma.
Y acá, donde le hacemos tantas loas a la rubia de ojos azules, usted que es una indígena…
Me encanta ser india, me fascina mi color, me gustan mi piel, mis ojos. Siempre me sorprendía por qué en Nueva York me escogían de modelo, en vez de a una rubia divina.
¿Cómo aparecieron las primeras fotos desnuda?
Los pintores y fotógrafos empezaron a buscarme, porque decían que yo era linda y muy buena modelo. Una cosa cierta es que siempre me senté distinto, caminé distinto, siempre tuve el cuello distinto, y eso les gustaba. No tengo archivo de eso, porque nunca pensé que lo que estaba haciendo fuera importante. Luego vino Abdú Eljaiek y me propuso posar para ilustrar un libro de poemas (1968) con algunos desnudos.

Mis desnudos sirvieron para abrir una puerta que estaba cerrada en este país. Yo la abrí a golpe de tetas

Y estalló el escándalo…
Porque las fotos iban acompañadas por una exposición en el Colombo Americano. Para esa noche, influenciada por la moda, me puse un vestido de minifalda blanca muy Mary Quant, que tenía el cuello alto y las mangas largas, llevaba unos botines y un sombrero blancos. La exposición fue un éxito. Pero al salir había unas 50 personas, hombres y mujeres, que me gritaban “puta, cochina, cómo se atreve a hacer eso, a salir en pelota”. Me tiraron huevos y tomates.
¿Cómo empezó la relación con los nadaístas?
Por ir y venir entre artistas, me volví a encontrar con Gonzalo Arango y Amílcar U. Me fui uniendo a ellos, que me decían ‘la Modigliani’. Así me puso Gonzalo por mi cuello largo. Todos los días nos reuníamos en El Cisne, un bar que quedaba cruzando la séptima con 26, al otro lado del Museo de Arte Moderno, donde ahora está el edificio Colpatria. De allí salíamos para un recital a un parque o a una fiesta.
¿Era consciente de la importancia de ese movimiento?
No, soy consciente ahora. Además, creo que en Colombia hay una gran ignorancia acerca de un movimiento tan importante como fue el nadaísmo. Ellos rompieron los esquemas de la literatura colombiana.
¿De qué vivían?
El uno vivía del otro. Gonzalo de pronto vendía un artículo o un poema. Además, como se pusieron de moda, nos invitaban a fiestas elegantísimas.
¿Drogas?
A los nadaístas les gustaba tomar trago y fumar marihuana. A mí, las drogas nunca me han gustado. No me sientan, el licor tampoco me cae bien.
¿Quién fue Yevgeni Yevtushenko?
Se supone que era el mejor poeta vivo del mundo. Venía enviado por el gobierno ruso de Nikita Khrushchev, para hacer un acercamiento cultural (1968). Gonzalo recogió a Yevtushenko y se adoraron desde el primer momento; tanto, que escribieron El colibrí y el oso, un libro sobre ese encuentro y su amistad. Camino al hotel, Gonzalo le dijo: “Te tengo un regalo y tiene los ojos más bellos que nunca has visto”. Pues el regalo era yo.
¿Y qué pasó?
Gonzalo llevó a ‘Yevnia’ (así lo pronuncia Dora) al Zaguán de las Aguas, en el centro. Yo me estaba comiendo una rama de perejil. Me preguntó cómo se llamaba eso, se acercó, me besó en la boca y me arrancó la rama. Luego escribió un poema que se llama Perejil. Quedamos locamente enamorados.
¿Es cierto que tenía una relación con Brigitte Bardot?
Era el novio de la Bardot, yo se lo quité. Él me contó. Tuvimos una relación interminable durante todas nuestras vidas, hasta que murió (1 de abril del 2017, a los 84). La última vez fue en Moscú, hace tres años, que lo acompañé a grabar un documental de la televisión rusa acerca de su vida y su obra. Increíble cómo un hombre puede llenar el espacio interior de una mujer con tanta belleza y fantasía.
¿Por qué no se quedó a su lado recorriendo el mundo?
Intenté vivir en Rusia, pero en esa época era un mundo muy distinto al nuestro, donde todo estaba racionado. Me aterrorizó ver, desde el balcón, las filas de gente en la nieve esperando para que les dieran un par de zapatos o un salchichón. Optamos por una relación con encuentros en diversos sitios a los que él viajaba por temas de trabajo y yo llegaba. Allí estábamos unos días o varias semanas juntos. Así fue toda la vida.
¿Pero él tenía una posición privilegiada en la Unión Soviética?
¡Absolutamente!, no teníamos que hacer filas. Él tenía una casa en las afueras de Moscú, donde además había un museo con obras de grandes pintores del mundo, entre ellos Kandinsky.
Y las esposas de su momento, ¿cómo las manejó?
No sé, no me interesaba sino él y nuestra historia cuando nos encontrábamos.
¿Qué aprendió en las clases de Marta Traba?
Era una maga absoluta, no era una profesora tradicional sino una narradora, una médium entre esas obras de arte y el público fascinado que la escuchaba.
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Foto:Sebastián Jaramillo

¿Cómo fue su relación con Negret?
Mi hermano Guillermo y yo fuimos muy cercanos a Édgar Negret, desde cuando entramos a la universidad hasta que murió. Él era como su obra. De los artistas que conozco, fuera de Dalí, Negret estaba reflejado en su obra. Era geométrico, todo lo hacía con una perfección milimétrica, medida y colorida. Le fascinaba cocinar, nos hacía pasta y pollo a la cazadora. La forma como cortaba todo y lo ponía, como cocinaba y servía. Era igual a como hacía los bocetos de sus esculturas.
¿Y Obregón?
Era un torrente, como Zorba, el Griego, tenía esa vitalidad y una energía emocional que se salía de su cuerpo. Él y (Álvaro) Cepeda Samudio tenían esa fuerza completamente animal, eran como un volcán que hervía todo el tiempo.
¿Grau?
Fui su modelo muchísimas veces. Un artista con un refinamiento, una creatividad y un manierismo impresionantes que se ven en sus cuadros. Recuerdo cómo me arreglaba para pintarme, como cuando me hizo como Mata Hari.
¿Cómo es eso de que Feliza Bursztyn le quitó un novio?
Conocí a una galerista austriaca-argentina que se llamaba Renee Frei. Ella juntaba a mucha gente y entre ellos estaba Feliza, que era una divertida de muerte. Grandotota, completamente distinta a su época, y había estudiado en París. Yo llevaba como año y medio de novia con Kepa (Amuchastegui) y ella me lo quitó. Él simplemente se fue con ella.
¿Le dio ‘tusa’?
Claro, pero luego nos divertíamos recordando esa anécdota. Nunca me he enemistado porque me hayan quitado un novio.
¿Fueron más atrevidas las siguientes fotos que le tomó Hernán Díaz?
Fueron muy cuidados los ángulos. Él quería a una pareja haciendo el amor para una revista de Estados Unidos (1971). Ya era una modelo más o menos famosa y posé con mi novio de ese momento, Toño Wok, un modelo chileno. Después se usaron para ilustrar un poema de X, que se llamaba Erótica, en la revista Nadaísmo 70, de Gonzalo Arango.
¿Fue entonces cuando se tuvo que ir del país?
Empezó a crecer una atmósfera muy crítica, por la religión y tanta mojigatería. La gente había visto revistas con modelos desnudas, libros de arte, esculturas, pero era la primera vez que el país veía desnuda a una colombiana con unos fotógrafos colombianos. Yo llegaba a las fiestas y el lugar se dividía entre los señores que se morían por saludarme y las señoras que me odiaban. Se volvió un mundo muy raro. Por ejemplo, pedía cita en la dentistería y me la daban al final de la tarde. Lo primero que hacía el odontólogo era acostarme lo que más podía en la silla y casi que subírseme encima. Muchos hombres se confundían y creían que yo era ligera de cascos, cuando siempre he elegido a las personas con las que he querido estar.
Pero era la época del hippismo y el amor libre…
Pero es que el amor libre lo relacionaban solo con el sexo y el libertinaje; cuando el sentido es que uno debe tener libertad de amar a quien quiera. Además, todo eso en Colombia era de dientes para afuera.
¿Para qué sirvieron sus desnudos?
Mis desnudos sirvieron para abrir una puerta que estaba cerrada en este país. Yo la abrí a golpe de tetas. Para mí, los senos son simplemente una parte más de la anatomía, como la rodilla o el hombro.
¿Qué pasó con las artes plásticas?
Yo hacía lo mío, fui muy buena escultora, abstracta. Me gustaban Negret, Moore, Giacometi, César, Feliza. Pero no me atrevería a retomarlo porque mi único camino en el mundo, hasta el día que me vaya, es la fotografía.
¿Cómo fue el encuentro con Dalí?
En Nueva York, mi amiga Arlet Concha me dijo que Dalí buscaba una modelo para unos bocetos de la Virgen. Lo sabía porque conocía a Jan Larriaga, dueño del restaurante Le Mistral, al lado del Plaza y donde comía Dalí. Me fui con un vestido negro, largo. Tenía el pelo muy muy largo, llegué con toda la cabeza llena de trencitas. Dalí tenía su mesa aparte y un sillón especial para comer, al fondo del restaurante. Se quedó mirándome y gritó ¡Clitemnestra! Siempre me llamó así.
¿Se vistió así para impresionarlo?
No, yo me vestía así.

Dalí tenía su mesa aparte y un sillón especial para comer, al fondo del restaurante. Se quedó mirándome y gritó ¡Clitemnestra! Siempre me llamó así

¿Qué le produjo?
Me pareció muy raro su comportamiento, no era como todo el mundo, comía y se paraba distinto, decía cosas diferentes. Además de sus bigotes, usaba traje de terciopelo, sus broches, un bastón y su chita, pues cuando lo conocí siempre andaba con su mascota. Dijo que quería que trabajara para él, que fuera al Saint Regis –ocupaba todo el quinto piso del hotel–, a la hora del té, para que habláramos.
¿En qué época creativa estaba?
Lo conocí cuando ya estaba muy desmejorado, tanto física como mentalmente, por el párkinson. Ya había pintado una de sus últimas obras maestras, Tuna Fishing. En ese momento se dedicaba sobre todo a hacer los grabados y trabajaba mucho en joyería. Hizo muchos bocetos míos, pero no tengo nada, no tengo obra de Dalí.
Pero usted tenía una joya, una serpiente que le había regalado…
Sí, era una serpiente que se podía usar como gargantilla o brazalete, pero no la tengo. Yo no guardo nada, seguro la perdí en alguno de mis viajes.
¿Cómo es la historia de las mariposas azules?
Como tenía tan mal pulso, siempre comía con unas servilletas muy muy grandes, que le cubrían todo el pecho. Todos los días tomaba té con tostadas y les echaba miel. Una tarde, cuando en el grupo estaba Mia Farrow, llegaron unos admiradores brasileños y le trajeron una colección de mariposas azules disecadas. Las puso encima de la tostada y se las comió. Hizo tostadas para todos con las mariposas. Decía que uno debía ingerir a los seres amados, que la mandíbula era la maquinaria más importante que nos había impulsado a la civilización y que comer, comer, comer era lo primordial. Cuando murió su chita, organizó un gran banquete para que nos comiéramos a su mascota. Incluso había dicho que cuando muriera Gala, se la iba a comer. No lo logró, porque aunque ella se murió antes, Dalí estaba muy deteriorado.
¿Cómo era eso del modelaje de las joyas?
Hacía shows para la alta sociedad neoyorquina, como las Rockefeller, las millonarias de Texas, las grandes coleccionistas de Dalí que ya habían adquirido los cuadros, porque ya no había más pinturas. Por eso, tantos cuadros que aparecieron después son falsificaciones. Una modelo negra y yo mostrábamos las joyas. Nos vestían de negro absoluto, nos peinaban de distintas formas, él sacaba las joyas. No las podíamos tocar porque tenían alarmas. Las señoras se acercaban y las miraban.
¿Cómo era Gala?
Dalí era mucho menor (diez años). Vivía también en el Saint Regis, pero en otra habitación. Se supone que era una de las mujeres que más cirugías plásticas se había hecho. Y dicen que le pagaba con cuadros de Dalí a su cirujano plástico argentino. Le encantaban los hombres jóvenes y muy guapos. Cuando los conocí, pocas veces estaban juntos. Casi nunca salía, veía a muy poca gente, a su peluquero, porque sus peinados eran muy elaborados, y a su maquillista. Se vestía y se comportaba como estancada en los años cuarenta, con sus sombreros, sus abrigos de hombreras.
¿Qué pasó entre Dalí y Yevtushenko?
Los presenté en el restaurante del primer piso del St. Regis. En ese momento estaban Catherine Deneuve y Gala. Dalí le dijo que adoraba el sistema de Stalin y que además a él no le hubiera importado morir viendo la hermosura de un hongo atómico. El ruso, que era un gran humanista, se ofendió, se levantó y se fue. Nunca se volvieron a hablar.
¿Qué tan cierto es que sus fiestas eran bacanales?
Dalí no bebía, su forma de ser era natural. Solamente tomaba un poco de vino tinto. ¿Bacanales? Yo nunca llegué a asistir a ninguna, pero claro que en algunas fiestas había gente desnuda, pero en esa época era normal; como que algunos aparecieran vestidos de faunos o ninfas.
¿Es cierto que Catherine Deneuve es fría y distante?
La he fotografiado cinco veces. Es la modelo y el personaje más conflictivo que he tenido delante de mi cámara. Conozco a muchas superdivas, pero ella es la peor por su comportamiento. Es déspota, se siente superior a todos y nunca sonríe.
Conoció a Andy Warhol…
Mucho, estaba dentro del grupo. También a Ultravioleta y todos los que trabajaban con Warhol. Era muy extraño, no tenía conversaciones sino comentarios, no se podía dialogar con él, siempre estaba observando, con su cámara.
¿Qué le queda de esa época?
De Dalí, solo tengo una firma y una daga de plata que me regaló.
Y luego se fue para San Francisco…
No soporté más el invierno de Nueva York. En San Francisco viví con un gran amor que se llama Greyson Mathews, un fotógrafo que me acercó a ese mundo. Estudié cine y fotografía en el San Francisco Arts Instituto, trabajé en producción de cine y también actué. Firmé contrato con Paramount y volví a Colombia para ver a mi familia, pues llevaba mucho tiempo lejos. Me enamoré de un hombre del que no puedo decir su nombre, y no regresé. Conocí a Patricia Uribe, la fotógrafa, y comencé a trabajar con ella.
Pero en Estados Unidos ya había estado cerca de grandes fotógrafos…
Sí, como Richard Avedon, James Moore, Hartmann –que era el fotógrafo de Dalí– y todos los grandes del momento.
¿Qué puede decir de Avedon?
Era superfamiliar y muy sencillo trabajar con él. Antes, uno se sentaba como modelo y simplemente posaba. Con Avedon había que incluir movimiento.
¿Cómo se ganó un espacio en la fotografía?
Porque ya traía aquella escuelita, de haber trabajado y visto a los mejores. En Colombia ya había más oportunidades y más comercio de moda y diseñadores. Además, Hernán Díaz y Patricia también habían cambiado la fotografía en el país. Hernán, hasta el momento de su muerte, conservó la escuela de Avedon. Patricia fue una innovadora de la imagen, manipulando la fotografía y mostrando de forma diferente.
¿Usted mira todo con ojo de fotógrafa?
Podrán decir que estoy loca, y sí, es cierto. Creo que los fotógrafos observamos distinto, pues vemos a través de la luz; cómo la luz toca las cosas, cómo las embellece y ensombrece. Nunca se me olvida que soy fotógrafa, porque todo el tiempo hay un imán sobre mí. En la cotidianidad hay momentos mágicos que la información estética permite destacar.
¿Cómo define su fotografía?
Soy fotógrafa de Fashion and Beauty, lo digo en inglés porque yo trabajo en inglés. Y eso es lo que busco y el mensaje que quiero establecer con cualquiera que vea mis fotos. Quiero sacarle la belleza al objeto o a la persona que esté fotografiando. Aún en gente, cosas o espacios que no serían considerados bellos dentro de unos ciertos cánones, hay belleza. Porque eso es una energía y no solo una característica física. Es imposible decir que solo hay un tipo de belleza. Yo la encuentro en todas partes, y eso es lo que fotografío.
A veces pareciera que sus desnudos robaran atención sobre su fotografía…
También me pregunto por qué en Colombia el desnudo ha sido más importante que mi obra, aunque sería pretencioso pensar que mis fotos son más importantes.
¿Qué pasó con esa finalidad de tener un hogar tradicional con la que, según decía su mamá, nacían las mujeres de su época?
He sido una trotamundos y muy ansiosa de conocimiento. Voy a morir con una cámara en la mano, no sé cuándo, pero así será. Esa es mi finalidad.
¿Ahora está enamorada?
No, estoy en un momento de paz y tranquilidad conmigo misma. Salgo con alguna gente, pero no pienso en este momento en una relación larga sino en disfrutar el presente. Mis prioridades son mi trabajo, organizar mis cosas y mi familia.
POR DIEGO LEÓN GIRALDO
FOTOGRAFÍA SEBASTIÁN JARAMILLO
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 90. OCTUBRE - NOVIEMBRE DEL 2019
Diana Estrella
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