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Nuevos desiertos avanzan detrás de la fiebre del oro

Mayores estragos de la minería ilícita se ven desde Ayapel, Córdoba, hasta el río Nechí, Antioquia.

Desde el espacio, a 702 kilómetros de altura, los satélites del sistema Landsat de la Nasa revelan el crecimiento de un cáncer que, literalmente, se está comiendo la tierra y los ríos de al menos nueve departamentos de Colombia. La herida más grande se extiende a lo largo de miles de hectáreas, desde la ciénaga de Ayapel, en Córdoba, hasta mucho más allá del margen occidental del río Nechí, en el bajo Cauca antioqueño.
Es el cáncer de la minería ilícita del oro, y la metástasis se ha disparado en los últimos cinco años, de la mano de miles de dragas y retroexcavadoras que en cuestión de meses son capaces de convertir en un desierto de arenas muertas y lagunas de mercurio áreas más grandes que cualquiera de los centros urbanos de toda la región.
La magnitud del desastre ecológico apenas se está cuantificando. El Sistema de Monitoreo Antinarcóticos de la Policía (Sima), que utiliza alta tecnología para ubicar las zonas con cultivos ilícitos y minería clandestina, ha identificado en todo el país 6.330 puntos donde se saca oro de aluvión. Sus reportes de inteligencia señalan que hay 95.000 hectáreas “con total afectación” por efectos de la extracción sin control. Chocó (40.780 hectáreas), Antioquia (35.581 hectáreas), Bolívar (8.629) y Córdoba (5.291) tienen los mayores niveles de daño.
Pero hay al menos otras 100.000 hectáreas impactadas en esos departamentos y en otros como Nariño, Cauca, Valle, Caquetá y Guainía. Son casi 200.000 –más de 3 veces el desierto de La Tatacoa, el más grande del país, y 40.000 hectáreas más que la extensión total de Bogotá– arrasadas o seriamente deterioradas. Eso, sin contar las zonas amenazadas por la búsqueda de oro en socavón, que tiene en jaque varios sistemas de páramo.
En Chocó, departamento que alberga uno de los ecosistemas más variados y, a la vez, más frágiles del mundo, entre el tupido tapete de la selva hay cada vez más pedazos de tierras muertas. Un documento del Ministerio de Ambiente calculaba, para el 2013, que había al menos 67.000 hectáreas de selva húmeda “fragmentada o transformada” en el distrito minero del río San Juan.
Allá el suelo se ve amarillo y blanco porque las palas mecánicas, y también el mercurio y el cianuro que se usan para separar el oro de otros minerales, borran las capas superiores del suelo, que son las que sustentan la vida vegetal. Las pozas de mercurio y cianuro se van filtrando poco a poco hacia las fuentes hídricas subterráneas, cuando no van directamente a los imponentes ríos chocoanos, hoy impotentes ante el avance de la nueva fiebre del Dorado.
Reporteros de EL TIEMPO recorrieron seis regiones de Colombia y lograron documentar, como nunca antes, el país de cráteres y de aguas muertas que está dejando a su paso la minería ilícita. Las estremecedoras imágenes captadas desde drones y helicópteros revelan la profunda afectación del ecosistema y, sobre todo, el avance de los nuevos desiertos.
Un complejo coctel en el que se mezclan la falta de normas más fuertes, la entrada de guerrillas y bandas criminales a un negocio que hoy por hoy es hasta 20 veces más rentable que la coca, así como la necesidad y la falta de conciencia de miles de colombianos que, literalmente, se ganan la vida arrasando el entorno en el que crecen sus hijos, allanan el camino de retroexcavadoras y dragas que hoy multiplican por mil el daño causado durante décadas por la extracción artesanal.
El daño de los ríos no es menor. Aunque la presencia de dragas no es nueva, en los últimos años empezaron a verse por todas las zonas mineras nuevas máquinas, llamadas ‘dragones brasileños’ –de Brasil llegan ilegalmente ‘garimpeiros’ que venden su experiencia en minería de aluvión y ‘empresarios’ dueños de las máquinas–, que potencian el daño gracias al poder de sus motores de succión. Con esos ‘dragones’ los buzos artesanales barren el lecho de los ríos para llevar a las tolvas instaladas en los planchones el material del fondo. Pero no solo succionan el suelo, sino plantas, peces y ecosistemas subacuáticos claves para su reproducción.
En 12 parques naturales nacionales, entre ellos varios de la selva amazónica, hay minería criminal y la mano de obra la ponen, a pago de miseria, indígenas, colonos y muchos extranjeros ilegales. Allá, como en otras regiones del país y en evidente contravía con su discurso ecologista, las Farc están ligadas directamente a esa actividad depredadora: una sola compañía, la ‘Acacio Medina’, en Guainía, podía recoger en un mes 1.700 millones de pesos por sus ‘inversiones’ en minería de oro y coltán, según cifras del Ministerio de Defensa. De hecho, hay 1.837 procesos contra las Farc por el daño ambiental.
Esa guerrilla no solo saca ‘vacunas’ de toda la cadena de extracción, sino que les presta a los mineros, con intereses de usura, el ‘plante’ para conseguir las retroexcavadoras.
Cómo aparecen esas máquinas que pesan toneladas y valen centenares de millones de pesos en algunos de los lugares más remotos del país –la Policía de Carabineros, que es la fuerza de choque del Estado colombiano contra ese fenómeno criminal, calcula que solo en el bajo Cauca hay por lo menos 3.600– es uno de los capítulos menos explorados de la cadena de corrupción pública que se nutre de la minería ilícita. Varios alcaldes están bajo la mira de la justicia porque avalaron la entrada de maquinaria pesada a sus jurisdicciones para obras que nunca se hicieron y que terminó en manos de ilegales.
El Eln y las nuevas bandas también sacan tajada. A la par de la extorsión, estos grupos manejan directamente zonas de explotación en sus áreas de influencia. Además del daño ambiental, es esa millonaria fuente de ingresos para los ilegales la que ha convertido el combate contra la minería criminal en un asunto de seguridad nacional. Solo un 13 por ciento del oro que se saca cada año del país proviene de minas tituladas. El resto, que equivale a unos 7 billones de pesos, se queda en la informalidad y en los bolsillos de las organizaciones criminales.
Pero sin importar cuál sea el grupo ilegal que se lucre de la minería ni la zona del país, lo cierto es que las millonarias ganancias no se reflejan ni en el progreso de los pueblos ni en una mejor vida para los miles de colombianos que se dedican a esa actividad. En Antioquia, departamento que produce casi la mitad del oro que se extrae en Colombia (27 toneladas, de 60 anuales), los niveles de miseria están sobre el 8 por ciento. Pero en los municipios donde están las minas esa proporción sube al 30 por ciento.
Esa realidad se ve a primera vista en Cuturú, un pequeño corregimiento de Caucasia (Antioquia) cuyos tres centenares de casas de techos de zinc se pierden en medio de la aridez que no para de crecer, paradójicamente, al lado del caudaloso río Nechí. Allí hay unas 3.000 hectáreas de paisaje casi lunar. Los niños suelen nadar en las pequeñas lagunas artificiales en las que la bella apariencia de las aguas azules y verdes esconde la presencia de mercurio, cianuro y gasolina desechados por los mineros.
Rodeadas de agua que no pueden beber y de peces que no deben comer (una investigación del Ministerio de Ambiente en el río Quito, uno de los más impactados en Chocó, encontró solo 15 especies de peces supervivientes, de las cuales 11 tienen trazas de mercurio en “niveles no permisibles para el consumo humano”), comunidades enteras siguen deslumbradas por el fulgor del oro, aun a costa de quedarse sin dónde vivir.
Los efectos de la fiebre ya están golpeando el sistema de salud pública: en Segovia, nordeste de Antioquia, donde la minería no es a cielo abierto sino en socavón, pero donde el uso de mercurio es igual de irracional (en el 2009 la ONU calculó que, al año, en esa zona se liberaban al medio ambiente 180 toneladas), investigadores médicos han hallado al menos medio centenar de personas con daños en el sistema nervioso central, uno de los más sensibles al metal tóxico. Pérdida de memoria, irritabilidad, insomnio y movimiento involuntario de las extremidades son algunos de sus males. Allá también hay una tasa más alta de pacientes con daños renales que en las regiones del país donde no hay minería de oro.
Hombres como Óscar Ceballos y Raúl Ríos, dos mineros de toda la vida que hoy pagan el precio de su oficio, hablaron con EL TIEMPO sobre su paradoja, que es la de miles en esas zonas, y que también podría ser la del país: saben que el mercurio los está matando lentamente, pero no saben hacer otra cosa y tampoco conciben una vida alejada del negocio.
JHON TORRES MARTÍNEZ
Editor de Justicia de EL TIEMPO
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