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El inapreciable legado cultural de Sylvia Moscovitz

Dedicó 64 años a enseñar canto y fue pionera en programas infantiles sobre música y literatura.

Sofía Gómez G.
Todos los que pasaron por las clases de Sylvia Moscovitz cantaban afinado. “Es que fulanito canta divino, tiene una voz extraordinaria”, comentaba la profesora a sus conocidos y amigos. Para ella pesaba más el amor, la fe y el entusiasmo que depositaba en cada uno sus alumnos, quienes la buscaban para pulir sus técnicas vocales.
A veces, la realidad era otra. “Nosotros oíamos las clases, porque eran en la casa, y nos parecía atroz; algunos eran muy destemplados”, recuerda Irene Vasco Moscovitz, hija de la maestra Sylvia, quien falleció hace un mes.
“Fue algo inesperado. El fin de semana anterior, mi mamá había almorzado con mi hermano Mauricio y fue al ballet en el Teatro Mayor. Tenía un bono para asistir a la ópera”, agrega Irene.
Incluso el día de su funeral, llamó la alumna que tenía clase durante esa semana, para confirmar su asistencia. Sylvia, brasileña de nacimiento e hija de una familia de origen judío, se mantuvo activa en la docencia desde que llegó a Colombia, en 1952, hasta la víspera de su muerte. Fueron 64 años enseñando.
Sylvia Moscovitz Povdal nació el 26 de diciembre de 1926 en Río de Janeiro, hasta donde llegaron sus padres a principios del siglo XX. Con sus hermanos Dina y Mauricio integraron la descendencia de Emil Mendel Shai Moscovits (así con ‘s’) y Rosa Povdal.
“Mis padres eran Moscovici. El mío es Moscovitz porque cuando tenía 7 años un maestro me dijo que yo lo escribía mal y me enseñó esta forma”, contó la misma Sylvia cuando se le preguntó por la forma correcta de su apellido.
Desde los 6 años de edad, en su colegio en su natal Río, se interesó por el canto y la música, que profesionalizó en la Escuela Nacional de Música de Brasil y que la llevaron a París, becada, para perfeccionar el canto lírico.
Allí aprendió que “lo importante es hacer música, lo que significa respetar lo que fue escrito por el compositor de la obra. El intérprete es un intermediario entre el compositor y la audiencia”.
Con su delicioso acento carioca y la voz angelical de mezzosoprano, Sylvia interpretó los grandes clásicos. “En ella se conjugan felizmente la propia musicalidad de su tierra natal con la severa y sabia escuela francesa en que hubo de formarse”, decía el musicólogo Otto de Greiff, quien se convirtió en uno de sus mejores amigos.
Al país la trajo el amor. Durante sus estudios en París, Sylvia conoció a un joven bogotano que cursaba Ciencias Políticas y Derecho: Gustavo Vasco. Ya casada con el empresario y político, trasladó sus recitales a Bogotá, donde fue dándose a conocer en el universo de la lírica local, mientras alternaba trabajos como odontóloga, profesión de la que también se graduó en Brasil.
Colombia, su hogar
“Cuando llegó a Colombia, cantaba con la Orquesta Sinfónica en el Colón y daba clases de canto. Creo que se interesó más por el universo infantil cuando participó en la ópera para niños La princesa y la arveja (1958), de Luis Antonio Escobar. En el montaje fue la reina madre”, recuerda su hija Irene. Quince años después estuvo en Bastián y Bastiana, también para los más pequeños, autoría de Mozart.
Los niños fueron su otra pasión. “En mi país hay una gran cantidad de programas para ellos, pero aquí en Colombia no hay literatura ni programas musicales infantiles”, dijo Sylvia Moscovitz en una entrevista publicada en 1958.
Fue esa inquietud, precisamente, la que la llevó a su primer proyecto infantil para la televisión, en el cual combinaba la literatura, la lúdica y la música. Así nació Rondas y canciones (1964).
“Colombia vio a Sylvia hacer prodigios con la educación de los niños, en la naciente televisión nos obsequió los más bellos programas infantiles, nuestro país inició este tema con una era de oro que ella estableció con su iluminada sensibilidad. Siempre admiré en ella este magnífico don; en mi opinión ese es su aporte inestimable a la cultura del país desde las telecomunicaciones”, comenta la presentadora y locutora Hilda Strauss.
Pasado el éxito de Rondas y canciones vinieron las dos etapas de Caracolito Mágico, que producía Caracol y que se grababa en los estudios de la Televisora Nacional. En este espacio aparecieron Leonor González Mina, la Negra Grande de Colombia, con su hijo Candelario.
“Mi mamá me pedía que le ayudara a escribir cuentos, poesías y canciones, o hacer la adaptación de algún escrito reconocido para sus programas. Eso fue durante mi infancia y adolescencia. Sin embargo, nunca fui buena con la música, ella me decía que sabía cantar, pero que era incapaz de poner una nota en su lugar. Me animaba a escribir, confiaba en mis textos”, cuenta Irene, que a la postre se convirtió en escritora, un oficio que ejerció en Venezuela y Colombia.
El taller del búho (1981-1982, en el que Clarisa Ruiz, exsecretaria de Cultura de Bogotá, fue guionista) y La abuela Zaza (1987) cerraron el paso de la cantante y docente por la pantalla chica nacional. Pero no todo fue fácil para Sylvia. Sus programas también tuvieron detractores que fundamentaban sus críticas en el halo académico que ella les imprimía a los contenidos infantiles.
“Decían que hacía programas muy intelectuales y nada comerciales. A lo que ella respondía: ‘es que a los niños hay que ayudarles para que vayan más allá de la caricatura, que los hace reír mucho, pero hay que formarlos en otras cosas. ¿Cómo escogen algo si no lo conocen, si no lo han probado?’ ”, explica Irene.
A la vez, Sylvia seguía con las clases y los recitales, que incluso trasladó a programas radiales, como Noche de gala, que dirigía Otto Greiffestein y en el que relataba las vidas de los compositores con sus temas más famosos, los cuales interpretaba junto con la pianista Hilde Adler.
Su voz retumbó en numerosas ocasiones en el Teatro Colón, la Sala de Música de la Biblioteca Luis Ángel Arango, el auditorio del Museo Nacional, el Museo de Arte Colonial y hasta en teatros de Venezuela y Panamá, solo por mencionar algunos escenarios.
El canto, su vida
La quietud no era una característica de Moscovitz. Cercana a los 90 años de edad no faltaba a un espectáculo de música clásica; adoraba leer, sobre todo biografías de músicos y compositores, e incluso hace un año había tomado un curso de sistemas, en la biblioteca Julio Mario Santo Domingo, para poder chatear con su hermana Dina, que vive en Brasil.
De los escenarios se retiró a principios de la década de 1990. “Si mal no estoy, su último recital como mezzosoprano fue en la Luis Ángel Arango, con música del compositor Heitor Villa-Lobos”, comenta su hija.
Pero jamás abandonó la docencia. Por sus clases pasaron cantantes, presentadores y actores, como Claudia de Colombia, Marcelo Cezán, Charlie Zaa, María Luisa Fernández, Margarita Ortega, Andrés Cepeda y Shakira, a quien su mamá traía desde Barranquilla cuando estaba a punto de empezar las grabaciones de Pies descalzos.
“Ella fue una mujer muy seria, estricta, pero también muy generosa –comenta el intérprete, compositor y productor Andrés Cepeda–. Cuando yo tomé sus clases me dijo: ‘Andrés, tú nunca vas a cantar como es, tienes una manera muy extraña de cantar y claramente la lírica no es para ti, pero ese es tu rasgo y lo debes cultivar. Y para poder hacerlo, sin que te dañes la voz, te voy a enseñar unos detalles’. En esa época, yo estaba con Poligamia y tenía mañas que la escandalizaban, pero me ayudó a encontrar mi estilo y a cuidarme para no dañar mi aparato fonador. Ese fue un regalo muy valioso”.
Sylvia, que perdió a su esposo en el 2013, tuvo tres hijos (Irene, Samuel y Mauricio), seis nietos y nueve bisnietos, a quienes educó en la creatividad y el conocimiento. Los Vasco Moscovitz heredaron su talento y amor por las artes.
“Mi hija, María del Sol Peralta, fundó la agrupación infantil CantaClaro. Ella es la continuidad musical de su abuela, pues creció con las grabaciones, las clases de canto y actuó en sus programas cuando era niña”, cuenta Irene.
Su casa, en el centro de Bogotá, fue un desfile constante de artistas, políticos e intelectuales. “Siempre había mucha gente y mi mamá era una excelente anfitriona. En aquella época se hacían los viernes culturales y en la noche todos remataban en la sala de mi casa. Mamá cocinaba delicioso: preparaba una ollada de arroz y otra de goulash. Pero ella no se quedaba en las fiestas, que eran muy animadas. Dejaba la comida y se iba a acostar”, cuenta Irene.
De esas veladas a punta de trago, música y goulash resultaron cosas como la revista Mito. “Años después vine a conectar que los fundadores eran los mismos borrachos de mi casa”, dice Irene entre risas.
El legado de Sylvia Moscovitz Povdal fue más allá de la música. “Es que no es solo cantar. No puedes ser intérprete si no tienes más conocimientos”, repetía la maestra. Su trabajo giró en torno a fomentar una educación integral. “Para ella, era clave que sus alumnos vivieran la música, que fueran más allá de la clase y los ejercicios de canto, que fueran a los conciertos, que conocieran las biografías de los compositores, que tuvieran cultura musical porque eso es algo que un músico tiene que saber –dice su hija–. Quería enriquecer a sus alumnos”.
Sofía Gómez G.
Cultura y Entretenimiento
Sofía Gómez G.
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