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La reforma de las CAR

El reciente decreto de emergencia mediante el cual se reforman las corporaciones autónomas regionales (CAR) es un extraño coctel de aciertos, errores técnicos e incoherencias. Su mayor logro es, quizás, la reforma de su gobierno, con miras a desterrar la politización, la falta de transparencia y las prácticas corruptas imperantes en muchas CAR, situación, vale decirlo, que no es propia de todas y cada una de ellas, como injustamente se les ha querido estigmatizar.
Se disminuye el peso de la representación de gobernadores y alcaldes en el Consejo Directivo de las CAR, con lo cual no sólo se aminora el riesgo de su politización, sino también se evita que aquellos continúen ejerciendo el inconveniente papel de juez y parte en las decisiones de política ambiental. Y se suprimen los dos representantes del sector privado y los dos representantes de las organizaciones no gubernamentales, una medida que debe aplaudirse, puesto que aquellos acabaron, con frecuencia, jugándole a la politiquería hombro a hombro con el clientelismo local y regional. ¿Por qué tanto silencio de los gremios del sector privado y de las ONG frente a tan reprobable y vergonzoso comportamiento de sus representantes?
En el decreto se pretende también despolitizar la elección del director de las CAR, entregando al Presidente de la República la responsabilidad de nominarlo ante la Junta Directiva, la cual tiene la posibilidad de ratificarlo o no, en cuyo último caso el Presidente deberá postular otro candidato (el decreto es confuso en establecer qué ocurre si se produce un segundo rechazo). Pero si no se reglamenta este artículo en forma tal que este candidato único de origen presidencial sea escogido mediante un estricto concurso de méritos, lo más probable es que el proceso de designación de los directores de las CAR acabe siendo manipulado por los líderes políticos (léase clientelismo) y los gremios, en pro de sus intereses particulares.
Al expedirse el Decreto, se oyeron voces de crítica por el hecho de que en la reforma no se hubiesen liquidado las 33 corporaciones hoy existentes, para reemplazarlas con 17 nuevas CAR con jurisdicciones por cuencas hidrográficas -como apareciera en un borrador de proyecto que se filtró y que los medios anunciaron como la última palabra-. Pero, por fortuna, la Presidencia actuó con prudencia al no aceptar aquella propuesta, tan improvisada y erróneamente concebida, y sólo se modificaron cinco CAR de la costa Caribe. Y es que la cacareada aproximación de las cuencas hidrográficas como el eje articulador de la gestión ambiental del territorio ha sido, de tiempo atrás, superada por otras concepciones tales como las de los ecosistemas y sus servicios y de la gestión integrada del paisaje, que, en muchos casos, son más adecuadas para proteger la gran y compleja riqueza en biodiversidad de países como Colombia, y, al mismo tiempo, adelantar una gestión sostenible de las aguas y demás bienes ambientales.
Resulta preocupante que se asignen a las CAR nuevas obligaciones en materia de prevención y atención de desastres y se establezcan plazos perentorios para cumplirlas, sin dotarlas al mismo tiempo de los sustantivos recursos económicos exigidos por una tarea tan necesaria y urgente.
De no corregirse esta absurda situación, quedarían condenadas a abandonar el ejercicio de funciones para la protección ecológica que son fundamentales para asegurar al país que las 'locomotoras' del desarrollo económico marchen dentro de los más estrictos estándares ambientales. En síntesis, las CAR se debilitarían aún más como autoridades ambientales, favoreciéndose así la destrucción y degradación del patrimonio natural de Colombia, lo que es fatalmente incoherente con el discurso ambientalista que el presidente Juan Manuel Santos suele reiterar en sus intervenciones públicas.
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