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LOS DÍAS INÚTILES

La revista Semana publicó en su edición 1.152 una suma de los 50 días que habrían cambiado la historia de Colombia. Casi todos tristes. Casi todos comienzos, o epílogos, de incurables desórdenes.

EDUARDO ESCOBAR
La revista Semana publicó en su edición 1.152 una suma de los 50 días que habrían cambiado la historia de Colombia. Casi todos tristes. Casi todos comienzos, o epílogos, de incurables desórdenes.
Personas como Lorenzo Madrigal, por ejemplo, señalaron inexactitudes topográficas menores. Alegaron si el número de la casa donde nació Jorge Eliécer Gaitán empezaba por tres o cuatro, tibias omisiones en el negro balance, trivialidades de fiscalía. O reclamaron porque la revista menosprecia los tormentos azules del Partido Conservador frente a los triunfos miserables de los liberales, rojos siempre desteñidos, entre lo épico y lo cómico por añeja costumbre.
De acuerdo. Somos estridencia pura. Apoteosis de emociones primarias. Pavores. Y bochinche. Lo dijo Francisco Miranda. Lo experimentó en carne propia Simón Bolívar. Lo repitió Vargas Vila. Lo registró con talante estoico Fernando González. Y hace el eco y el coro el amargo Fernando Vallejo ahora mismo.
Así fuimos hechos. Amantes de una libertad que confundimos con el zafarrancho. Hasta cuando nos dé la gana. O suceda un milagro que redima nuestra legendaria, larga, criminal sosería.
Sin embargo, es difícil sopesar entre todos los días que nos componen uno que brille en la opacidad de lo pasado con una cualidad definida, exacta, imprescindible. Además, los recuerdos cambian como las mariposas, las flores y los disfraces. Según la perspectiva de la hora.
Cada día soporta, así estamos hechos, sin remedio aparente, como los asnos, su propia carga de paja y oro. Su lamento, su gloria y su afán. Y las viscosas garrapatas cuyos sueños compartimos. Y el arrullo perpetuo de las moscas que nos adormecen con su retórica. Y la impiedad del burrero que nos azota. El diablo vengativo. O un dios purificador. Nadie sabe.
Por mi parte, me hubiera gustado leer entre esos 50 días superlativos en la anécdota de este pobre país, resaltados en el compendio de la revista Semana, aquel junio cuando resolvimos fundar el movimiento nadaísta, ya que no teníamos claro nada, por puras ganas de joder y por necesidad imperiosa de vivir. Pero no importa. De cualquier manera, para nosotros, los nadaístas vivos, y los apenas muertos, fue memorable aquel junio.
Tanto como no haber sucumbido a los hechizos de la mediocridad ambiente, para ser liberales o conservadores, o cualquier otra cosa. Y seguirá siendo valioso hasta que San Juan agache el dedo. O nos peguemos un tiro. O el sol se trague estas ovejas y estos lirios. O un cometa convierta en ceniza estas ciudades pecaminosas que sirvieron de motivo a nuestra poesía dislocada.
Y, sobre todo, nos reservamos el derecho, sin orgullo pero sin verguenza, qué más nos da, qué más nos queda, de sentirnos vinculados de un modo entrañable al fracaso de esta nación ejemplar, brillante en sus errores consabidos. Sin un invento memorable de mostrar. Sin una hazaña técnica digna de memoria fuera de la habilidad para sobrevivir a nuestros vicios. Politiquería rastrera. Ensueños literarios. Y un mar de sangre inútil desde la prehistoria. Y desde las guerras de la incierta formación de la República ridícula. Hasta hoy.
Una novela apabullante llenó nuestra literatura de muertos vivientes y mariposas inesperadas hasta el cansancio. Una fábrica antioqueña de telas fracasada nos dio un prestigio efímero de industriosos. Una rubiácea, una sensación de riqueza estimulante y pasajera. Una televisión irrisoria nos condena a repetirnos. Una empresa precursora de la aviación en América se arrastra con las alas quebradas como el pájaro del poeta parnasiano cuyas alas de gigante le impiden caminar.
Media docena de sucios magnicidios, y al final de la ronda, la última constitución engorrosa, redactada por un tumulto presidido por una mesa de matones cansados y vanidosos, cierra el desfile de las normas que nos gusta tanto cambiar para no vernos obligados a reformarnos. Y un bandido, tierno como San Francisco y peligroso como Atila, disfrazado de charro. Y estas ganas de llorar. Es lo que deja el balance de Semana.
Pero debe haber una forma de hacer una síntesis de Colombia que no parezca una mala zarzuela, un sórdido tango. Se dice uno. Para no precipitarse en el desconsuelo.
eleonescobar@hotmail.com
EDUARDO ESCOBAR
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