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¿Por qué suníes y chiíes mantienen una lucha de 14 siglos?

Experto en el islam explica de la 'a' a la 'z' por qué existen dos facciones musulmanas enfrentadas.

JOSÉ ÁNGEL HERNÁNDEZ
Con la muerte del profeta Mahoma, fundador de la tercera religión monoteísta, comenzaron las disputas entre los que se arrogaban el derecho a sucederlo como líder espiritual y político, y también en el Califato. El no dejar sucesor nombrado y no tener hijos (dos fallecieron a edad temprana) originan el conflicto entre chiitas y sunitas.
Entre los años 632 y 661 se dieron cuatro sucesores de Mahoma con título de califas, empezando con Abubequer y terminando con Alí: son los llamados califas Rashidum o los “bien guiados”.
Alí, primo paterno y yerno del Profeta, era el heredero esperado por una parte de los musulmanes, con base en indicios coránicos. Cuando Osman, tercer califa, fue asesinado en Medina por un grupo de soldados descontentos por lo que consideraban un desigual reparto de los botines atesorados en nuevos territorios conquistados, Alí fue designado califa. Conocía los ideales del Profeta, pues creció en su casa. Su designación no fue vista con agrado por los seguidores del emir de Damasco, que al pertenecer a la dinastía Omeya, como el califa anterior, se consideró heredero. Este enfrentamiento por la posesión del título llevó a una guerra civil de cinco años, con batallas míticas en la historia musulmana, como la de Al Yamal, en la que los enemigos de Alí, comandados por la viuda de Mahoma, Aisha, fueron derrotados. O la escaramuza de Siffin, a orillas del Éufrates, en la que el califa se enfrentó a Muawiya, gobernador de Siria que ansiaba el califato. Los contendientes trataron de llegar a un acuerdo: Huawiya planteó dividir en dos el califato y Alí ofreció dirimir el asunto en un duelo.
Alí fue asesinado en el 661. Durante el rezo en la mezquita de Kufa, Muawiya, su rival, fue nombrado califa y se trasladó el califato a Damasco. Arabia dejó de ser el centro político y se convirtió en centro espiritual, con La Meca como exponente del nuevo estatus.
Los seguidores de Alí, descontentos con el poder de los omeyas, familia a la que pertenecía el califa, creyeron que podían recuperar el cargo para el hijo de Alí, Hassan, que presionado y engañado por Huawiya se hizo a un lado. Pero su hermano Husain se negó a plegarse a las exigencias de Huawiya y se alzó en armas en su contra. Así, murió decapitado en la batalla de Kerbala, en el 680.
Su muerte inició el cisma. La ruptura de hace trece siglos se mantiene viva. Con el tiempo las diferencias, hereditarias, se convirtieron en dogmáticas e interpretativas del islam y, de manera especial, del periodo posterior a la muerte de Mahoma. Para los sunitas, los hechos y dichos del Profeta consignados en el Corán son indiscutibles. Los chiitas creen que el imán Mahdi, su duodécimo líder, de quien se dice que desapareció milagrosamente, volverá al final de los tiempos. Para los chiitas, el líder religioso o imán es también conductor en el terreno político. Los sunitas, en cambio, separan el poder temporal del espiritual: rechazan el clero como autoridad y se basan en la relación directa entre el creyente y Alá. Los chiitas creen en la potestad de sus santos y los adoran.
Los sunitas consideran la devoción a Alí una herejía. Se consideran los garantes de la tradición islámica. Son la gran mayoría de los musulmanes del mundo; los chiitas son solo uno de cada diez musulmanes.
El chiismo no tiene prácticamente presencia en el norte de África y se concentra, en su mayoría, en Oriente Próximo y en países asiáticos como Paquistán y Afganistán. Solo son preponderantes en Irán, la gran potencia, en Baréin y en Irak. Hay comunidades chiitas en países de mayoría sunita como el Líbano, Siria, Egipto, Yemen, Turquía, e incluso en Arabia Saudí.
Si la relación entre unos y otros ha tenido sus altibajos en la historia, en la época contemporánea es convulsa. La llegada al poder en Irán del ayatolá Jomeini, en 1979, inició la expansión de la revolución teocrática de Irán a países como Irak, Siria, Líbano, Baréin y Egipto, cuyas minorías chiitas eran hasta entonces indolentes.
La vocación de predominio regional de los iraníes convulsionó la zona y encontró la oposición enconada de los países de mayoría sunita, cuya máxima potencia era Arabia Saudí. En una zona geográfica donde las fronteras son consecuencia de las filigranas desequilibradas de las potencias coloniales europeas, la vinculación religiosa es casi siempre un componente de identidad más fuerte que la nacionalidad. Esto es visible en un Irak que los iraníes quieren convertir en satélite y donde los sunitas, tradicionales dirigentes del país, hoy en el ostracismo, se resisten con furia, engrosando grupos extremistas como Al Qaeda o el Isis, que fueron apoyados al comienzo por las monarquías del golfo Pérsico, sobre todo la saudí, aunque esta lo niega. Lo mismo vale para el Líbano, donde la guerrilla de la minoría chiita Hezbolá es la única entidad armada que planta cara a Israel.
El ‘nuevo’ Irán
La ejecución por Arabia Saudí del clérigo chiita Nimr al Nimr, que se declaró en contra del gobierno saudí y su monarquía, encendió de nuevo la llama del enfrentamiento. Sus comentarios sobre la familia real saudí, clan que se considera guardia de los Santos Lugares y que está adscrito a una variante rigurosa del sunismo, el wahabismo, no auguraba nada bueno.
Al gobierno saudí, hasta ahora, no le ha temblado el pulso para ejecutar a disidentes y, en este caso, no podía ser menos. Si a ello añadimos un pugilato continuo con Irán por la influencia en la zona, entenderemos el empecinamiento por matar a un clérigo chiita al que creen quintacolumnista de Irán. Esto, a pesar de las peticiones de clemencia procedentes incluso de Occidente, que han denunciado lo vago de las acusaciones de sedición, incitación a la lucha sectaria, etc. Nimr era un opositor del gobierno de mayoría sunita de Arabia y, desde su feudo de mayoría chiita del este de Arabia, lanzaba soflamas durante la Primavera Árabe (2011), que se extendió desde el norte de África a los países musulmanes de Oriente Próximo. Su sentencia de muerte junto a otros 47 procesados, la mayoría sunitas acusados de terrorismo, ha sido vista con indiferencia por el mundo musulmán de mayoría sunita, pero ha causado una virulenta reacción en el mundo chiita, con Irán a la cabeza. Las manifestaciones ante la embajada saudí, en Teherán, acabaron con daños en el edificio de la sede diplomática, perpetrados por manifestantes a los que la Policía iraní ni pudo ni quiso contener.
Las relaciones diplomáticas de los dos países están llenas de desencuentros desde su independencia de los países europeos. Irán es un país militarmente poderoso, con un programa nuclear que ha roto el monopolio atómico israelí en la zona. Ante esto, la táctica de Estados Unidos ha sido la de equilibrar la sunna con la shia, para lo cual se necesita que Irán cobre fuerza e influencia. Esto no gusta a los aliados tradicionales de EE. UU. en la zona, los países sunitas.
A El Cairo y a Riad le inquieta este equilibrio. Se sienten traicionados por su aliado, por firmar el acuerdo nuclear con Irán, que afecta de manera decisiva las relaciones en la región. Irán se siente legitimado para intervenir en Siria en apoyo de su aliado Asad, aunando fuerzas contra el Isis, que conforman radicales sunitas. La muerte de dos generales iraníes en Siria nos habla de la implicación de Irán en ayuda de un Bachar al Asad perteneciente al alawismo (variante del chiismo y soporte de la milicia chiita libanesa Hezbolá). ¿Cuál sería la reacción del mundo sunita ante este nuevo panorama?
‘Valladar sunita’
El mundo sunita también tiene poderío militar, económico y político en la zona y, aunque no poseen la bomba atómica, pretenden ser un muro de contención ante la creciente influencia del chiismo iraní.
Turquía posee uno de los ejércitos más disciplinados del mundo; al pertenecer a la Otán, tiene acceso a armamento de última tecnología y el amparo de sus socios en la principal organización militar occidental. Egipto es uno de los dos países que más ayuda militar reciben de Estados Unidos y es el centro islámico del saber. Arabia Saudí es un estado inmensamente rico gracias a las regalías petrolíferas y tiene capacidad de financiar la construcción de mezquitas y madrazas por todo el orbe. En su territorio están las ciudades santas de La Meca y Medina. Pero hay algunos componentes que pueden quebrar este frente de países sunitas contra Irán.
Turquía no es árabe, como sí lo son Egipto y Arabia Saudí. Y solo les une el ser sunitas y antiiraníes. Turquía se encuentra en una situación política inestable, con un primer ministro, Erdogan, muy criticado por sus tics dictatoriales y su derive islamista, que podría acabar como sus homólogos egipcios Mubarak y Mursi, derrocados por un golpe. El estamento castrense está descontento por ser obviado como nunca desde la fundación de la república laica de Ataturk. En el devenir de la economía pasó de hablarse del ‘milagro turco’ a tener una deuda insostenible. La sempiterna sedición kurda es el asunto interno más importante y para el que no se vislumbra solución a corto plazo, con guerrilleros kurdos en pie de guerra en la frontera turco-siria, línea por la que se mueven rebeldes sirios, petróleo de Isis, peshmergas kurdos y refugiados constantemente, con el peligro de contagio del conflicto en Siria e Irak.
Egipto, un país superpoblado, con una juventud preparada pero sin esperanzas laborales e incluso vitales, es una república en perpetua inestabilidad. Con una economía estancada por su dependencia del turismo, ahora en coma, apoyado por un Estados Unidos resignado a apoyar la inmisericorde dictadura del general Sisi, antes que a un gobierno de los Hermanos Musulmanes (que, recordemos, ganaron las elecciones y que fueron removidos del poder con la complacencia de Occidente). El derrumbe de Egipto, lo que no es descartable, desequilibraría la zona, las relaciones con Israel, el control del canal de Suez y generaría un éxodo de una magnitud que difícilmente Europa podría asumir.
Para el otro gran líder sunita, Arabia Saudí, las perspectivas tampoco son halagüeñas. Para un país dependiente del petróleo, que está al albur de su precio, el futuro no es alentador. Con una minoría chiita humillada por una monarquía que no reconoce los más elementales derechos democráticos, a cambio de no pagar impuestos; con una población autóctona que no sabe lo que es trabajar, haciendo descargar esta responsabilidad en extranjeros en régimen de semiesclavitud en su mayoría... Todo ello unido plantea un horizonte difícil para la monarquía del golfo.
Como se ve, la coalición sunita contra el expansionismo iraní hace aguas por los intereses no comunes de cada país. Irán, por su parte, despierta a un nuevo panorama con la firma del acuerdo con EE. UU. Con el levantamiento de las sanciones por su programa nuclear, y que le han costado a Irán un 20 % de su PIB desde el 2010, el país podrá exportar un millón de barriles en el 2016. Claro, los precios no ayudan, pero supondrán una inyección de capitales.
Con un Irán revitalizado, aumentará el apoyo a la dictadura siria y a las milicias de Hezbolá en el Líbano, amén de tener dinero para financiar a las minorías chiitas en países de mayoría sunita, a su vez financiados por Arabia Saudí. Esto exacerba los ánimos en una zona donde EE. UU. declina actuar con tropas terrestres, pues estas las pondría Irán, para luchar contra Isis, objetivo prioritario de Estados Unidos, Europa y Rusia; pero también les permitiría el soporte militar al dictador sirio detestado por EE. UU. y Europa, y al que apoya Rusia.
En el corto y mediano plazos, los objetivos de Estados Unidos e Irán confluyen en contra del Isis, pero no sabemos qué sucederá en el futuro, con un Irán que nos tiene acostumbrados a no jugar limpio.
Las relaciones entre las comunidades musulmanas no nos hablan de concordia. Hoy, este es un conflicto por el poder en la zona que adopta un manto religioso para justificarlo y fomentar la movilización popular. Detrás de este conflicto se esconde la secular rivalidad por el domino del golfo Pérsico entre Arabia Saudí e Irán, que se puede también aplicar a un Irak de mayoría chiita y con una insurgencia sunita que tanto a Irán como a los occidentales, con EE. UU. a la cabeza, les conviene acabar.
JOSÉ ÁNGEL HERNÁNDEZ
Doctor en Historia Contemporánea. Director del Departamento de Historia de la Universidad Sergio Arboleda. Profesor de Islam y Occidente.
JOSÉ ÁNGEL HERNÁNDEZ
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