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¿Cómo reparar lo que jamás sucedió?

YOLANDA REYES
La primera vez que oí mezclar semántica con política fue en tiempos de
Virgilio Barco. No recuerdo a qué se refería cuando habló de "un problema
semántico". Desde entonces, la expresión anda en boca de nuestros mandatarios.
Algunos la han dicho como otras personas dicen "eso es psicológico" -ergo, no
es nada-, pero otros han tomado plena conciencia del poder de la semántica,
que, según el diccionario, es el estudio del significado de los signos
lingüísticos, y ante la imposibilidad de cambiar los hechos han pretendido
cambiar el lenguaje.
No es asunto irrelevante. En el mundo humano, construido a punta de
significados, una cruzada semántica puede convertirse en el delirio de un
gobernante. Por algo llamamos dictador a quien "dicta" lo que se debe decir,
pensar y, sobre todo, callar. Y viéndolo bien, cambiar las leyes para dictar
otras nuevas es un problema semántico, pues las normas son pactos hechos "en
el lenguaje" para regular las relaciones y los significados que acordamos
previamente con los otros.
Pese a su apariencia de hombre de acción, el ex presidente Uribe pasará a la
historia como el Emperador de la Semántica. Como si fuera un demiurgo que
recurre a las palabras para volver a crear el mundo a imagen de su deseo,
eliminó de nuestro diccionario la expresión 'conflicto armado'. Prohibió
decirla y escribirla, como quien proscribe una mala palabra, no solo en
documentos de Estado, sino también en estudios y proyectos, so pena de no
financiarlos. En Colombia no hay conflicto armado, dictó la orden y punto.
Comuníquese y bórrese.
Así, durante ocho años, el país afrontó un vacío simbólico que se extendió
sobre todo un campo semántico. La guerra no existía, tampoco los desplazados y
nadie entendía qué hacía la Cruz Roja Internacional en Colombia, por qué había
programas gubernamentales de Reintegración o por qué seguían apareciendo
víctimas de... o menores vinculados al... ¡Silencio, que el Presidente no nos
deja decir Esas Palabras! La negación de los hechos se instauró en el lenguaje
y lo insólito es que, en contravía de las evidencias, jamás hubo un debate. Al
no tener palabras, dejó de existir lo que nuestros ojos veían.
Creer que las cosas desaparecen si dejamos de nombrarlas es una vieja
costumbre humana. Así como muchos adultos evaden el dolor y el miedo en las
conversaciones familiares, destierran los monstruos de los cuentos de sus
hijos y reemplazan la palabra "murió" por "se fue", con la ilusión de
evitarles cualquier sufrimiento, nuestra incapacidad para afrontar la guerra y
la muerte nos llevó a aceptar también la refundación de la Patria Simbólica de
Uribe. Y como les sucede a los niños cuando les prohíben las palabras que dan
salida a sus pesadillas, nos quedamos sin un discurso para poner el dedo en la
llaga, que es condición para comenzar a tratarla, y nos estrellamos con el
absurdo lingüístico de "reparar lo que jamás sucedió".
Pero las víctimas no pueden creerse el cuento. Además de indemnización
material, su primer derecho es el reconocimiento social de que eso sí sucedió
y la necesidad de entender, con un lenguaje preciso, su condición de víctimas
de un conflicto armado, no de balas perdidas ni de explosiones puestas por
unos "bandidos" que pasaban por ahí. Así como afrontamos nuestros duelos sin
eufemismos, sabiendo que los demás acusan recibo, no solo las víctimas sino el
país entero requiere un lenguaje que recoja los instrumentos jurídicos y
simbólicos construidos por la humanidad para afrontar situaciones de conflicto
armado. Es un problema semántico, sin duda: se trata del significado
compartido por una sociedad para reconocer lo que sucede... o para seguir
amputando las palabras que nombran "eso que no sucedió".
EDISAR
YOLANDA REYES
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