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La leyenda del 'Viejo Willy'

Willington Ortiz habla de su carrera. 'Con el fútbol hice amigos y con la política, enemigos', dice.

Con todo el plantel de Millonarios adentro, unas manos fantasmas –tan comunes en los casos del “terrorismo” futbolero de los años setenta– le echaron llave al camerino visitante. Luego rompieron un vidrio y por ahí lanzaron dos petardos que detonaron con los correspondientes retumbos ensordecedores.
Las explosiones lograron su cometido y los jugadores entraron en pánico, excepto uno: un joven de 21 años que se había robado el corazón de los hinchas azules y cuyo nombre estaba en boca de todos: Willington Ortiz.
Con ese estruendoso marco comenzó en Buenos Aires el partido por las semifinales de la Copa Libertadores de América, entre San Lorenzo de Almagro y el Club Deportivo Los Millonarios, el 24 de abril de 1973. Un encuentro que ya había tenido un lamentable capítulo en Bogotá, el 11 de abril, cuando el árbitro brasileño Sebastião Rufino se convirtió en el nefasto protagonista. La historia, narrada mil veces, cuenta cómo Rufino, el apellido que se convirtió en la década de 1970 en un adjetivo bogotano para denominar a un rufián (“no sea tan Rufino”, decían), le anuló dos goles legítimos a Millos.
Trece días después, en la cancha de San Lorenzo, todo estaba perfectamente caldeado. “En el entrenamiento nos amenazaron con cadenas y armas cortopunzantes”, recuerda Alejandro Brand, el 10 de aquel Millonarios. Una vez los equipos saltaron a la cancha, después del suceso de los petardos, hubo un jugador que marcó la diferencia del lado colombiano. “Esa tarde entendí de qué material estaba hecho Willy. Yo vi cómo le tiraban patadas y puños que le conectaban como si protagonizaran una pelea callejera y él, guapo como pocos, se paraba y seguía con el balón. Perdimos 2-0, sí, todo estaba cuadrado para que perdiéramos, pero ese día supe que el negro iba a ser el mejor jugador de este país, por lejos”, contó en el año 2000 Jaime Morón (q. e. p. d.), el otro protagonista de aquella inolvidable delantera azul que el público denominó “El BOM”: Brand, Ortiz y Morón.
Aquellas batallas no solo hicieron parte de la primera vez que un equipo colombiano llegó a la semifinal de la Copa Libertadores, sino que también dejaron ver, en el sur del continente, el talante de quien el año anterior había sacado a Millonarios campeón del torneo local. El mismo que, en efecto –tal cual lo señaló Morón–, se convirtió en el mejor jugador de fútbol de Colombia de los años setenta y ochenta. El que todavía disputa, en franca lid –siempre desde diferentes ópticas–, el título al mejor jugador de la historia del fútbol colombiano con Carlos “el Pibe” Valderrama, Faustino Asprilla, Radamel Falcao García y, obvio, James Rodríguez (de ahí no sale).
Aquel año fue el destape internacional del más célebre hijo de Tumaco. De hecho, tres meses después de aquellos combates “libertadores”, el 5 de julio de 1973, el negro escribió otro capítulo de leyenda. Fue en Montevideo, Uruguay, por las eliminatorias a la Copa del Mundo Alemania 1974.
Willington Alfonso Ortiz Palacio ya era el gran ídolo de la tricolor y, de la misma manera como lo haría por más de 15 años, se echó sobre sus hombros la responsabilidad de conducir el ataque de la selección Colombia. Aquella tarde conectó un derechazo con el que Colombia le ganó a Uruguay 0-1, en la mítica cancha del Centenario. Nunca antes “La Celeste” había perdido de local en las eliminatorias al mundial.
De ahí en adelante, Willington se convirtió en el objetivo militar de todas las defensas de los clubes colombianos e internacionales, así como de los seleccionados que tuvo que enfrentar. Y lo molieron a patadas, como aquella vez que el defensa Antonio “el Gringo” Palacios le produjo un desgarre –con herida de 35 puntos– sobre el muslo izquierdo, o como aquella tarde cuando el defensa Jorge García, de Rosario Central, casi lo deja inválido tras un rodillazo que le fisuró la quinta vértebra lumbar. Pero él siempre se paró y nunca, jamás, se escondió. “No recuerdo un delantero colombiano más hábil y más guapo que Willy”, explica Guillermo Ruiz, historiador del fútbol local.
Luego vinieron tres lustros de inolvidables gambetas y largos recorridos por la punta derecha que, no solo hicieron levantar decenas de tribunas, sino que convirtieron en goleadores a varios de sus compañeros en Millos, Deportivo Cali y América. Una vibrante carrera que logró, por primera vez para el país, un subcampeonato de la Copa América (1975); que conquistó seis títulos personales en liga colombiana (1972, 78, 83, 84, 85 y 86); que alcanzó tres subcampeonatos de la Copa Libertadores con América de Cali (1985, 86 y 87) y que sostuvo el estandarte de la selección Colombia en las eliminatorias a cuatro mundiales (74, 78, 82 y 86).
Hoy, Willington Ortiz acaba de cumplir 63 años. Está entero, parece un hombre de 50 años y tiene la memoria intacta. De su brillante carrera –184 goles en liga, 19 en Copa Libertadores y 12 con la selección– quedaron un montón de heroicas crónicas de prensa y, muy lamentablemente, un puñado de pobrísimos videos que poca justicia le hacen a su grandeza.
Esta es la historia de un hábil y valiente jugador que hizo ver muy mal a centenares de defensas, quien, por mil razones –una más absurda que la otra– nunca pudo salir a jugar en otra liga y, lo que es peor, nunca pudo participar en un mundial de fútbol. Esta es la leyenda del “Viejo Willy”.
¿Siempre fue puntero?, incluso, ¿desde calle Vargas en Tumaco, donde nació y desde la cancha del barrio Villa Lola, donde empezó?
Yo era el que llevaba la pelota. Yo era el 10. Es que siempre jugué con los más grandecitos y siempre aguanté un poquito más con los grandes.
¿Cómo es el cuento de que usted, todos los días de su infancia, se volaba de la escuelita a jugar fútbol?
Yo estuve en la escuela de varones número cuatro, popularmente conocida como la escuela del potrero y todo fue así porque afuera estaba la cancha. No era que me volaba, sino que la cancha estaba ahí al frente. El caso es que detrás del arco norte vivía un señor que era muy bravo, que no tenía hijos y que, cada vez que el balón le caía allá, él lo cogía y le metía cuchillo. Entonces nosotros lo que hacíamos era tirarle piedra a la casa porque tenía un techo de zinc, para que le sonara bien duro…
¿A qué edad llegó a la cancha San Judas, donde se inician todos los futbolistas profesionales de Tumaco?
A los 14. Empecé en un equipo que se llamaba el Junior. Ahí todavía yo era armador, un diez…
Su fama de gran jugador creció en esa cancha hasta que se fue al Juventud Girardot, a jugar en la segunda división…
Salí con una cajita de cartón en la que llevaba una camisa y un pantalón, porque en la casa no había maletas. En realidad nos fuimos seis muchachos de Tumaco. Nos pusieron a todos en una habitación con tres camarotes. Nunca olvidaré que allá nos dio la “siete luchas”, que es una rasquiña que le da a uno por todo el cuerpo, porque todos usábamos el mismo jabón… ¡Ja!
De vuelta a Tumaco y, en un segundo intento por alcanzar la gloria, se fue a probar a América. ¿Por qué no se quedó en Cali?
Duré seis meses. Me dijeron que no les servía porque era muy bajito, porque era muy flaquito. Me rechazaron y de vuelta pa’l pueblo… A la selección Tumaco.
Entonces sucedió el famoso cuadrangular en Tumaco, en 1970, contra el Cali, Millonarios y la selección Buenaventura donde, dicen, usted la rompió…
Pero claro. Yo ya había tenido mi paso por América y por Juventud Girardot y yo sabía que esa era mi última oportunidad de volverme jugador de fútbol. Y sí, jugué todo lo que pude. Y don Jaime Arroyave, de Millos, me pidió a mí y a Eladio Vásquez que nos fuéramos para Bogotá.
¿Cuál fue la primera impresión de la capital?
Las escaleras eléctricas del aeropuerto. Los dos como unos montubios parados ahí, mirándonos, diciéndonos: “¿Y entonces?, ¿cómo hacemos aquí?, ¿vas tú primero o voy yo primero?”. Hasta que vino don Jaime y nos empujó a ambos y nos dijo: “Móntense, bobos, que eso los lleva solos”. Inaugurados en Bogotá.
¿Dónde vivió?
En El Minuto de Dios. Millonarios tenía una casa de concentración y nos dieron una habitación para Eladio Vásquez y para mí. Atravesamos un palo de escoba y ahí colgamos la camisa y el pantalón... ¡Je!
El técnico Gabriel Ochoa Uribe declaró un par de veces que, cuando lo vio, usted le recordó a Garrincha, pero más guapo. ¿Así de decidido entró a los entrenamientos?
Es que yo llegué muy agresivo e irreverente. Si un grandote me metía una patada, yo le metía dos. Yo no me iba sin siquiera arañarlo o jalarle la camisa. Duré seis meses sin saltar a primera, pero esta vez no me pasaba por la cabeza que me podían devolver. Es que volver otra vez al pueblo, fracasado y con la caja de cartón…,no! Ya yo no tenía otra oportunidad. Era una y era esa.
Usted debutó con Millos el 20 de enero de 1971 contra Internacional de Porto Alegre y marcó un gol. Entonces nunca más soltó la titular…
Nunca más. Me decían: “¿Y ese negrito de dónde salió?”. Luego vino un amistoso contra el Unión Magdalena, antes de iniciar el torneo, y metí tres goles. Y vuelve y juega: “¿De dónde sacaron a ese negrito?”.
Y se instaló con todo, hasta con casa propia.
Es que supe que don Jaime Arroyave estaba vendiendo una casa en el sur y le dije: “Hagamos una cosa, el club me está haciendo un contrato por el primer año por tanta plata. Ahí está mi contrato firmado. Usted cobra esa plata y usted me da la escritura”. Y así fue. Se la compré y me traje a toda la familia: papá, mamá y mis hermanos, que son siete, conmigo. Ese año, incluso, llegó Pacheco con sus cámaras de televisión a descubrir quién era el nuevo gran talento del fútbol colombiano. Toda una sensación.
Entonces, en esa temporada, comenzó la historia de una delantera mítica, el famoso “BOM”, tanto en Millos como en la selección: Brand, Ortiz y Morón. ¿Cuál fue la química?
Que éramos grandes amigos y que el médico Gabriel Ochoa nos obligó a estudiar. Entonces, con Jaime Morón, estudiábamos en la Pedagógica Educación Física y Alejandro Brand estudiaba Economía. Nos hicimos muy llaves, teníamos las mismas ganas, nos entrenábamos muy bien y nos entendíamos a la perfección en la cancha.
Y viene su primer título, en 1972. ¿Cuál es su gran recuerdo de esa conquista?
Que en la celebración nos metimos todos en la pileta de la Rebeca, en la 26 con 10, dizque por cábala. Después alguien tuvo problemas en los ojos y nosotros le decíamos: “Si ve, por meterse en esa pila llena de ‘miaos’”.
Vino el primer llamado a la selección, para los Olímpicos de Múnich. Pero no les fue muy bien…
Primero hubo una gira dizque para tener roce internacional. Recuerdo que hicimos un partido en Grecia, contra Panathinaikos y hubo una pelea enorme, terrible: todos nos dimos en la jeta. Y después sí fuimos a Múnich. Entonces nos tocó contra Alemania Oriental, con jugadores de todas las edades que, decían, todavía eran amateurs. Y nos arreglaron porque nosotros sí éramos sub-21. Después nos tocó una Polonia impresionante y chao.
Usted se volvió el gran referente de la selección absoluta y el objetivo militar de las defensas, incluida la de la policía, como en Paraguay, en la Copa América de 1975. ¿Qué pasó esa tarde en Asunción?
Ernesto Díaz hizo el gol y no sé qué le dijo a Almeida, que era el arquero de Paraguay. Y ese tipo se calentó y salió correteando a pegarle a Ernesto Díaz. Salimos a defenderlo y empezamos a pelearnos entre todos. Entonces la policía entró, pero no a apartarnos, ni nada, sino a darnos bolillo. Y a mí me sacó correteando un policía con una cachiporra que tenía en la mano. Esas fotos las publicó la prensa.
Después, contra Uruguay, también lo levantaron, y así en todas las canchas. Para nadie fue un secreto que una de sus grandes fortalezas fue el coraje…
En esa época, como el fútbol no lo televisaban, se permitía todo: puño, pata, todo. Entonces había que ser guapo. Mejor dicho, el que era cobarde no podía jugar al fútbol. Había que resolver muchos problemas futbolísticos con los cojones.
¿Cómo fue la famosa anécdota en la Copa América del 75, de la que Colombia salió segunda, en la que usted se había lesionado un brazo y se mandó vendar el otro para que no lo maltrataran más?
Me habían lastimado el brazo en Uruguay y esa información había salido en la prensa. Anunciaron que yo volvía a jugar para la final, el famoso tercer partido en Caracas, contra Perú. Yo todavía no estaba bien del todo y, para poder jugar, sin que me lastimaran más, me vendé el otro brazo. Y claro, me jalaban el brazo bueno, yo hacía el show del dolor.
A los 23 años usted ya era “el Viejo Willy”. ¿De dónde salió el apodo?
Porque yo le decía a los compañeros “viejo Carlos, viejo Jaime, viejo tal”. Fue así como me pusieron “el Viejo Willy”.
A mediados de los años setenta salió al mercado un balón que se llamó El viejo Willy, que todos los niños de la época quisimos tener. Luego hizo muchos más comerciales. ¿Sí hizo buena plática con la publicidad, Willy?
Primero, ese balón lo sacamos con la marca Búfalo: una pelota chévere que se vendió muy bien. Luego hice cosas con Pony Malta, Avena Quáker, en fin… Pero no, en esa época no le pagaban a uno pero nada… Hoy estaría rico.
En los años 75, 76 y 77 usted tuvo temporadas espectaculares con Millonarios, pero no les alcanzó. En 1978, con una muy regular campaña, sí salieron campeones. ¿Qué pasó?
En las anteriores temporadas nuestros arqueros no tuvieron buenas campañas. Y en el 78 entramos a las finales “de arepa”, de carambola, porque América tenía que ganarle al Cúcuta para nosotros poder entrar. Y así fue. Ya en los octogonales entramos disparados y logramos el título.
En esa celebración hay una foto muy linda de usted, arriba de la máquina de los bomberos, recorriendo la ciudad con la camiseta de Santa Fe.
Es que nosotros le ganamos a Santa Fe 3-1, salimos campeones y yo me cambié la camiseta con Ernesto Díaz. Lo que pasa es que la gente en esa época no le ponía problema a esas cosas. No había todos esos problemas estúpidos que hay ahora.
En 1979 usted jugó la Libertadores y logró, por primera vez para Colombia, vencer a un equipo argentino, en Argentina…
Le ganamos a Quilmes 1-0. Yo les hice el gol.
¿Su mejor versión como jugador fue en los años setenta?
Sí, en esa época yo era muy hábil. En El Campín yo cogía la pelota desde nuestra área y driblaba gente hasta el área contraria. Y tiraba centros y la gente se paraba. Eso era impresionante.
Su paso al Deportivo Cali fue por 13 millones de pesos, una fortuna para la época. ¿Cuánto le tocó a usted?
¡Nooooo, si en esa época no le daban a uno ni un centavo! El club era dueño del pase y en las transacciones no le daban un peso al jugador.
En el Deportivo Cali jugó entre el 80 y el 82. En el 81 protagonizó un famoso partido contra River Plate, por la Libertadores, y acostó al “Pato” Fillol en uno de los goles más recordados en la historia de nuestro futbol. ¿Todavía puede recrearlo?
Un rechazo de Caicedo. Yo recojo la bola en la mitad del campo, encaro los rivales, dejo atrás a los defensas y en velocidad le gano al último. Cuando sale el arquero, lo que hago es driblarlo para el lado izquierdo y lo boto al suelo. Y cuando venía Tarantini, yo empujo la pelota antes que él y hago un gol que, si lo hiciera ahora, con toda la publicidad que hay, le daría la vuelta al mundo. Sería el gol del año.
Con semejantes condiciones, ¿por qué nunca llegó a un equipo extranjero?
Porque los dueños de los pases eran los dirigentes y si los dirigentes no hacían la negociación, no se daba. Tuve ofertas para ir a América de México, Hércules de Alicante y varios equipos de Argentina, pero no vendieron mi pase en ninguno de esos momentos.
En plata de hoy, ¿en cuánto tasaría su pase?
Cómo me va a hacer llorar ahora. Si estoy escuchando que un jugador vale ochenta o noventa millones de euros y que el diez por ciento es para el jugador. ¡No…, no me haga llorar!
Después lo vendieron a América de Cali por 40 millones de pesos. No le puedo creer que tampoco le haya tocado un peso…
Ni un peso.
Pero con buenos sueldos, eso sí. No sobra decir que los dueños eran los hermanos Rodríguez Orejuela.
Bueno, es que uno tenía que decir: “Si ustedes me quieren, entonces me tienen que pagar tanto”.
Cuatro títulos de liga con América y tres subcampeonatos de la Copa Libertadores. De aquella famosa banda con Falcioni, Cabañas, Gareca, Bataglia, Uribe, Cueto, De Ávila, entre tantos otros, ¿cuál fue el jugador que realmente le pareció diferente?
El D. T., el médico Gabriel Ochoa. Es que para poder cuadrar esa banda había que tener personalidad, temple y berraquera. Es la hora en que todavía me pregunto cómo hizo para tenernos a todos contentos.
Pero alguien se le tuvo que rebelar. Él también tenía su genio, ¿o no?
El único que se le alzó fue Cabañas, porque le dijo un día que se tirara a la piscina y ahí estaba Rocky, el perro del médico Ochoa. Y él dijo que no. Desde ahí le cogió bronca al profe.
¿Es verdad que usted y Falcioni hacían parte de la comisión de jugadores que arreglaban los premios con “El Patrón” o “Los Patrones”?
Sí. Pero eso era normal, era sentarse con él como dirigente y uno como jugador a llevar la petición: “Tanto dinero por ganar, tanto por empatar”. Eso era con él. Lo mismo era arreglar el contrato: “Mire, mi petición es esta plata”. Entonces él le decía sí o no.
¿Cuál fue el América que más le gustó?
El de la tercera Copa Libertadores consecutiva en 1987. Fue la que yo vi más cerca y fue, de las que perdimos, la más dolorosa.
¿Lloró?
Claro que lloré. Me metí en la tina del hotel, me metí un poco de vinos y no salí a comer sino hasta el otro día cuando nos veníamos. Yo sabía que era la última opción. Mi última opción.
En 1989 usted se retiró y dijo: “Estoy cansado”. ¿Físicamente, mentalmente, o ambas?
Físicamente. Ya me daba pereza levantarme para ir a entrenar. Cuando a uno le da pereza ir a entrenar es mejor irse. No que lo boten a uno, sino irse.
Entonces hizo curso de D. T. en Albacete, España, y volvió a manejar todas las divisiones menores de América.
Y una selección Colombia Sub-17, con la que salí campeón de la Odeosur; y una selección Valle; y lo último que hice fue manejar a Centauros, en Villavicencio.
¿Por qué no siguió?
Porque me metieron en el listado Clinton, doce años. Me dijeron que yo me había beneficiado de dineros del narcotráfico y les dije: “Cómo no me voy a beneficiar si ellos eran los patrones. Yo no les iba a preguntar de dónde sacaban la plata. Solo preguntaba: ‘¿Ustedes me necesitan a mí?, ¿cuánto es mi contrato?, ¿me pueden pagar, o no?’”.
¿Y por qué no entraron en la Lista Clinton todos los jugadores de América?
Fue una injusticia porque tenían que haber sido absolutamente todos. Argumentaron que yo era “jugador de fútbol-comerciante”, todo porque tenía cinco puntos que se llamaban Creaciones Deportivas Willington. Entonces dijeron: “Este hizo empresa y se benefició”. Me metieron en ese listado y me dieron muerte civil. Yo ya no podía tener cuentas, ni podía trabajar con empresas reconocidas, ni podía llegar a un banco. Y así, doce años. Salí de la lista hace tres años.
Otra de las cosas que hizo después de colgar los guayos fue actuar en la serie de televisión De pies a cabeza. Pero como actor, gran futbolista…
Es que para eso hay que estudiar. Yo cogía el libreto y era un mamotreto así de grande. Entonces yo cometía el error de que solo me aprendía lo que me tocaba decir a mí. Y cuando íbamos a grabar, no sabía dónde iba y me quedaba como estatua. Y el director no más me miraba…
Y en otra faceta, también con gran escenografía, usted terminó en el Congreso de Colombia como representante a la Cámara. ¿Qué le dejó la política?
Yo entré por Comunidades Negras, pero lo que pasa es que, cuando tú llegas así, son dos curules y eso no es un partido político y nadie te avala, no tienes una bancada, no tienes nada. Y ese fue el primer error. Yo tenía era que irme a un movimiento político y hacer una bancada y empezar a hacer un proceso. Pero yo hice el proceso al revés. Yo tenía que haber ido primero a ser alcalde a mi pueblo o concejal. Y después sí, representante.
Entiendo que usted perdió su investidura. ¿Por qué?
Recibí siete demandas por diferentes cosas y eso da pérdida de investidura. Es que cualquier baboso va y te pone una demanda por cualquier cosa y entonces tienes que buscar un abogado y pagarle diez millones de pesos para defenderte.
¿Poco le ayudó el fútbol en el Congreso?
Para el voto, sí. Para que marcaran mi rostro en el tarjetón. Pero la verdad es que con el fútbol solo hice amigos y con la política solo hice enemigos.
¿Todavía le piden autógrafos en la calle?
Lo más bello es cuando viene un peladito, me saluda y me dice: “Willington, es que mi papá me habló de usted, de lo que hizo en Millos, en Cali, en América”. Y yo digo, pero si este no me vio jugar y se sabe mi historia. Eso es muy lindo.
Su historia fue la de un crack sin el mejor escenario. ¿Se lamentó mucho por no haber ido a un Mundial?
Para Italia 90 le dije a “Pacho” Maturana que no me llevara, que yo ya me estaba yendo. Pero la que sí me dio rabia fue la más fácil: la posibilidad de hacer el mundial en el 86 en Colombia. El presidente de entonces determinó que con esa plata íbamos a hacer escuelas, carreteras y no sé qué cosas en cambio del mundial. Y todavía están haciendo la carretera de Melgar a Bogotá. Pero por supuesto que lo lamenté. Hubiera sido lindo. Me perdí la más grande vitrina.
POR MAURICIO SILVA G. /// FOTOGRAFÍA CAMILO ROZO
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