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DE BOGOTÁ EN SUS TORRES...

No eran de muy buena reputación las mujeres que hacían sus deberes al lado de la Santamaría, mientras en la plaza corneaban toreros y bebían manzanilla, y en la calle 27 alistaban albóndigas y caldos de gruesos ojos de aceite poco refinado, para la salida de la faena.

FERNANDO QUIROZ
Zona de cuernos por donde se le viera.
Y arriba de la Quinta, la colina de la deshonra, que era en realidad la sede oficial de la bohemia bogotana a comienzos de la segunda mitad del siglo... pintores, escultores, calvos y hasta poetas que declamaban en las madrugadas en la misma acera frente a la cual hoy se levanta El Patio de Fernando.
Rogelio Salmona hacía poco había regresado de París, con nueve años de Le Corbusier a cuestas, discusiones eruditas con Francastel, recorridos vespertinos por Montparnasse, proezas de arquitecto residente en La Defénse y muchas ganas de recuperar el bogotanísimo Parque de la Independencia, a punto de sucumbir entre las palas que dejaban listo el terreno para los puentes de la 26.
Doce o trece palmas de cera del Quindío permanecían como testigos fieles de la invasión de retroexcavadoras al parque, pero también del paso firme de una aplanadora que le devolvió la moral al lote de la Quinta con 27, al mismo tiempo que acababa con la secreta diversión de muchos rolos encopetados de Chapinero.
Cuando a Salmona le propusieron que ideara para ese lote recién recuperado un proyecto para 400 familias, su niñez de Teusaquillo fue lo primero que le golpeó a las puertas del cerebro: su primer rincón. Después desfilaron obras de siempre, edificios de la historia, monumentos olvidados, rincones secretos... y el arquitecto empezó a recrear lo que hoy son las Torres del Parque, recién decretadas monumento nacional. Por supuesto que del primer boceto, al diseño final, pasaron muchos meses, muchos dibujos, mucha tinta, muchos días, muchas noches, muchas rabietas, mucho café colombiano sin azúcar.
Algo, sin embargo, permaneció siempre: Monserrate y Guadalupe atrás, con sus caminos secretos y sus bosques de cipreses; la plaza de toros adelante, el Parque de la Independencia a un lado, con toda la nostalgia de aquellos tiempos en que tanto lo caminó; y al otro lado los fantasmas del Museo Nacional.
Vistas desde lejos, las terrazas de las torres resultan una continuación lógica de la plaza. De su forma, de su color, de los vivas del público desde las graderías, cuando el torero se lleva una oreja para su casa. Y el piso 32, un mirador tan misterioso como el mágico ascensor que sube a Monserrate colgado de un cable.
Las Torres forman parte de los cerros orientales... son tres cerros más. De ladrillo. Y cambian de color, como los altos cipreses a los que baña una luz en el crepúsculo y otra en el mediodía. En el invierno las cubre la misma transparencia que baja del monte escondida entre minúsculas gotas de rocío luego de dos y tres y hasta cuatro horas de lluvia.
En las noches, hay luces que no se apagan. Estudios que permanecen encendidos. Ventanas a las cuales asoman artistas trasnochados de tanto en tanto. Las torres son unos cuantos pisos que le crecieron a La Macarena: para que la bohemia productiva nunca muera.
También hay odontólogos en las Torres. Y hasta dentistas que llevan un cuarto de siglo viviendo allí a punta de sacar muelas. Sin licencia. Y coleccionistas de precolombinos. Sin licencia. Y administradores de empresas familiares. Y licenciados en matemáticas. Y médicos del corazón. Y uno que otro aspirante a senador de la República. Y muchos testigos que han visto crecer el desorden de la ciudad. Desde sus terrazas. Que han visto cómo cambia el color del cielo a punta de humos trasnochados.
No obstante, las aves siguen llegando. Llegan palomas y torcazas. Llegan en busca de sopas de pan y granos de maíz. Y llegan a la terraza del piso 15 donde juegan los hijos de Rogelio Salmona, como en medio de una selva tupida. Llegan y arrancan chamizos y hasta construyen nidos y velan por sus crías y pasan noches en vela mientras abajo, en la séptima, y más abajo, en la Caracas, siguen pasando los carros. Nunca dejan de pasar. Y pasan los buses. Nunca dejan de pasar. Y echan humo, y echan ruido, y echan gente a la ciudad. Y más abajo desfilan aviones. Y mucho más abajo desfilan los nevados, y desfilan nubes y desfilan las estrellas.
Todo Bogotá desfila frente a las Torres del Parque... como si toda la vida hubieran estado allí, al lado de las palmas de cera del Parque de la Independencia.
FERNANDO QUIROZ
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