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Cuadrado ya no es un novato inspirado, es un crac de élite

Su infancia fue difícil, pero luchó para estar en la cumbre del fútbol. Conozca su historia de vida.

PABLO ROMERO
Juan Guillermo Cuadrado es un experto del engaño. Si sugiere la izquierda, se escabulle por la derecha. Si anuncia una pausa, anticipa un cambio de velocidad. Si desafía al rival, espera que intente despojarlo del balón para inventar una gambeta indescifrable. Un caño irreverente o cualquier otra picardía. Engaña, pero lo hace para deleitar al público, que con solo ver sus rizos inquietos moverse al compás de sus amagues ya puede presentir una fantasía. Con Cuadrado, el fútbol garantiza eso, alegría. (Lea aquí: Así fue el primer juego de Cuadrado con Chelsea: 1-2 sobre Aston Villa).
De él se puede esperar cualquier genialidad. Es de esos gambeteadores que escasean. De los que le ponen emoción al juego, velocidad, explosión. Por eso es diferente y por eso el Chelsea, de Inglaterra, acaba de desembolsar 35 millones de euros –según la prensa inglesa– para ficharlo, a sus 26 años de edad.
Juan Guillermo jugó 15 minutos en el partido de su equipo, Chelsea, contra Aston Villa. (Reuters)
Su historia, muchas veces relatada, es la de un chico que nació en medio de adversidades, como para hacer más heroica su hazaña: de origen muy humilde, expuesto a la violencia que azotó aquel Urabá antioqueño de su infancia; criado por su madre, Marcela Bello, de la que se alejó tantas veces para perseguir su sueño; sin una figura paterna, ya que su padre no solo no vivía con él, sino que murió cuando Juan apenas iba a cumplir 5 años –la historia cuenta que lo asesinó un grupo armado mientras Cuadrado se escondió debajo de la cama–. Pero, además, Cuadrado era bajito, flaquito, escuálido, tímido... No la tenía fácil.
***
Hizo pataleta. Lloró inconsolablemente. Había ido a buscar a su casa, en Cali, a Nelson Gallego, entonces técnico de las divisiones menores del club ‘azucarero’. –Me tiene que ayudar, yo de aquí no me voy– le dijo Cuadrado entre sollozos. Gallego, asombrado por la irreverencia del muchacho, le ofreció dinero para que regresara con su madre, pero terminó conmovido por el ímpetu de aquel joven endeble que lloraba en su casa. “Mi esposa me dijo: “Si juega bien, lo puedes ayudar”, cuenta Gallego. Y se convirtió en su ‘tutor’; lo mantuvo, le dio el alimento, la vivienda. Prácticamente lo adoptó. Y lo entrenó.
Pero Cuadrado, que ya destellaba con la pelota, no fue recibido en el Cali por su edad (no superaba los 15 años). Además, era demasiado liviano para el fútbol –pesaba unos 38 kg, dice Gallego–. Y tenía problemas de crecimiento. La primera tarea fue alimentarlo mejor, darle proteínas, vitaminas, pulir su técnica y comenzar a tocar puertas.
Su gambeta, la que deslumbró a Gallego la primera vez que lo vio, fue una virtud que forjó en las barriadas de su natal Necoclí (Antioquia), cuando aún era un niño sin rizos. De cabeza rapada, flaco, muy flaco. Su madre, Marcela, recuerda que mientras ella trabajaba para poder darle de comer, él solo pensaba en el fútbol. Por eso un día se fue a buscar su futuro. Gallego se le atravesó en el camino.
“Me lo llevaba a todos lados –cuenta Gallego–. A Bello, donde entrenó. A Rionegro, donde comenzó a jugar. Lo probé en Boca Juniors, de Argentina, donde no lo dejaron por edad, no por muy niño, sino por muy grande: 19 años. Hasta que por fin llegó al Medellín”.
Juan Guillermo Cuadrado (cen.), en un entrenamiento con Chelsea.
Por ese entonces Cuadrado, lejos de casa y de su madre, no estudiaba, pero adquirió una disciplina ejemplar que le inculcó su ‘tutor’. Más allá de una que otra pelea de juventud –era bravo para la pelea y de temperamento, dicen sus allegados–, no se metía en problemas. Era juicioso. Es más, hoy, según Gallego, Cuadrado no conoce a qué sabe una cerveza.
***
Con su aspecto anodino, su tez morena, sus crespos indomables y la mirada inocente, aunque ya con 19 años, Cuadrado llegó a presentar pruebas al Medellín. Juan José Peláez, el DT, lo miró con desconfianza. Lo vio tan silencioso, tan tímido, tan frágil, que dudó. Si no fuera porque venía recomendado por su amigo Gallego –que hoy es asistente de Hernán Darío Gómez en la Selección Panamá–, quizá no se habría tomado el tiempo para verlo. Pero, claro, lo deslumbró.
Peláez notó de inmediato su explosión, su dinámica y, por supuesto, su amague inefable. Incluso –cuenta– defendió su permanencia allí cuando un directivo lo quiso sacar por no provenir de las divisiones menores. “Como yo era el DT, tenía potestad. Y hablé fuerte: dije que me iba a tomar el tiempo para verlo. Luego, él se encargó de convencerlos a todos”, relata Peláez.
Antes de llegar al DIM, lo habían entrenado como volante ‘10’, ‘6’, de carrilero... Querían que pudiera desempeñarse en varias posiciones. Debutó como delantero en el Medellín. “Fue contra el Quindío –recuerda Peláez–. Estaba nervioso por el debut, pero se asentó, luego, ya gambeteaba, era explosivo y sacaba ventaja. Después, otros técnicos lo fueron retrasando, pero su primer juego fue de delantero”.
En su primer partido como titular, en el 2008, en Tunja, frente al Chicó, Cuadrado dejó su sello: combinó su amague feroz con un remate inatajable y anotó su primer gol profesional. Celebró dando volteretas. Luego lo dirigió Santiago ‘Sachi’ Escobar, otro que no demoró en deslumbrarse. “Tenía técnica individual –cuenta ‘Sachi’–, regate, habilidad, atrevimiento, decisión para ir al ataque, todas las genialidades. Lo que ha mostrado en la Selección lo hacía de joven”.
En ese Medellín, al que llegó silencioso, y en el que casi no lo aceptan por su condición de extraño y de frágil, permaneció hasta mediados del 2009 antes de marcharse al Udinese de Italia. Para entonces, ya bailaba, reía y daba volteretas.
***
Cuadrado estaba absorto en la pelota. Su rostro, ya no tan inocente, lavado en sudor. Sus rizos, alborotados. Tomó aire profundo y lo botó con fuerza. Emprendió una carrera corta y empalmó la pelota para anotar, de penalti, con toda serenidad, su primer y hasta ahora único gol mundialista. Lo hizo en Brasil 2014, el primero del triunfo 4-1, frente a Japón, de la Selección Colombia. Esa Selección en la que él fue uno de los motores, una liebre zigzagueante que derrochó todo su talento, en la que no solo hizo un gol sino que fue el mejor asistidor de la competencia, con 4 pases de gol. Si antes del Mundial ya era conocido, la Copa lo catapultó.
Su apellido apareció con más frecuencia en las principales páginas deportivas del mundo. Que va para Barcelona, que al Bayern, que lo quieren en Inglaterra... En el mercado de la especulación, él ya no era ningún novato inspirado. Poco o nada queda del jovencito escuálido. Ganó masa muscular y experiencia: y al idioma del fútbol le había agregado el italiano.
Juan Guillermo Cuadrado, junto a su nuevo entrenador, José Mourinho.
Casi de la mano de Gallego, Cuadrado llegó a Italia en venta al Udinese; fue un paso difícil, porque jugó poco. Para la temporada 2011-2012 fue cedido al Lecce, y jugó más. Luego pasó a Fiorentina. Su mejor etapa. Jugó hasta en la Liga de Europa. Y ya, saturado de las pastas y las pizzas, acabó su ciclo.
En Italia dejó huella por sus trencitas, sus habituales guantes de invierno –le da mucho frío en las manos–, su apodo, ‘Vespa’, como la marca de motocicletas. Vivió su última etapa en Florencia, con su madre y su hermana menor, María Ángel. Llevó una vida tranquila, sin excentricidades. Repartió el tiempo entre el fútbol y la lectura de la Biblia, que lee desde pequeño, ya que su familia es muy católica. “Juan tiene una vida sana, es afortunado y se lo debe a Dios”, dice su madre, orgullosa, apenas normal.
El pasado lunes, Cuadrado llegó a la élite: al Chelsea, en el que lo entrena José Mourinho y en el que este sábado ya jugó unos minutos. Ya no es un jovencito escuálido de piernas delgadas, ya no pasa desapercibido; pero, por si las dudas, llegó a Londres con sus rizos llamativos, con su fútbol alegre, y con su única manera de engañar: su eterna gambeta.
PABLO ROMERO
Redactor de EL TIEMPO
PABLO ROMERO
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