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EL HOMBRE DE EL CARTUCHO

En el lugar donde más seguro se sentía, lo mataron.

En el lugar donde más seguro se sentía, lo mataron.
Fue un balazo certero en la nuca, disparado por un desconocido que se disfrazó de indigente. Por eso no sospechó de nadie. Vivía rodeado de habitantes de la calle que aprendieron a respetarlo.
Lo vi por primera vez hace dos años. A primera vista, me pareció un tipo ordinario, terco y desafiante. Después supe que se trataba del líder de las tres protestas más violentas que ha vivido Bogotá en los últimos años. Su nombre completo era José Ernesto Calderón.
El día que lo contacté estaba muy agitado. Al despedirnos, olvidó apagar el aparato y entonces pude escuchar su voz jadeante: " Pero qué se hicieron esos hijueputas?...Hay que levantarlos a palo pai que aprendan".
El Locoi Calderón, el hombre de la calle de El Cartucho, usaba sin descanso el celular. Ignoraba todo sobre computadoras pero no toleraba que sus hijos fueran inferiores a ellas. Conducía una camioneta Land Crusier a toda velocidad y llevaba encima tres millones de pesos en cadenas y anillos de oro.
Vivió cada uno de sus 48 años con la misma velocidad con que aprendió a robar y fumar marihuana. A los cinco años ya había dejado la casa. No soportó el abandono de su madre ni las borracheras de su padre.
A los seis, pertenecía a una pandilla de 20 niños con los que se pegó sus primeras trabas: retiraba las tapas a los tanques de gasolina de los Plymouth y los Dodge, y aspiraba el fuerte olor hasta quedar ido. De paso, se robaba las tapas y las vendía. Así comenzó su historial delictivo.
En la calle 12, tenía su cuartel , una inmensa bodega atiborrada de material reciclable en el primer piso y de seres humanos desparramados en colchones malolientes en el segundo. Calderón había vuelto al barrio 18 años atrás. Desde entonces su vida había estado ligada a la de miles de indigentes.
También distinguía a los asaltantes de vehículos y no los toleraba. En esas andaba cuando dejó el celular encendido: buscaba a cuatro ladronzuelos que acababan de robarle la máquina de escribir a un fiscal cuando iba en su carro.
El Loco infundía respeto a las buenas o a las malas. Es la única forma de ejercer liderazgo en un mundo donde la policía no existe, y el resentimiento y el odio se retroalimentan.
Hábil para los negocios - movía entre 10 y 20 millones de pesos diarios en reciclaje - y poseía una extraña virtud que le permitía saber quién mentía y quién no. Así ayudó, por ejemplo, al entonces comandante de la Policía Metropolitana, Argemiro Serna, a comprobar que una mujer había violado y castrado a su propio hijo de 4 años, para vengar el maltrato que le daba su compañero, otro indigente de El Cartucho.
De El Cartucho a N.Y.
Calderón era rey de decenas de seres desafortunados que comparte un pedazo de ciudad también venido a menos. A comienzos del siglo pasado, El Cartucho era un conjunto de casonas de enormes patios en las que la blancura de unas diminutas flores llamadas cartuchos invadía paredes y enrejados.
Con el tiempo, las mansiones se volvieron inquilinatos, bares de mala muerte y bodegas. Las calles terminaron convertidas en plaza de mercado y después en terminal de transporte intermunicipal. De los buenos tiempos sólo quedó el nombre: El Cartucho.
A uno de esos inquilinatos se pasó a vivir la familia Calderón. Y fue de allí de donde salió el Loco para no volver sino muchos años después. De robar tapas de gasolina y parabrisas, Calderón pasó al atraco callejero. "Un día llegué a contar en la habitación donde dormía 100 relojes, 50 billeteras y diez anillos y cadenas", recordaba.
Años más tarde, organizó la banda los Tinto-fríos , que se disputaba con la de los Norteños , el cuestionable honor de ser la más peligrosa de la ciudad
Sin embargo, su afán lo llevó más lejos. Dejó a un lado mujer e hijos y viajó a Estados Unidos. A los dos meses, ya conocía las principales ollas de Nueva York y el metro en su oficina de trabajo. Su primer producido fueron cuatro billeteras y 85 dólares. Nada mal.
Así siguió hasta que cometió dos errores: se aficionó a las llamadas drogas duras : crack, heroína y morfina- "Me volvieron mierda", recordaba- y se asoció con dos delincuentes para asaltar una joyería en pleno centro de Nueva York: "Ese día metimos LSD porque producía euforia y seguridad. Cuando ya tenía los tableros con las joyas, nos cayó la Policía y se armó la balacera más berraca que recuerde... A mí me detuvieron junto con un italiano, pero el otro man, un griego, murió. El juez me dio dos opciones: 14 años de cárcel o la deportación. Y yo me fui por lo segundo".
De regreso a Colombia, en los 70, fue a dar a la Guajira de la bonanza marimbera y el auge del contrabando. Allí estuvo año y medio, ante de que lo atraparan con dos kilos de cocaína. "Creí que eso era fácil por ser dentro del país, pero en el aeropuerto me pillaron la maleta de doble fondo y me encanaron cuatro años, del 76 al 80". El escarmiento de la celda no sirvió y siguió sus malos paso en Medellín.
- El retorno
En 1983, Calderón decidió seguir el único consejo que recibió de su padre: con la basura se puede hacer plata. Los pocos ahorros que le quedaban los invirtió en una bodega en El Cartucho y en construir carros esferados para las mujeres de la botella y el papel. Fueron sus primeras clientas. Y así fueron llegando más y más indigentes a venderle cartón, vidrio, plástico y chatarra.
Se hizo amigo de los habitantes de la calle. Les organizaba fiestas de Navidad, paseos a la montaña, jornadas culturales, campañas de aseo y salud. Y todas las madrugadas, a las cinco en punto, les repartía aguadepanela con pan.
Pero esta labor no excusaba otra realidad de El Cartucho: las de las organizaciones criminales que se han instalado en la zona y hoy constituyen poderosas bandas de traficantes de drogas y armas y de sicarios a sueldo. "Esa gente es tenaz y yo de ellos prefiero no hablar...", dijo cuando se le preguntó.
Todo esto hizo de El Cartucho terreno abonado para que el alcalde, Enrique Peñalosa, comenzara en 1998 un plan de recuperación del centro que incluía la demolición de muchas manzanas, entre ellas las de El Cartucho, para dar paso al parque Tercer Milenio.
Sin embargo, Peñalosa no contaba con la oposición cerrada de Calderón, quien incluso llegó a amenazar con hacer volar el sector si se desalojaba a sus tres mil habitantes, para quienes pedía reubicación, vivienda y el pago justo por las bodegas de reciclaje.
Las diferencias nunca se superaron, pese a las millonarias inversiones. El último enfrentamiento tuvo lugar hace un año. Asesinaron a un transeúnte, quemaron vehículos, hubo disparos por todas partes y 10 personas terminaron heridas, entre ellas varios periodistas. "Si el alcalde insiste en desalojarnos, tendrá que sacarnos muertos", sentenció entonces Calderón y Peñalosa respondió que no permitiría que El Cartucho siguiera siendo una "república independiente".
- Días finales
Era domingo de finales de año. Una llovizna caía desde temprano sobre el barrio San Mateo, en las afueras de Bogotá. Allí el Loco había compartido los últimos quince años con Diana, la esposa y amiga que logró sacarlo del vicio del bazuco y le toleraba la marihuana, siempre y cuando no estuvieran presentes los dos hijos de la pareja.
Ese domingo Calderón lucía una pantaloneta negra, camiseta blanca y pantuflas. No entró a la casa hasta asegurarse de que no mancharía las baldosas relucientes de la sala. Las paredes lucían entapetadas de fotos suyas con los ñeros en los disturbios de El Cartucho y repartiendo regalos y hasta tenía una con el Procurador General de la Nación.
Bajo la escalera, tenía verdaderas joyas de anticuario: teléfonos, máquinas de escribir, cámaras fotográficas, esculturas en bronce, cafeteras, radiolas... Todo conseguido en El Cartucho.
Y al final de los 16 escalones que llevan a la segunda planta, los carros esferados en miniatura que le regalaba John Kore, un joven alto, flaco, sucio, de pocas palabras, que habitaba en El Cartucho. Kore siempre atendía con diligencia los pedidos de El Loco , a quien consideraba su segundo padre, pues el primero, John Anniars Kore, murió cuando se desempeñaba como primer oficial del Golden Noruega, una embarcación que naufragó en 1979.
Ese mismo domingo, después de revisar fechas y recordar las peripecias de su vida, y de aceptar que si perdía la batalla de El Cartucho buscaría nuevos rumbos, el Loco Calderón se declaró en paz con la vida. Era consciente de que todo lo que hizo en medio siglo de existencia había sido para desquitarse de la pobreza y el desamor.
Tres meses después, caería asesinado y comenzarían los rumores: "fue un ajuste de cuentas", "se metió con quien no debía", "cualquiera pudo matar al loco"... Sí, cualquiera pudo hacerlo. Y lo hizo por la espalda, lo único que él no quería.
Foto
- Con sus amigos de El Cartucho lideró las tres más duras protestas de los últimos años en Bogotá.
Gonzalo Jiménez
- John Kore lo consideraba su segundo padre y le hizo todo los carritos que parecen en la imagen.
Cortesía: Alvaro Sierra
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