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Estatuto de la oposición ya

¿Es necesario realmente un acuerdo con la guerrilla para que se tramite ese cacareado estatuto?

En esta columna he insistido en que, contra lo que generalmente se cree, el principal problema del país no es el conflicto armado –solo el 5 por ciento de la delincuencia se asocia a este–, cuya existencia es un pretexto para no hacer lo que desde muchos años atrás hemos debido emprender en pro de un mejor país, como se deriva de algunos tópicos.
Según el Instituto de Medicina Legal, el conflicto ocupa el quinto lugar entre las causas de muerte en Colombia. La primera son los accidentes de tránsito (solo en este último puente hubo 47 muertos), perfectamente evitables si existiera una sólida política al respecto.
Matar personas por robarles un celular, unos tenis o una bicicleta, o al salir de un cajero, muy lejos está de ser atribuible a las Farc o al Eln.
Lo mismo cabe decir de la corrupción, descaradamente aferrada a la contratación estatal. Llama sí la atención que en los acuerdos de La Habana se mencionara la celebración indebida de contratos como delito conexo al de rebelión. Y vuelve a hablarse no solo de airear la vida política de la nación, sino de ¡la “urgencia”! de un estatuto de la oposición.
Pero ¿es necesario realmente un acuerdo con la guerrilla para que se tramite ante el Congreso ese cacareado estatuto? ¿O antes que expedir otra normativa jurídica destinada a los anaqueles no es mejor propiciar las condiciones para que en verdad exista oposición política?
Mucho ha debido hacerse. En primer lugar, estimular la existencia de verdaderos partidos políticos, con principios programáticos serios y democráticamente organizados, que no piensen solo en el botín burocrático, ni se aterren si no están en el Gobierno, lo cual no significa, ni más faltaba, regresar al bipartidismo. Puede haber tres, cuatro o seis partidos, pero que en verdad merezcan ese nombre, no el de simples microempresas electorales o fábricas de avales.
Lamentablemente, en Colombia desapareció el movimiento estudiantil, que solo ahora parece renacer, por fortuna, para tomarse la bandera de la paz y arrebatársela a los políticos, incapaces de aclimatarla con sus odios y amores recíprocos e inestables. También murieron el movimiento sindical y organizaciones antes poderosas, como la Asociación de Usuarios Campesinos y la Acción Comunal. El desvergonzado transfuguismo que hoy vemos es producto de esa lenta muerte de los auténticos partidos.
No ha sido posible aclimatar el concepto de responsabilidad política, y se acabaron los grandes debates parlamentarios. Se sigue confundiendo responsabilidad política con responsabilidad penal. Nadie responde ni por ineficiencia ni por decisiones equivocadas. Los funcionarios y personajes políticos se reciclan con asombrosa facilidad.
La división de poderes es un mito. Para nadie es secreto la perniciosa dupla Ejecutivo-Legislativo por la vía del clientelismo: de aplicarse la Constitución del 91, que considera como causal de pérdida de investidura de los congresistas pedir o aceptar gabelas del Gobierno, se desembocaría en otra revocatoria del Congreso.
Por ello, sigue siendo políticamente injusta la condena de Sabas Pretelt y Diego Palacio por negociar burocracia con una parlamentaria a cambio de su voto reeleccionista. ¿Y qué tal si se tomara en serio cuanto se ha dicho que desde 1990 existía en Palacio un ‘récord’ computarizado sobre la burocracia concedida a cada congresista?
Más que un estatuto –viable con o sin acuerdo con las Farc–, lo que se necesita es voluntad política de estimular la oposición. Barco lo hizo sin cambiar un solo artículo y armó el esquema Gobierno-oposición, origen de serios cuestionamientos al Gobierno. Después volvimos al Frente Nacional.
Otros temas de fondo para cambiar la vida política son: el acceso a los medios, la participación en debates, el combate a las castas familiares que por años se han repartido el país y, obviamente, la absurda relación entre votos y prebendas.
Es necesario llegar rápido a unos consensos sobre el fin del conflicto para que en verdad comencemos a cambiar el país sin pretextar que existe la guerrilla.
Alfonso Gómez Méndez
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