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Una noche con Fidel

Esa noche comeríamos pavos a la Fidel, alimentados esmeradamente en sus fincas y condimentados.

MARÍA ISABEL RUEDA
Viajo a Cuba en 1995 con el ánimo de tomar unas vacaciones. García Márquez me invita a que lo acompañe a un homenaje del régimen a nuestro compatriota Manuel Elkin Patarroyo. Solo cuando veo entrar a Fidel Castro al recinto del imponente Palacio de la Revolución, enfundado en su ridículo uniforme militar recién confeccionado, entiendo que tengo una de esas citas con la historia. Lo imaginaba menos alto y obeso. Su presencia es tan carismática como intimidante. Esa noche está invitada la “comunidad científica cubana”, tan supremamente servil con Fidel que no asocio con un grupo de médicos sino de políticos cortejando al dueño de sus avales. Castro se detiene amablemente a saludarme, y tenerlo así de cerca enciende mi botón reporteril: “Presidente, ¿le teme usted a la muerte?”. El corrillo enmudece mientras Castro responde: “Cuando una mujer pregunta hay que contestarle”. Y con esa voz inaudible, flaquita, casi silbada, dice: “Sí, le temo a la muerte. Es más: le tengo un miedo terrible”. “¿Y para usted qué significa la muerte?”. “Un gran descanso”. “¿Está preparado para morir?”. “No. Todavía me quedan por hacer unas cositas”. Viviría 21 años más alimentando su leyenda.
Pasamos al salón principal, donde hay un pequeño bufet. Me escapo de la mesa y me sitúo al lado del cocinero inconfundible con su gorro blanco. Le pregunto cómo funcionan los ‘probadores’ de Castro, un hombre y una mujer que lo acompañan a todos lados para constatar que su comida no esté envenenada. A los pocos minutos, al cocinero “lo llaman” de larga distancia. Noto la incomodidad del entonces vicepresidente, Carlos Lage. Termina la recepción, todo el mundo, como a la llegada, vuelve a formarse para la despedida del Comandante, quien saca una flor de un arreglo y camina hacia mí para entregármela. “Ojalá te sirva la entrevista. Puedes utilizar lo que quieras. A propósito, te invito mañana a un paseo a donde podremos pescar el almuerzo”. No puedo contener mi antipatía: “Gracias, pero solo rompo mis vacaciones para ver a Gabo”. Da media vuelta y sin mediar palabra se va caminando por un largo corredor. Al día siguiente me invita a cenar a su casa el embajador de Colombia, Ricardo Santamaría. Apenas llego me entero de que a la cena no solo asistirá Castro, sino que él personalmente ha diseñado el menú. Básicamente, pavos preparados a su gusto, en una de sus fincas, alimentados especialmente y condimentados con una fórmula secreta de Fidel. Noto al embajador cuchicheando insistentemente con los funcionarios cubanos. Le pregunto qué pasa y me dice que Castro está muy molesto. Que yo estaré sentada a su lado en la mesa principal, pero que si le llego a dirigir la palabra, él se para y se va. Efectivamente, tomamos asiento, y no me saluda. Luego se discursea con deleite durante una hora larga sobre enfermedades tropicales, vacunas, hasta de vacas, soltando cifras que se sabe de memoria para aclimatar sus interminables discursos. Acusa a EE. UU. de introducir en Cuba un virus para dejar a los cubanos ciegos. Hace una amable referencia a cada uno de los de nuestra mesa y de mí solo dice: “Y aquí tenemos a una periodista desconocida de la cual nunca habíamos oído hablar”. Finalmente se sienta y arranca el banquete de los pavos. Sus ‘probadores’ comen directamente de su plato. De esa noche solo recuerdo el esfuerzo por contener las lágrimas de la rabia y las uñas larguísimas de Fidel.
En los días siguientes, en compañía de Gabo, pude completar mi retrato de este dictador paranoico: no sé si se lo inventó, pero me mostró el sitio en la escuela de cine de San Antonio de los Baños donde existe enterrada secretamente una pista de aviones de guerra, además de que las autopistas cubanas, según me dijo, están diseñadas así mismo para el despegue y aterrizaje de aviación bélica.
Mirando el cortejo fúnebre transportando una cajita con las cenizas de Fidel (quién sabe si lo incineraron con su sudadera Adidas), pienso que nada hay más efímero que la gloria y que uno no escribe su papel en la historia. Se lo escriben, y puede que a uno no le guste.
Entre tanto... Increíble cómo el abogado español Santiago le da órdenes a la Corte Constitucional de Colombia. Apruebe el ‘fast track’, y rapidito...
MARÍA ISABEL RUEDA
MARÍA ISABEL RUEDA
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