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La historia del irlandés al que los uitotos rinden tributo

El trabajo de Roger Casement fue clave para detener la matanza que diezmó a la población indígena.

ARMANDO NEIRA
En algún lugar de Inglaterra, lejos, muy lejos de las sofocantes selvas de la Amazonia donde los indígenas uitotos lo veneraban como el mejor de los hombres blancos, ‘sir’ Roger Casement fue enterrado sin lápida ni cruz con la intención de borrar cualquier recuerdo suyo para siempre.
Las razones de la Corona británica eran poderosas. Para esta, Casement era un traidor independentista y, por si fuera poco, un “promiscuo y homosexual”, según enfatizaban las autoridades de la época. Por eso, fue condenado a muerte. Lo ahorcaron en la prisión de Pentonville, en Londres, el 3 de agosto de 1916.
El martes pasado, un grupo de indígenas de esta etnia provenientes del Putumayo se reunieron con el presidente de Irlanda, Michael D. Higgins, en un exclusivo hotel del norte de Bogotá, para agradecerle de corazón ya que, según recordaron, si Casement no hubiera sido el valiente que se la jugó por ellos, por allá en 1910, habrían sido exterminados sin contemplación.
El presidente Higgins se emocionó. No solo por el testimonio, sino porque para él Casement también forma parte de la historia de Irlanda. En 1965, cuando por fin el Gobierno británico autorizó la repatriación de su cadáver, fue llevado en un avión militar y su féretro fue expuesto durante cuatro días en una capilla, adonde acudió una romería para despedirlo como héroe. Allí, en el cementerio de Glasnevin, en Dublín, reposan sus restos.
‘El sueño del celta’
Casement había nacido en Sandycove, cerca de esta capital, el primero de septiembre de 1864. Y aunque su nombre y su vida son desconocidos para la gran mayoría de colombianos, fue una figura trascendental. Sacó a la luz los violentos métodos de las compañías londinenses mientras amasaban sus fortunas en lugares tan apartados como el Congo, África o el Putumayo, en Colombia. Su biografía es material de estudio y sirvió de inspiración para el premio nobel de literatura Mario Vargas Llosa, quien lo hizo protagonista en ‘El sueño del celta’.
En esta novela, Vargas Llosa recrea las pesadillas de Casement al conocer el drama de los nativos durante la ‘fiebre del caucho’, un periodo que comenzó en Colombia en 1879. Ese año llegaron los colonizadores a enriquecerse, arrasar selvas y segar miles de vidas en su intento por satisfacer el apetito de las urbes europeas y estadounidenses.
Irrumpieron con la misma barbarie usada en Perú, Ecuador y Brasil, donde también se daban silvestres los árboles de caucho de los que se extraía el látex. Allá también fueron autores de genocidios vergonzosos y levantaron ciudades que en su momento fueron símbolos de prosperidad, como Iquitos, Belem y Manaos.
Toda esta historia, sin embargo, no es tan conocida en nuestro país. Como ha sido siempre, para la gran mayoría es indiferente lo que ocurra en esas vastas tierras de la cordillera Oriental hacia el sur, selva adentro. Las pocas veces que han sido puestas bajo el foco de la atención han sido por el arte. La más reciente muestra la dio Ciro Guerra, quien se internó con su cámara y en su relato cinematográfico ‘El abrazo de la serpiente’ mostró una faceta de ese encuentro entre el hombre blanco y los nativos. Muchos años atrás fue José Eustasio Rivera quien, en la primera línea de su novela ‘La vorágine’, sintetizó la tragedia: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.
La obra de Rivera habla de la Casa Arana, el escenario del horror que desvelaba a Casement. Él era un humanista que desde muy joven se movía como pez en el agua entre las letras y la política. A los 19 años, por ejemplo, ya había viajado a África, donde fue nombrado cónsul británico, y trabó amistad con el marinero Joseph Conrad. Ambos, cuenta la historia, compartieron una cabaña. Los relatos de Casement le sirvieron de inspiración a su contertulio para escribir ‘El corazón de las tinieblas’.
Allí, en el Congo, Casement, en su condición de cónsul británico, obtuvo reputación por sus informes sobre la brutal represión, cercana al esclavismo, en la explotación cauchera por la empresa del rey Leopoldo II de Bélgica. Por esto, tiempo después fue nombrado cónsul en São Paulo (Brasil) y comisionado para venir hasta La Chorrera (hoy departamento de Amazonas) para verificar las denuncias de violaciones de derechos humanos por la Peruvian Amazon Company. Si bien era una empresa dirigida por el peruano Julio César Arana, Casement tenía licencia para auditarla porque esta tenía su sede en Londres.
Vargas Llosa se pregunta si Casement había ido en persona adonde se escenificaba semejante infierno. “¿Habría estado allá, en el Putumayo, en la gigantesca región donde operaba la compañía de Julio C. Arana? ¿Se habría ido a meter él mismo en la boca del lobo?”. En ‘El sueño del celta’ responde: “Cerró los ojos y vio la inmensa región, dividida en estaciones, las principales de las cuales eran La Chorrera y El Encanto, cada una de ellas con su jefe. O, mejor dicho, su monstruo. Eso y solo eso podían ser gentes como Víctor Macedo y Miguel Loaysa, por ejemplo”.
¿Por qué el calificativo? Por la brutalidad para quien no cumpliera con las cuotas exigidas. En 1903, “cerca de ochocientos ocaimas llegaron a La Chorrera a entregar las canastas con las bolas de caucho recogido en los bosques”, de los cuales, relata el premio nobel, separaron a 25 “porque no habían traído la cuota mínima de jebe –látex o caucho– a que estaban obligados”. Luego, dice el relato, exigieron a sus capataces envolver a los nativos en “costales empapados de petróleo. Entonces les prendieron fuego. Dando alaridos, convertidos en antorchas humanas, algunos consiguieron apagar las llamas revolcándose sobre la tierra, pero quedaron con terribles quemaduras. Los que se arrojaron al río como bólidos llameantes se ahogaron”. Los heridos fueron muertos a balazos. “Cada vez que evocaba aquella escena, Roger sentía vértigo”, dice la novela.
Casement sabía que “los administradores hacían aquello como escarmiento, pero también por diversión. Les gustaba. Hacer sufrir, rivalizar en crueldades, era un vicio que habían contraído de tanto practicar las flagelaciones, los golpes, las torturas”.
Escándalos del Putumayo
Un siglo después, en octubre del 2012, Marcelo Buinaje, un cacique uitoto de la comunidad de La Chorrera, relató lo que ocurrió durante esa época en un artículo en EL TIEMPO. Esa explotación del caucho fue una “masacre. Fueron más de 80.000 los indígenas asesinados durante la explotación del caucho” en menos de 20 años.
¿Cómo pudo ser que asesinaran cada día durante tanto tiempo a por los menos diez indígenas colombianos y en la capital nadie reaccionara? Para los nativos, tristemente, no quedó siquiera un cementerio que dé cuenta de lo que ocurrió. Sin embargo, de acuerdo con el relato de Buinaje, hay noches, especialmente en las de tormenta, en las que, en medio de la selva, se escuchan extraños gritos y el llanto de hombres y niños.
Ese fue el dolor que conmovió al irlandés. Escribe Vargas Llosa: “En el Putumayo corre mucha sangre. La gente termina por acostumbrarse. Allá la vida es matar y morir”.
Era 1910 cuando Casement llegó al Putumayo. Tomó nota de lo que ocurría y con una narración impecable y de excelente cronista para fijarse hasta en los mínimos detalles, elaboró el informe conocido como ‘Libro azul del Putumayo’, texto que, como ocurrió con el informe del Congo, causó vergüenza: se exterminaba a poblaciones nativas para arrebatarles su riqueza.
Por eso, los uitotos lo consideran un héroe. Para esta y otras comunidades indígenas de la región, Casement representa lo que para los demás colombianos el Libertador Simón Bolívar. Sus denuncias sirvieron para parar ese horror y mostrar la fuerza de las instituciones de la Gran Bretaña, donde se inclinaron ante la honestidad de su cónsul. Sin embargo, este afecto duró poco porque él se sumó a la causa nacionalista irlandesa.
En Colombia, su impacto fue enorme. La divulgación de los llamados ‘Escándalos del Putumayo’ hizo voltear la mirada a una región que entonces era considerada tierra de nadie y donde no había una claridad siquiera de cuáles eran las fronteras. Esta situación tuvo su desenlace en la guerra con el Perú (1932-1934), país al que había regresado Arana y donde murió, sin haber pagado cárcel, de muerte natural y con el aura de una gran figura para muchos nacionalistas.
El genocidio contra los uitotos fue, posteriormente, recogido en otras investigaciones como la hecha por el Centro de Memoria Histórica, en dos volúmenes, titulada ‘Putumayo: la vorágine de las caucherías’. En esta se recoge el testimonio de un indígena de nombre Marcelo Huitoto: “Estando en el Cuemañi, llegaban frecuentemente a donde vivíamos muchos indios de los de mi tribu que venían huidos del Putumayo, y me contaron que se habían venido porque los empleados de la Casa Arana los trataban muy mal y no les pagaban nada, que los extendían en el suelo, boca abajo, les amarraban cada pie y cada mano a una estaca y les daban azotes con un látigo grueso, hecho de cuero de danta, hasta dejarles casi los huesos en descubierto, y en este estado les echaban aguasal caliente. A los que morían de los azotes les echaban petróleo y les prendían fuego”.
El dolor del cónsul
Pero ¿por qué los indígenas aceptaron esto? José Eustasio Rivera lo cuenta en ‘La vorágine’. Describe la figura del “patrón” que trabajaba para la Casa Arana, quien a su vez podía delegar en otro “patrón” y así sucesivamente, hasta que llegaban a la base, que eran los indígenas. Ellos tenían otra noción del comercio basada en el trueque, y a punta de baratijas los enganchaban hasta hacerlos suyos en su sistema de esclavitud.
“Cuando la bola de caucho que traían del trabajo les parecía pequeña a los empleados encargados de recibirla, les daban tres azotes tan fuertes que de cada uno les hacían saltar del cuerpo los pedazos de carne”, describe Marcelo Huitoto.
En su informe, Casement cuenta que la sumisión de los indígenas llegó al extremo de que cuando entregaban el látex y veían que la aguja de la balanza no marcaba los 10 kilogramos, él mismo estiraba las manos y se extendía en el suelo para recibir el castigo. “Entonces, el jefe o un subordinado avanza, se inclina, coge al indígena por su cabello, lo golpea, levanta su cabeza, la tira contra el suelo, y luego de que su cara ha sido golpeada, pateada y cubierta de sangre, lo azota”.
Los nativos cuentan que llegaron a odiar su propia selva por haberles dado esos árboles que sangraban ese caucho. La selva es vasta, profunda. ¿Por qué no escapar? Porque eran cazados como animales. “Si los fugitivos eran capturados, eran torturados hasta darles muerte mediante los brutales azotes, ya que la fuga era considerada una ofensa capital. Se organizaban expediciones cuidadosamente planeadas para seguir la pista y recuperar a los fugitivos por más lejanos que se encontraran”, detalló el irlandés.
Pero ¿es posible que toda esta crueldad, este exterminio, haya ocurrido sin que el Gobierno Nacional lo supiera? “La noticia la sabían, por supuesto, pero todos pasaban de agache porque a nadie le importaba la Amazonia, menos los indígenas”, dice el historiador y profesor de la Universidad Nacional Fabio Zambrano. “Por eso es tan importante reivindicar hoy la figura de Casement”. Un hombre épico que denunció la explotación del colonialismo en África y América.
Antes de marcharse de Colombia, cuando revisaba los informes de lo que aquí vio, escribió: “Estos diarios me siguen poniendo enfermo, literalmente enfermo cada vez que los releo, y vuelve a surgir ante mis ojos esa selva infernal y toda aquella gente sufriendo”.
Fue tal el impacto que dejó en la conciencia de la gente que el poeta irlandés W. B. Yeats escribió: “El fantasma de Roger Casement / está golpeando la puerta”.
Este horror que escribió y fotografió Casement ocurrió aquí, en Colombia, en territorios donde crecen silvestres plantas que se han convertido en su perdición. Luego del caucho se descubrió otra planta, la coca, que llegó con una nueva violencia. Pero esa es otra historia.
ARMANDO NEIRA
Redactor de EL TIEMPO
ARMANDO NEIRA
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