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Liberado trajo noticia de fusilamiento de un policía

Sola, en la sala de su casa, en Sogamoso (Boyacá), Leonor Bonilla veía esperanzada en la noche del miércoles por el televisor las declaraciones de los policías y militares liberados a la espera de una prueba de vida de su hijo, el suboficial de la Policía Luis Hernando Peña Bonilla.

Pero con las palabras del intendente Armando Castellanos quedó fría.
“A Peñita lo mataron hace más de cinco años”, dijo Castellanos a punto de
llorar, y contó que lo habían encadenado por sus problemas sicólogicos y lo
enterraron en Los Pozos (Caquetá), en la antigua zona de distensión.
Según el relato del intentente Castellanos el ‘Mono Jojoy’, jefe del bloque
Oriental de las Farc, y ‘Martín Sombra’, el ‘carcelero’ capturado en febrero
de este año, ordenaron la muerte de Peña.
“Decían que se había convertido en un peligro para las Farc porque tenía
problemas sicológicos y que había intentado fugarse”, le reveló Castellanos
al presidente Álvaro Uribe, mientras doña Leonor lo veía por televisión.
Afirmó que con cadenas y todo, Peña fue fusilado al borde del hueco en que
fue enterrado. “Su cadáver está ahí, cerca de Los Pozos”, dijo.
Al parecer, además de asesinar a Peña, la guerrilla también mató a ‘Laika’,
una perra que se había convertido en la compañera inseparable del suboficial
desde que estaba en la base de la Policía en Mitú (Vaupés), donde fue
secuestrado en noviembre de 1998.
Aunque la muerte de Peña no ha sido plenamente confirmada por la Policía, a
su familia se le derrumbaron las esperanzas.
A doña Leonor esas palabras se le clavaron como un puñal en el corazón.
Pese a la angustia y a las dificultades que para respirar le ocasionó la
noticia, la mamá del intendente soportó estoicamente esa noche el dolor
hasta cuando llegó su hija, Yoleni. Fue entonces cuando las dos mujeres se
derrumbaron en llanto.
Hasta el fin de semana pasado, la familia le envió mensajes a Luis Hernando
a través de las Voces del Secuestro, el programa de Caracol Radio.
En el último, emitido el domingo en la madrugada, doña Leonor le decía a su
hijo que seguían esperándolo y que tuviera fe que esto ya iba a terminar.
“Yo también le dije que la familia estaba bien y que se encontraba unida
esperándolo”, contó Yoleni.
En la mañana de ayer, a la casa de los Peña Bonilla llegaron familiares y
también el comandante de la Policía en Boyacá, coronel Jaime Alberto Suárez
Sierra. Todos participaron en una eucaristía por Luis Hernando, que se
celebró allí mismo. En la tarde fue necesario oficiar otra misa porque
llegaron más amigos del suboficial.
Doña Leonor y su esposo, Miguel Peña, dos campesinos de Monguí, que viven de
cultivar la tierra, guardaban silencio en medio de los saludos.
Desde hacía siete años la familia de ‘Peñita’ no sabía de la suerte que él
había corrido.
Sus padres y sus cuatro hermanos habían recibido información de que había
sufrido desequilibrios mentales, por una carta que envió el coronel Luis
Mendieta, secuestrado junto con Peña.
“Dijeron que le iban a hacer un tratamiento siquiátrico, pero desde esa
fecha no sabemos de él, a pesar de las constantes preguntas por su
situación”, explicaba el coronel Mendieta en esa comunicación.
Pese a esa información, la familia Peña Bonilla conservaba la esperanza de
que Luis Hernando estuviera con vida y cada fin de semana doña Leonor les
pedía por radio a las Farc que le dieran razón de él.
El regreso de la selva
El cabo primero José Miguel Arteaga pasó la noche en un cuarto del Hospital
de la Policía
rodeado de su familia acompañado de ‘Cusumbo’, un animal que trajo de la
selva.
Los familiares del oficial contaron que respondía a lo que todos le
preguntaban y dijo que quería un celular. Estuvieron hablando hasta las 3:40
a.m., cuando les dijo que quería descansar. Pero una vez solo, no pudo
dormir. Se levantó a las 6 a.m. y le ocurrió la primera anécdota en su
regreso: no supo cómo cambiar la temperatura de la ducha .
“Con mi familia fue muy poco lo que pude hablar porque estuvimos con el
presidente Uribe, los ministros y los generales y eso era foto aquí y allá”,
dice el sargento de la Policía Julio Buitrago, quien ayer al mediodía seguía
en el Hospital de la institución.
Lo primero que hizo cuando lo ubicaron en su cuarto fue darse un baño.
“Después me senté a la orilla de la cama y no podía dormir. Llegaron las
enfermeras y me puse a hablar con ellas”.
La primera comida en libertad, cuenta, fue su manjar: chorizo, carne, pollo
y papa criolla .
‘Me decían que yo era hasta el sicólogo de Íngrid’: Pérez
REDACCIÓN JUSTICIA
A trote para alcanzar el vehículo que lo llevaría ayer al Hospital Militar
a un chequeo médico, el cabo primero del Ejército William Humberto Pérez
Medina recuerda que la primera vez que vio a Íngrid Betancourt fue hace
cuatro años en un campamento del frente primero de las Farc en Guanía.
Ella estaba en un grupo de civiles y él en el de los militares. A penas se
podían ver y no alcanzaban a cruzar palabra. Luego, las Farc ordenaron
conformar grupos mixtos de policías, militares y civiles, y en uno de ellos,
de 10 secuestrados, coincidieron Íngrid y el cabo Pérez.
Desde entonces este guajiro de 33 años, que ingresó al Ejército para ayudar
al sustento de sus padres y de sus seis hermanos, se convirtió en el hombre
de confianza, el enfermero y el baluarte de la ex candidata presidencial.
“Me decían que yo era el enfermero, el médico y hasta el sicólogo de
Íngrid”, afirma.
Los dos comenzaron a fortalecer la amistad cuando en los noticieros radiales
informaban sobre el vaivén de las novedades del acuerdo humanitario.
“Hacíamos debates hasta el punto que llegábamos a confrontaciones por las
diferencias de pensamientos. Yo le decía que nunca nos pondríamos de acuerdo
porque ella era política y yo tenía una visión de la guerra distinta”,
recuerda.
Íngrid hablaba de una salida negociada que los llevara a la libertad y Pérez
insistía en que la única salida era derrotar militarmente a las Farc para
obligarlas a negociar.
Sin embargo, fueron las crisis de salud de la ex candidata las que los
unieron más en cautiverio porque fue Pérez el que logró quitársela a las
garras de la muerte.
Dice que la ex senadora enfrentó problemas de paludismo, que eran superados
rápidamente con medicinas. Pero el momento trágico y dramático lo comenzó a
padecer en el 2007 porque a las dificultades del cautiverio se mezclaron
situaciones depresivas y “de salud muy graves”.
“En solo dos meses llegó a un estado muy lamentable en el que casi se muere.
A ella le dio una depresión muy profunda que no la dejaba comer. Al no
ingerir alimentos comenzó a sufrir de úlcera, de infección intestinal y se
deshidrató. Y a eso hay que sumarle el efecto de tener una cadena pegada al
cuello 24 horas”.
Fue entonces cuando Pérez sacó a relucir los conocimientos de enfermería que
aprendió en el Hospital Militar, donde trabajó 8 meses.
“Como enfermero no puedo medicar pero en orden público es mi responsabilidad
atender a los soldados y salvarles la vida. Y con ese mismo pensamiento
atendí a Íngrid Betancourt”, señala.
Entre las condiciones adversas de la selva recuerda que un día
sorpresivamente le quitaron las cadenas y aprovechó para acercarse a ella
con el objeto de darle ánimos.
“Comencé a hablar con ella y me dijo que se quería morir, que mirara como la
tenía la guerrilla. Eso me conmovió. Yo le decía: todo el mundo está
pendiente de usted, no se deje morir, debe ser fuerte y salir adelante”,
agrega Pérez.
Pero Íngrid insistía en no comer y a veces tenía que enfrentar dificultades
hasta para bañarse porque no tenía alientos para caminar hasta el río debido
a su debilidad.
Luego de suministrarle medicamentos, entre esos omeprazol para la úlcera
gástrica, le inyectó una dosis de trabajo emotivo con énfasis en la
importancia de sus hijos y el esfuerzo de su madre, Yolanda Pulecio, por la
liberación.
Con esos diálogos sobre la familia Íngrid levantó el ánimo y comenzó a
comer, aunque con la ayuda y la insistencia del suboficial.
“De a cucharitas la alimentaba todo el día. En la foto que le dio la vuelta
al mundo –en la que íngrid se ve decaída y muy delgada– ya el estomago le
funcionaba mejor y le había controlado la infección intestinal con 12 bolsas
de suero. Antes estuvo al otro lado”, dice Pérez. Con el paso de los días,
la ex candidata empezó a recobrar la fortaleza y a caminar sin ayuda. “Ya no
se caía y al ver su mejoría a mí me daba energía”, recuerda.
Ahora en la libertad, el cabo afirma: “Adoro este uniforme y quiero seguir
en mi Ejército”.
‘‘Le iba a dar un masaje en la espalda y duraba cinco días porque no se podía
mover del dolor. No caminaba porque le daban calambres y tenía la espalda
llena de espasmos”.
William Humberto Pérez Medina, cabo primero del Ejército.
‘‘Comencé a hablar con ella (Íngrid) y me dijo que se quería morir, que mirara
como la tenía la guerrilla. Eso me conmovió. Le decía: Todo el mundo está
pendiente de usted”.
William Humberto Pérez Medina, cabo primero del Ejército.
UN JOVEN ESTUDIOSO
“Mi hijo se graduó de bachiller en el colegio José Acevedo y Gómez, de
Monguí. Siempre fue un buen estudiante”, contó la mamá de Peña en febrero
pasado, cuando se alistaba para la gran marcha contra el secuestro.
Se graduó como agente de la Policía el 31 de agosto de 1990 en la Escuela
General Rafael Reyes, de Santa Rosa de Viterbo, y luego, estuvo tres años
trabajando en Buenaventura.
Más tarde fue trasladado a Santa Marta y posteriormente, a Mitú. Cuando lo
secuestraron estaba esperando su traslado a otra población.
Él, nacido en Monguí el 18 de marzo de 1971, era soltero y siempre le llamó
la atención el estudio. Homologó materias para ser suboficial y adelantó
algunos cursos en el Sena.
CORRESPONSAL DE EL TIEMPO
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