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Editorial: A propósito de una columna

EDITORIAL
En el día de hoy los lectores de las páginas de opinión de EL TIEMPO encontrarán, como ha sido usual a lo largo de los pasados diez años, la columna del exministro Fernando Londoño. Dicho texto, para decirlo sin preámbulos, rompe completamente con los principios que ha señalado este periódico en más de una ocasión, en el sentido de que el espacio del que disponen nuestros colaboradores habituales debe respetar ciertas normas elementales de decoro y rigor periodístico, incluyendo el apego a la verdad.
Una mirada al escrito titulado ‘El ocho mil de Santos’ –que se publica en su lugar habitual– deja en claro que tales condiciones no se cumplen. Más que expresar opiniones, lo que su autor hace es sindicaciones de tipo penal, en contra del Presidente de la República, entre otros, sin más sustento que el de atar cabos en forma arbitraria, por decir lo menos.
No vale la pena dignificar las aseveraciones hechas repitiéndolas una por una. Basta señalar que los términos utilizados repulsan y le resultan inaceptables a EL TIEMPO. Al respecto, esta Casa Editorial reitera su compromiso de no hacerles el juego a quienes creen tener patente de corso para pasar de la crítica al insulto, del cuestionamiento al ataque artero. Una vez más es nuestra obligación insistir en que los columnistas tienen derechos, pero también deberes, sobre todo el de la veracidad.
Hablando desde un plano más amplio, el caso presente es oportuno para hacer una reflexión de fondo. Textos como los de Londoño hacen evidente una peligrosa polarización, cuya raíz es la cercanía de las elecciones, pero que tiene implicaciones profundas al atentar contra la legitimidad de las propias instituciones nacionales.
Y es que lo que está en juego va mucho más allá del nombre de cualquiera que se haya postulado a ceñirse la banda tricolor el 7 de agosto. De lo que se trata aquí es de preservar ciertas reglas elementales en la democracia y estas incluyen el respeto al contendor en su persona y en su honra, independientemente de las ideas que profese.
Lo sucedido permite referirse al deplorable ambiente de guerra sucia que se hace evidente en el país, en la recta final de la campaña. En lugar de confrontar argumentos, hay sectores interesados en enlodar la reputación de candidatos que, más allá de las preferencias de cada uno, tienen hojas de vida respetables y cuentan con las condiciones de dirigir los destinos de la patria.
Debido a ello, sea este el momento de hacer un llamado para que los diferentes aspirantes en contienda se comprometan públicamente con unos parámetros de comportamiento, los cuales deben comenzar con el respeto al adversario. De lo contrario, corremos el peligro de revivir las páginas más oscuras de nuestra historia, las mismas que solo dejaron como balance estelas de horror y sangre. No menos ejemplarizante debería ser lo sucedido en Venezuela, cuyas clases dirigentes se trenzaron en una lucha caníbal que permitió el surgimiento de causas populistas, cuyo balance dista de ser positivo.
En cuanto a Fernando Londoño, cumplimos con reproducir su escrito, pues mal haríamos en volverlo mártir de la libertad de expresión. Es de lamentar que los llamados privados que hicimos a su sensatez fueran recibidos con oídos sordos. Confiamos, entonces, en que esta salida en falso le sirva para recuperar la mesura, propia de su condición de exministro de Estado y de orientador de una opinión que no debe caer en la tentación de remplazar la pluralidad por el sectarismo.
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