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RECUERDOS DE UNA NAVIDAD CAMPESINA

Amigos generosos nos han manifestado su interés por la lectura de estos personales recuerdos. Pues bien: para ellos tan nobles y fraternos, reanudamos nuestras remotas evocaciones. Como era diciembre el campo volvía a ser el ámbito de nuestros sueños. Regresábamos de la ciudad apenas en proceso de crecimiento y otra vez la alegría de la libertad en el caliente aire de aquellas tierras de labranza, en las cuales los viejos nuestros viejos habían echado sus raíces humanas. Volvíamos a lo elemental que para nosotros era lo esencial; cafetales y potreros por cuyos caminos fragosos y empinados discurríamos caballeros en bestias sumisas a la prematura audacia varonil de nuestra infancia. Por entonces, ninguna ambición distinta de la de llegar a ser arrieros de aquellas recuas que en su lomo conducían el café al puerto , así, escuetamente, como por antonomasia distinguíamos a Puerto Santos sobre el Lebrija, hasta donde llegaban los arreos , luego de penosa correría, para depositar los sa

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Pero volvamos a diciembre, circunstancia amable de nuestro recuerdo. A medida que se aproximaba la noche de la Navidad del Señor, crecían en nosotros ilusiones y esperanzas. Sabíamos que de la mano del Niño vendrían los regalos separados. Si la cosecha cafetera había sido buena y los precios remunerativos, podíamos aguardar confiados. Si no, ya sabíamos que al Niño no le había sido dado atender nuestros ruegos. Pero aquel año las cosas habían ido bien en El Edén ; soplaban vientos alegres. El gran patio enclaustrado se llenaba de palmas, que habíamos recogido y atado a las columnas, por entre las cuales se trenzaba una ingenua cadeneta de papel y lucían unos alegres farolillos de colores. Caído se le ha un clavel... , repetíamos con el dulce villancico de Góngora. Luego la rutilante fiesta de los obsequios. Como según ya se dijo el año había sido bueno, la dádiva era generosa.
Era maravilloso de veras el universo en que nos movíamos. Maravilloso en su adorable simplicidad. Nos bastaba la aproximación de un sueño para ser definitivamente felices. En la fiesta todos alternábamos en camaradería solidaria, sin el asomo de la más vaga discriminación social. No había distanciamientos, ni distinciones odiosas. Nos movíamos dentro del gratísimo y amabilísimo común denominador de la edad: la infancia nos apretaba en su nudo de juegos y de sueños, y nos hacía unos en la intensidad de nuestra dicha inocente. Danzas y canciones eran iguales en todos los días. Jamás fue más cierta en nadie la verdad de esa doctrina de amor, niveladora y fraternizante, que en esa noche de dones y fuegos de artificio nacía anunciadora y promisoria. Y sin tener aún plena conciencia de su gracia empezábamos a ser entrañablemente cristianos.
Qué quedaba de todo aquello en la celebración navideña del momento? Muy poco ciertamente. Los tiempos cambian y con ello las actitudes ante la vida. Otras son las dimensiones en que se mueven las mentes. No sabemos si la llegada de Jesús haya perdido los valores de ternura que tenía para quienes la gozábamos y celebrábamos en la simplicidad del campo. No es posible una afirmación dogmática. Seguramente dentro del mundo mecanizado de hoy también quedan los sueños. Mas ya la ciencia y la técnica han ido quebrantando un poco con su realismo tremendo la magia de las imaginaciones. Como todo obedece a una planificación rigurosa, aun el milagro ha perdido parte de su jerarquía de suceso inescrutable. Hoy el hombre se pasea victorioso por el cosmos y se apodera de la infinitud del espacio. No le caben ni tiempo ni capacidad espiritual para sentarse en torno de la lumbre del nacimiento, y sentir en las profundidades del alma la gozosa presencia de la Divinidad. Vísperas de diciembre.
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