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...O EL PAÍS QUE DESAPARECIÓ EL 9 DE ABRIL

Cada vez que en Lisboa subo a un tranvía o que escucho a lo lejos su paso quejumbroso, ella, la Colombia olvidada, me viene a la memoria. Es la Colombia que sólo recordamos los viejos, los que dejamos atrás la raya crepuscular de los 60 años. Al resto de los colombianos, que son la inmensa mayoría en un país de gente abrumadoramente joven, la campanilla de un tranvía horadando el silencio de la noche, nada les dice; no desata ningún recuerdo antiguo. En su memoria no quedaron, pues, grabados, aquellos bamboleantes tranvías de Bogotá que recorrían la ciudad de sur a norte o de norte a sur con una soñolienta lentitud, ni las carrozas fúnebres tiradas por percherones bávaros adornados con morriones de plumas, ni los atiborrados cafés del centro donde en torno a un pocillo de tinto y bajo el humo de los cigarrillos se hacía y se deshacía el mundo.

Sólo hombres y mujeres con los cabellos grises recuerdan hoy los domingos radiantes con misa en la Porciúncula y las empanadas mojadas en un condimento de cilantro y ají bajo los parasoles del Tout va bien. Sólo ellos guardan en su memoria a Calibán y a su diaria Danza de las horas o las pizarras de El Espectador en la carrera séptima dando, en tizas de colores, las últimas noticias de la guerra, poco antes de que en el aire dorado de las seis de la tarde largaran las campanas de todas las iglesias sus ecos sonoros llamando a rosario. Ellos, únicos sobrevivientes de la Colombia olvidada, pueden evocar el escándalo suscitado por los poetas de Piedra y Cielo y sus atrevidas metáforas, los matinés o vespertinas en el Astral, el Apolo o el cine San Jorge donde reinaban Cary Grant e Ingrid Bergman, o los intensos debates del Congreso seguidos por radio hasta avanzadas horas de la noche en aquella República Liberal llena de fulgurantes oradores de color azul o rojo que dejaban en vilo al país.
Ese país, que fue el suyo, quedó atrás el 9 de abril de 1948. Sucumbió para siempre aquel viernes enardecido, húmedo de sangre y envuelto en ráfagas de lluvia y humaredas de incendio. Podría señalar la hora que puso fin a esa Colombia de nuestra infancia y primera adolescencia: la una y cinco de la tarde. Oí en aquel preciso instante los tres disparos. Desde una ventana del Monteblanco que daba a la carrera séptima vi al caballero de abrigo oscuro que había quedado tendido en el andén. Bajé corriendo las escaleras, gané la calle y al llegar al lugar donde se encontraba quedé de rodillas a su lado. Era Gaitán. El único signo de vida que le quedaba en el rostro, congelado en un gesto amargo e irremediable, era un leve temblor de las pestañas. Minutos antes, había empezado a cruzar la calle con mi padre, que lo llevaba del brazo diciéndole Tengo que hablarte de una pendejada , cuando delante de él, pequeño y pálido, apareció el asesino, Roa Sierra.
En el Monteblanco me acompañaban dos hermanas, recuerdo. Decidí llevarlas a casa. Iban llorando porque desde la ventana habían divisado también la cara triste y los cabellos despeinados de Gaitán cuando lo levantaron para llevarlo deprisa, en un taxi, a la Clínica Central. Al subir a un tranvía que acababa de detenerse frente a la Iglesia de San Francisco, algunos pasajeros, al percibir gritos y tumultos en la carrera séptima, nos preguntaron que estaba sucediendo. Acaban de matar a Gaitán , les dije. Entonces el tranviario, al oírme, frenó el tranvía con un brusco giro de manivela. Se apeó, tiró su gorra al suelo y la pateó con furia. Hasta aquí llegamos. Esta vaina no se mueve , bramó. Media hora después, aquel tranvía era una antorcha ardiendo frente de la iglesia. Todos los tranvías ardían. Todos se acabaron para siempre aquella tarde. Desaparecieron, como desapareció, según García Márquez, la felicidad en aquella Colombia que habíamos conocido hasta entonces, tan distinta a la que desde hace más de medio siglo padecemos.
República de hombres cultos
Cómo era ella? Políticamente muy brillante, con un fervor partidista que le llegaba hasta la médula, pero hasta muy poco antes de que la violencia fuera usada como instrumento para mantener a una minoría en el poder, pacífica. Y, desde luego, por raro que parezca, mucho más culta que la de hoy. Culta y algo parroquial. Mirada más de medio siglo después, extraña y en todo caso muy distinta.
Quizás no se había desprendido aún de los hervores retóricos retóricos pero muy brillantes del siglo XIX , ni de su culto por las grandes figuras políticas. Las había, las hubo siempre hasta entonces. No eran acaso excepcionales en el mapa latinoamericano, ignominiosamente salpicado de dictadores, personalidades como Olaya Herrera, López Pumarejo, Eduardo Santos, Laureano Gómez? Detrás de todos ellos, que configuraban la dominante generación del Centenario, aparecería el relevo de figuras tan prominentes como Alberto Lleras Camargo, Carlos Lleras Restrepo, Darío Echandía, Gabriel Turbay, Carlos Lozano, Arango Vélez, Alzate Avendaño, o la fogosa tribu de los Leopardos conservadores: (Fernando Londoño y Londoño, Augusto Ramírez Moreno, Silvio Villegas), para no hablar del más extraordinario caudillo popular que ha producido el país y probablemente América Latina: Jorge Eliécer Gaitán. Sí, la Colombia olvidada era un país de dirigentes notables que conferían al ejercicio político una jerarquía relevante.
Todos ellos, cada cual en su estilo, fueron grandes oradores. En ningún otro país del continente la palabra iridiscente cumplía el doble papel de arma en la batalla política y de credencial de liderazgo. Esa palabra podía ser feroz y arrasadora en Laureano Gómez, fulgurante y atiborrada de citas de autores griegos y latinos (greco caldense se llamaba su oratoria) en Los Leopardos, volcánica en Gaitán, salpicada de originales toques de displicente sorna británica en López Pumarejo o de una elegancia muy propia de la Tercera República Francesa en Eduardo Santos, por cierto muy buen amigo de Herriot como luego lo sería de Camus.
Además del culto por la palabra hablada y escrita, todos ellos tenían una indiscutible estatura intelectual. La nuestra era una república de hombres cultos. Dominaban el Congreso y prevalecían en los partidos dejando que los manzanillos (los hubo siempre) cumplieron sólo el papel de artesanos o cargaladrillos electorales en barrios y provincias, sin derecho a un especial protagonismo. El bolígrafo de esos llamados jefes naturales era decisivo en la elaboración de listas de candidatos al Congreso, Asambleas y Concejos. Bolígrafo autoritario, que no dejaba réplica posible a los nombres señalados, era esencialmente selectivo. Buscaba listas de lujo. No de otra manera un Germán Zea, un Carlos Lozano, un López de Mesa o un Jorge Soto del Corral habrían llegado al congreso sin necesidad de desgañitarse en los balcones o beber aguardiente en las tiendas con los electores rasos. Así mi padre, que había logrado darle al partido liberal su primer triunfo en la historia de Boyacá, contra las propias autoridades departamentales que eran conservadoras y sólo mediante una extraordinaria labor organizativa que desarrolló con la ayuda de mi madre, llevó siempre al Senado figuras boyacenses de primer orden, intelectuales como Armando Solano, José Mar, Umaña Bernal, Caballero Calderón, y no propiamente caciques dueños de votos. La misma jerarquía alcanzada por el Congreso lo exigía así. Hoy de eso no queda ni sombra.
Hay quienes ven a esa Colombia como un país en manos de una oligarquía excluyente. Es posible que así haya sido, en la medida en que en la cúpula de los partidos o del Congreso las orientaciones provenían de una minoría de notables. Pero si esa oligarquía existió, no fue una oligarquía determinada por el dinero o los apellidos, sino por la inteligencia y el talento. Quizá sería más justo hablar de una democracia elitista en vez de la democracia clientelista que ahora prevalece en Colombia y que ha dado protagonismo, en el congreso y en los partidos, a quienes conocen en barrios y provincias el arte de capturar electores con dinero o prebendas burocráticas. Avance o retroceso? Pienso más bien en lo último, porque la sintonía entre la opinión y la política, que entonces era muy sensible, se perdió en la Colombia de hoy. La opinión no sobornable con ofertas suele mirar hoy con desdén y menosprecio a la política. Sólo hombres ajenos a sus tejemanejes la atraen.
Si hoy no existe la elite dirigente de entonces, ello se debe quizás a un factor decimonónico que ha desaparecido sin ser sustituido por algo mejor. Me refiero al fervor que suscitaban los partidos en la entraña popular. La gente iba a las urnas llevada espontáneamente por una mística liberal o por una mística conservadora. Las manifestaciones eran caudalosas, movilizadas esencialmente por el fervor. Bajo los balcones del Palacio de la Carrera López Pumarejo le hablaba a una multitud que podía aplaudirlo o interrumpirlo sin docilidad con algún reparo. La llamada chusma lopista , convertida luego en chusma gaitanista , era participativa e irreverente. Ese diálogo, que combinaba risas, malicias y delirios, existió como nunca con Gaitán.
Recuerdo muy bien esas noches de los viernes en el Teatro Municipal. Nada de eso se ve hoy.
Repartiendo milimétricamente el poder entre los dos partidos durante 16 años, el Frente Nacional acabó para siempre con el sectarismo, es cierto; pero, muertos el fervor y la disputa real por el poder, la política se volvió mercantilista. En los medios rurales y aun en ciudades como Barranquilla, el elector popular espera recibir algo por su voto, así sea una gorra o una camiseta. El brillo de la palabra, la dimensión intelectual de un candidato o la fuerza de su personalidad, sólo juegan de manera excepcional. Era un atributo de esa Colombia olvidada. Las grandes figuras no surgen sino al margen y a veces en contra de la clase política. Pero es esta, compuesta por hábiles caciques electorales, la que da ahora su mediocre coloración al Congreso y a los partidos.
Muchos académicos despistados asocian fervor político y violencia como si se tratara de una ecuación irreparable. Dicen que siempre el nuestro fue un país violento. No creo que esa afirmación sea cierta. La diferencia esencial entre la Colombia de hoy y la Colombia olvidada reside en el protagonismo de la violencia. Cuando la violencia fue utilizada como arma política, el país se convirtió en otro. En la Colombia que recordamos había mucha vehemencia verbal, debates encendidos en el Congreso, pero no violencia. Los dirigentes que allí intercambiaban brillantes ferocidades eran amigos entre sí. Mi padre lo era de un Silvio Villegas, de un Alzate Avendaño o de un comunista como Gilberto Vieira. A ningún dirigente político o periodista se le ocurría andar con escolta. Gaitán no los tenía. Por eso fue fácil matarlo. Los hombres públicos estaban acostumbrados a oler la pólvora de las palabras, no de las armas de fuego. El señor Ministro de Hacienda interpelaba Ramírez Moreno desde su curul al muy serio profesor Esteban Jaramillo es como ese fetichista sexual que acaricia las ropas de la mujer amada sin llegar nunca al yunque atorciopelado donde se genera la vida . Esas invectivas, que suscitaban al día siguiente risueños comentarios en los cafés, quedaban para siempre en la memoria de los colombianos de entonces.
Aquí no pasa nada
En el liceo estábamos defraudados. Sucedían en todo el continente cosas terribles, colgaban a un presidente de un farol, había cuartelazos o revueltas, salvo en Colombia. Aquí no pasa nada , decíamos. La muerte de Mamatoco , un boxeador samario que publicaba en un pasquín incendiarias diatribas contra el presidente López Pumarejo, acabó haciendo tambalear al gobierno y provocando el retiro anticipado del Primer Mandatario. Injustamente, claro, pues ese crimen, que sirvió a Laureano Gómez de caballo de batalla contra el régimen, fue fraguado torpemente por un capitán, un teniente y un suboficial de la policía, sin implicación alguna con niveles oficiales más altos. Por cierto, aquellos oficiales fueron detenidos, procesados y condenados. Hoy día la muerte de un boxeador en un parque, en vez de estremecer a un país, ni siguiera aparece en la página interior de un periódico. La violencia, en aquella Colombia hoy olvidada, era exótica.
Políticamente apasionada, pero pacífica, aquella era también una Colombia más culta. Algo debía quedar entonces de la famosa Atenas Suramericana. Los poetas no eran ni mucho menos seres anónimos. La aparición del grupo de Piedra y Cielo, en los años cuarenta, suscitaba debates entre sus fervientes y los que preferían la generación anterior de Los Nuevos. Mi padre editaba un semanario político y literario llamado Sábado que tiraba, en aquel país de ocho o diez millones de habitantes, cien mil ejemplares cada semana. Hoy, en pleno reino del periodismo ligth , sería tal vez una hoja para consumo de minorías clandestinas. El Suplemento Literario de El Tiempo era muy leído. El Espectador , por influencia de Eduardo Zalamea Borda, se atrevía a publicar los cuentos kafkianos de un joven estudiante de la costa llamado García Márquez. Se leía más, sin duda, en un país donde aún no existía la televisión y su sustituto eran los libros o revistas, o majestuosos debates del Congreso que enfrentaban a los mejores oradores del país y eran escuchados por radio con un fervor casi litúrgico.
La vida en aquella Colombia olvidada tenía, desde luego, un carácter bastante parroquial como sólo sucede hoy en las pequeñas ciudades de provincia. Cada bogotano tenía su café preferido donde encontraba a sus habituales contertulios. En los cines, las iglesias o la carrera séptima se veían muchas caras conocidas. Era ritual repartir saludos. Los chismes políticos que chisporroteaban en un establecimiento de la calle catorce llamado La Cigarra tardaban muy poco en llegar al Palacio de la Carrera. Aunque jamás se dejaran ver, ni siquiera en los climas más tórridos, sin saco o sin corbata y tuvieran en los discursos el tratamiento de Excelentísimo señor , los presidentes podían ir de un lugar a otro de manera muy tranquila sin necesidad de ser protegidos por un despliegue de motos, caravanas o escoltas. La tarde de un martes en la que con mi amigo Alberto Dangond decidimos capar colegio para ver una película de Alfred Hitchcock en el Teatro Apolo, la sala estaba vacía. Sólo había, detrás de nosotros, una tranquila pareja. Eran el entonces presidente Alberto Lleras y Berta, su esposa. Mi más remoto recuerdo me deja ver al presidente Olaya Herrera caminando tranquilamente por el barrio El Nogal donde vivía él y vivía mi familia. Se detenía un momento para hablar con mi madre, que era una mujer joven y, por su arrolladora actividad al lado de su marido, muy conocida por dirigentes políticos y escritores. Ella tenía que evitar que la más traviesa de sus hijas, Inés, de dos o tres años apenas, le gritara al presidente desde el otro lado de la verja Adiós, mono . (Así se le llamaba en casa, el Mono Olaya ).
A todos, en la infancia, nos resultaban familiares los locos de la ciudad: el bobo Leticia que pasaba por la calle cantando gangosamente Yo tenía un compañero , quizás porque había realmente perdido uno en la guerra con el Perú; la loca Margarita, vestida de un rojo furioso de la cabeza a los pies y dando vivas al partido liberal en los cafés; el Bobo Tranvía, que corría desesperadamente detrás de las Nemesias con un uniforme y una gorra, o Pomponio, a quien no se le podía preguntar si quería queso porque estallaba en insultos. Teníamos miedo de los gitanos. Roban niños , nos decían las abuelas. También ellas tenían la idea de que era de buena suerte rascarse la rodilla si uno veía en una calle algo entonces tan exótico en Bogotá como era un hombre de color. (Hoy, con los cientos de miles de desplazados del Chocó que pululan en los semáforos, nos pasaríamos la vida rascándonos las rodillas).
Tales referencias parroquiales eran propias de una ciudad que al cumplir el cuarto centenario de su fundación no alcanzaba a pisar el umbral de sus 400 mil habitantes. Con aquel vértigo de sangre y de atropellos a la oposición liberal que marcó la llegada del medio siglo quizás una réplica desmesurada de los atropellos o coacciones que pudieron sufrir los conservadores cuando el liberalismo se afincó en el poder a comienzos de los años treinta del pasado siglo -, esa vida de gran aldea algo ceremoniosa y todas las tardes afligida por la lluvia, que era la de la capital de la república, había desaparecido para siempre junto con sus cafés, los sombreros y los trajes oscuros. Mientras tanto, además de los tranvías de la infancia, iban perdiéndose para siempre otros rastros de esa época amable y remota ( el Hotel Granada , el Hipódromo de la calle 53 o el Cabaret La Reina - donde se anudaban amores indebidos con la música de un bolero sonando en la penumbra-), y el miedo empezaba a reinar en todas partes.
Tuvimos la ilusión de que el Frente Nacional le pondría fin al horror desatado por los tres disparos de aquel viernes de abril. Pero nos equivocamos. Repartiendo el poder entre los dos partidos tradicionales mediante cerrojos institucionales que duraron 16 años, enviamos a la izquierda más radical al monte. Nacía allí una guerrilla marxista, más tarde sustentada financieramente por el narcotráfico y el secuestro y tentada por el terrorismo, al mismo tiempo que, convertidos los dos partidos en clubes clientelistas, la opinión se desentendía de ellos y la vida política perdía el vigor y el brillo de otros tiempos. Queda, sí, en un lugar recóndito del alma nacional el anhelo de liderazgos limpios y de una vida democrática donde una opinión pública pueda ejercer un exigente protagonismo. Es decir, algo valioso y recuperable de lo que teníamos en aquella Colombia olvidada.
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