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LA BELLA Y LA BESTIA

La bella: Yvonne Nicholls

Por OSCAR COLLAZOS
Veinticinco años de vida pública han hecho de ella un personaje de controversia, aunque uno diría que a esta dama se la toma o se la deja, sencillamente. Quienes la conocen la quieren; quienes la desconocen, la imaginan como en verdad no es. Pero ella, convertida acaso en un poder en la sombra, es esa clase de mujer que uno adivina sentimental y sincera, intransigente en sus afectos y desdeñosa en sus malquerencias. Si la historia de su vida se midiera por las fotos de las personalidades que la han adornado con su amistad, Yvonne Nicholls daría la dimensión de un suprapoder conseguido con el dulce encanto de la seducción, que en ella no parece declinar con los años ni con la soledad que la ha llevado a ser la soltera impenitente de nuestra jet set.
Halagada por quienes la consideran imprescindible y secretamente calumniada por quienes no han merecido pasar por su salón, sabe que los hilos invisibles que la vinculan a ex presidentes y celebridades de todo orden es solo el resultado de una virtud espontánea y natural: no busca, la buscan; no pide, la solicitan; no lagartea, ella es la lagarteada. En tal situación, es lógico que sea plato diario de controversias. Hasta su vida privada, que las secciones de la cosa ligera ventilan sin pudor, tiene el sello de una libertad que ella sólo consulta a los latidos de su corazón. En este terreno, se dice que han sido muchos sus amores, pero acaso sean menos de los que le inventan.
Tal vez sepa que los personajes públicos son un espejo en el que muchos se miran, que mirada en la vitrina donde se asoma con sus hermosos ojos claros, solo le basta ser ella misma para que la maledicencia le invente la personalidad que no le corresponde. Por ello uno la adivina soberanamente libre, quizá melancólica en la certidumbre de su soledad, esa elección que hombres y mujeres perfeccionamos para poder vivir en el sólido mundo de la amistad mejor que en el incierto relámpago de los amores. A la larga, no será el glamour de su presencia pública lo que la volverá memorable sino la constancia de sus amistades, la caja fuerte de sus confidencias y los secretos que merecían la pluma de un memorialista.
La bestia: Fabio Valencia Cossio
Animal político con piel y astucia de zorro, debe de haber aprendido como aprendemos los pobres: peleando a brazo partido un lugar en este mundo, el que otros heredan sin mover un dedo. Así se va curtiendo el instituto, se van acumulando mañas en la inteligencia, que es primero la palanca de la supervivencia. El misterio de este hombre que unos condenan por manejar los hilos de un poder atado a su propia maquinaria y que otros admiran por ser el resultado de una tenacidad individual a prueba de zancadillas y tropiezos, se resuelve con un solo argumento: no ha hecho nada distinto, aunque lo haya hecho mejor, a lo que han venido haciendo sus grandes detractores.
El honorable podría ser liberal como es conservador. De ambos partidos ha salido el modelo que perfecciona: la política es el ejercicio de la astucia, que no se concibe sin la eficacia inmediata. Nada de lo que él ha conquistado es distinto a lo que otros, con menor éxito, hubieran querido conquistar con los mismos recursos y estrategias. Lo que se le reprocha es lo que se le podría reprochar al estilo de hacer política que impusieron liberales y conservadores.
Enérgico, parecería que al vislumbrar una encerrona toma un atajo salvador, que al adivinar la trampa en el camino, la elude con esa zorrería de quien fue pobre y aprendió a defenderse a dentelladas. No lo supondría sincero y solo lo supongo sincero a medias. La sinceridad, que es un virtud en los desinteresados, es la peor inversión en los que ambicionan el poder, esa enfermedad incurable que alimenta al ego más de lo que podría alimentar a la fortuna personal. Fabio, cabeza visible de un clan acomodado en la administración pública, parece mostrar el corazón solo a aquellos en quienes confía ciegamente. A sus hondas raíces antioqueñas debe la suspicacia, esa tendencia defensiva que tanto en el empresario como en el culebrero dan el perfil de ese pueblo que no entiende de derrotas. No importa el precio que se pague: la moral del triunfo no atiende a los medios: los fines son un imperativo categórico.
Por OSCAR COLLAZOS
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