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El mago visto por el profesor inglés

La recién publicada biografía 'tolerada' de Gabriel García Márquez permite establecer vasos comunicantes entre el lenguaje del autor de Aracataca y los grandes clásicos de la novela del siglo XX.

Redacción El Tiempo
La vida de Gabriel García Márquez causa el mismo asombro que su obra admirable, vasta y diversa. La biografía de Gerald Martin, recién aparecida, se deja leer como la novela de fantasía de un hombrecito que de la nada, salido de los confines vallenatos de la remota Aracataca, con esfuerzos leales de mecanógrafo, acabó comiendo entre reyes y convertido en el huésped de los hombres más enjundiosos de la Tierra por su prosperidad en los negocios, la fama de su inteligencia, o su poder político, y a quien todo le sucedió con una llaneza de la que nadie aguardaba tantas doradas consecuencias.
Las biografías de los escritores suelen estar plagadas de angustias y desafueros de nacidos en familias descompuestas, de tormentas interiores a causa de algún mal moral o físico, de guerras vividas en carne propia. La de García Márquez en cambio, salvo sus hambres parisinas, y un noviazgo desgraciado en Europa con una actriz sin futuro, transcurrió en medio de una formalidad que por una razón de realismo mágico acabó transformándose en una anormalidad lindante con la desmesura y lo increíble.
La época de necesidades de Barranquilla es la de cualquier joven escritor en este país acostumbrado a despreciar a sus artistas, los años de reportero en El Espectador son iguales a los de un montón de reporteros de la provincia en Bogotá, y lo mismo puede decirse de sus días mexicanos cuando tuvo que trabajar en publicidad para poder comer y cuidar de su familia. No es el único que habiendo jugado la vida a la poesía debió acudir a la industria moderna de las mentiras piadosas que convierten un pañuelo de papel en un hallazgo genial en la historia humana, un agua turbia en símbolo de felicidad, o la llegada al mercado de una salsa de tomate en un acontecimiento cósmico.
Bogotá le hubiera proporcionado la ocasión de probar su coraje como a Hemingway o a Malraux la España de la guerra civil. Pero en vez de quedarse a que terminara el incendio del Bogotazo después del asesinato de Gaitán, para escribir su reseña, García Márquez tomó un avión de urgencia a Barranquilla, una ciudad entonces mucho más pacífica y sobre todo más alegre que la capital de Colombia donde todo el mundo iba vestido de negro incluido el fauno que encontró una noche en un tranvía en Usaquén, mientras él iba leyendo y leyendo poemas de Jorge Rojas.
Jamás uno de mis libros vendió mil ejemplares, dijo una vez El Mago, hasta Cien años de soledad. Algunos pocos críticos amigos y escritores que lo querían habían reconocido la belleza y la eficacia de su prosa desde los días del coronel que no tuvo quién le escribiera, de La  mala hora y de La mama grande a cuyos funerales asistieron todas las personas de relevancia en la Tierra entre los gaiteros de San Jacinto y Su Santidad el Papa. Y así habría seguido siendo todo para él, si la necesidad que tiene cara de perro no lo hubiera arrastrado a escribir ese libro inspirado que llamó Cien años de soledad, que le había dado vueltas en la cabeza desde la adolescencia. Entonces, en la mitad del camino de la vida, la gloria le cayó como un martillazo inesperado, y los reflectores de la fama del mundo giraron para seguirle cada paso de la vida en adelante, ya anduviera entre choferes de Barranquilla, o comiendo langosta con Fidel Castro en el yate privado del comandante, y tomando vinos reservados de Francia con Bill Clinton en la Casa Blanca. Enemigos irreconciliables a veces coinciden en el afecto y la admiración por García Márquez.
Sonará irrespetuoso, e impetuoso, pero es la verdad. La obra inaugural de su prestigio universal permitió que muchos en todo el mundo, con excepción de algunos personajes más o menos amargos, comenzaran a llamarlo Gabo a boca llena y con el pecho henchido de orgullo aunque jamás lo hubieran visto de cerca, y declararan que había dado a luz un libro igualable apenas a El Quijote, y la novela paradigmática del siglo XX. Mucho decir en un siglo que produjo un montón de novelas más coherentes con el desarrollo natural del género, como José y sus Hermanos de Mann, que convierte la sucinta fábula bíblica en un vasto poema sobre el perdón y en un fresco de la vida cotidiana de los pastores en el antiguo Egipto, como el mamotreto de Proust, epopeya del arribismo social y tratado inagotable del inagotable amor, como el intrincado Ulises de Joyce que jamás se acaba de escudriñar, como la Muerte de Virgilio de Herman Broch que explora las relaciones entre la poesía y el poder, y como el Cuarteto de Alejandría de Durrell, la más pormenorizada de las exploraciones en las costumbres sexuales de los hombres y las mujeres del siglo XX. Otro libro alegre que debería mencionar aquí es El tambor de hojalata de Gunther Grass. Pero Cien años de soledad rozó e hizo vibrar una fibra del corazón de los lectores en los cinco continentes, que la singularizó entre todas las novelas escritas hasta ese día. Tal vez porque está más cerca del desenfado del inconsciente, de la sustancia de los mitos, que las elaboraciones intelectuales de los maestros de la prosa europea.
La última vez que leí Cien años de soledad, lo hice mientras releía también los Buddenbrook de Thomas Mann, un libro hondo y triste, escrito con sabiduría y respeto por la gente que cuenta. Y mientras Mann me ponía en un estado de gracia parecido a la oración, a punto de levitar, al borde de la sublimación del simple mamífero que soy de mala gana, y por las noches cerraba el libro lleno de místico agradecimiento, CADS se me revelaba como el exceso de un camarada que hubiera enloquecido en castigo por decir mentiras, y cerraba el volumen con una sensación de bienestar y de buen humor como quien cierra un circo. No era serio, aunque fuera imprescindible y estuviera lleno de sorpresas y sabores inéditos. Como el Quijote pues, si ustedes quieren, que convierte la literatura en un placer de todo el cuerpo.
A propósito, no lo puedo evitar, encuentro el germen de casi todos los libros de García Márquez en Mann. El entierro de Jacob en José y sus hermanos se me parece al de la Mama Grande; José y sus hermanos y su tiempo cíclico me trae a la memoria el tratamiento del tiempo en CADS; un amor difícil, ¿el  de la señora Grünlich?, en los Budenbrook, me evoca por fuerza el romance de El amor en los tiempos del cólera, y hasta La Montaña mágica me trae ecos de ese personaje femenino del narrador de Aracataca que queda atrapado en un hospital de enfermos mentales cuando va a prestar un teléfono. No importa. El sello del estilo garciamarquiano, el ritmo y la poesía, que son una marca de fábrica, supera la suspicacia, y García Márquez está inscrito en una tradición, y es un hombre de una sólida cultura literaria. Es su manera de narrar lo que lo distingue, más cercana a las artes del bordado y la prestidigitación, que a las de la preceptiva literaria.
La biografía de George Martin impregnada en su estilo, su modo de escribir y de adjetivar y de hacer bailar las frases es contagioso, de cuidado, se lee como el relato de una existencia de prodigios, como otra fábula del mayor de los poetas del piedracielismo colombiano que en García Márquez halló acogida universal, quién lo creyera. Pero sobre todo conmueve que el personaje principal, si no es el padre, ese padre opaco que sin embargo se siente vivir y luchar y fracasar a cada paso que da el hijo, que además nunca aprendió a quererlo bien, al fin se aleje del mundo y de sus glorias hacia la amnesia, deje de reconocerse a sí mismo, y ni siquiera consiga acordarse a veces de los títulos de los libros milagrosos que escribió, y que le dieron una gloria descabellada para cualquier mortal, sobre todo si lleva un nombre común y corriente como Gabriel García.
El olvido hace de la fábula feliz, del cuento de hadas de la vida del Mago cataqueño, una tragedia que no parecía prevista en medio de tantos logros,  condecoraciones, afectos, homenajes y premios mayúsculos (aunque la amnesia está profetizada en el Patriarca del Otoño del Patriarca que dice Martin que de algún modo es el mismo García Márquez, y en la erosión de la memoria de Juvenal Urbino en El amor en los tiempos del cólera). Las últimas palabras de la biografía de George Martin estremecen, cuando el sujeto del homenaje, después de un agasajo en Cartagena con amigos y reyes y potentados, a punto de traspasar el umbral entre la conciencia lúcida y la ausencia irreversible le dice: qué bueno que hayas estado, para que puedas contarle a la gente que no fue mentira. Lo cual puede entenderse como el último reproche al padre, que solía decir que su hijo no había sido más que un gran mentiroso desde que estaba chiquito.
Por: Eduardo Escobar
 
Redacción El Tiempo
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