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Carta a Robinson Díaz

Supongo, Robinson, que hubieras preferido no vivir estas dos semanas. O transportarte a otro escenario con un guión distinto y un final feliz. Yo sé que ser uno de los mejores actores de nuestra televisión hizo que un asunto tan banal y tan privado como lo es una infidelidad se te convirtiera en una puesta en escena colectiva con teatro lleno. Y te confieso que no me sorprende el encarnizamiento de la prensa rosa, acostumbrada a buscar este tipo de asuntos en los basureros de los corazones en mal de amores, ni tampoco el pésimo gusto de los programas radiales y televisivos que se dedican a hurgar en los estragos de los amores públicos.
Lo que sí me sorprende es que tú te prestaras a hacerle el juego a esta pornoprensa cuando podías perfectamente callar y vivir lo que tantas parejas viven en silencio. ¿Será que ya no sabes separar tu guión de actor del guión de tu vida cotidiana y familiar?
Yo, de tu mujer, te mandaría a freír espárragos... no precisamente por tu infidelidad, sino por la manera como enfrentaste este asunto.
Porque, Robinson, la infidelidad no es el fin del mundo. El amor es nómada, el amor es precario, es frágil, y el deseo es caprichoso, vagabundo y aventurero. Lo han dicho centenares de novelas de la literatura universal; lo han dicho Tolstói, Balzac, Stendhal, Flaubert, Proust, Kundera, Cortázar y Gabo, por supuesto, con sus amores en tiempos de cólera. En el amor nada basta, nada es suficiente para colmar y calmar la carencia que define lo humano, y tal vez por esto mismo, el amar a otro, a otra, es casi un acto de infidelidad. Por eso siempre he creído que la infidelidad habita en el corazón del amor y en este sentido existen miles de maneras de ser infiel sin serlo. Y, claro, también miles de maneras de ser infiel siéndolo...
Es uno de los temas recurrentes del arte, de la literatura y del cine contemporáneo y me atrevo a decir que de la cultura en general. Y qué pobres somos cuando creemos que la infidelidad se manifiesta solo ante la pregunta indignada: "¿Te acostaste con ella? ¡Respóndeme!". Qué importa si se acostó con ella, si tal vez ya se estaba acostando con ella sin conocerla.
Además, lo que me gusta de la infidelidad es que se reparte equitativamente entre hombres y mujeres. Tal vez con manifestaciones simbólicas diferentes, pero hombres y mujeres no dejamos de ser infieles porque tenemos la deliciosa posibilidad de soñar y no existe manera de controlar o de frenar del todo el deseo.
Aun cuando probablemente las mujeres han aprendido a apaciguar más que los hombres ese caminar de la libido, porque la cultura ha sido mucho más severa con ellas que con los hombres. No obstante, cuando el deseo deja de circular y de manifestarse, es porque estamos colmados, es decir, muertos. ¿Qué hacer, entonces, para aceptar la fragilidad del amor cuando la cultura busca convencernos, por todos los medios, con la ayuda de la televisión, de los boleros y de las baladas, de que tiene que ser para toda la vida?
El poeta ya nos lo decía: el amor es eterno mientras dura, sólo mientras dura. El resto es telenovela y tú más que nadie lo deberías saber, Robinson. Entonces, no hay más que hacer sino aprender a aceptar su posible muerte sin tanto dolor y, sobre todo, sin tanta rabia y sin tanta publicidad. Por todo esto, Robinson, me decepcionaste. No por tu infidelidad, claro que no. Sino por tu manera de vivirla, de hacerla pública, de regalarla a la patética prensa de corazón, a los elencos que se alimentan de las miserias humanas desde lo más sórdido, lo más vulgar y lo más atrevido posible. Tu infidelidad hace parte de tu vida interior, privada. Te conocemos por tu excelente vida profesional de actor y lo que nos interesa es esto, Robinson. Nada más. Lo demás es tuyo, solo tuyo.
*Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad
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