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'Ya es justo darles descanso a los lectores': Daniel Samper Pizano

Al cumplir 50 años en el periodismo 'cuelga la camiseta'. Fragmento del libro de Fernando Quiroz.

FERNANDO QUIROZ
Daniel, ¿por qué se retira del oficio -y de EL TIEMPO- si sigue siendo uno de los periodistas más leídos y comentados del país?
Por las mismas razones que algunos me dan para que me quede: porque disfruto de una cómoda situación profesional y personal y porque, en general, es un buen momento para mí. Creo que este es el instante de retirarse. “Los planetas convergen”, como dicen quienes creen en la bobada de los planetas, pues, aparte de que atravieso una buena etapa y tengo las mejores relaciones con el periodismo y con EL TIEMPO, se cumplen 50 años del día que entré a trabajar en la que ha sido mi casa laboral desde entonces. Creo que ya es justo darles descanso a los lectores. Siempre recuerdo una frase que dijo uno de mis abuelos, Daniel Samper Ortega, bibliotecario y escritor: “Uno debe retirarse oportunamente, en la plenitud de su prestigio”. Medio siglo en este oficio me ofrece esa oportunidad. (Vea la galería: Daniel Samper Pizano en su paso por EL TIEMPO)
Usted entró a EL TIEMPO el primero de mayo de 1964...
Un festivo, como sabe, por tratarse del Día del Trabajo, lo que me hizo ver cómo iba a ser este oficio en materia de compromisos y horarios. Desde el primer día supe que uno está comprometido con el periodismo mientras duerme y mientras está despierto, sin horarios ni garantía de tranquilidad. El que no lo entienda, que pida puesto en un banco. Como me inspiro mucho en el fútbol, sé que los partidos tienen una duración determinada, y yo creo que ya he jugado más de 90 minutos: medio siglo de profesión prácticamente sin parar es como un partido con tiempos suplementarios e incluso con tiros desde el punto penal. Siempre he tenido conciencia de que llega un punto en el que hay que retirarse. No quiero que me saquen del partido porque estoy jugando mal y me sienten en la banca y solo me metan 15 minutos en los partidos fáciles, cuando el equipo va ganando 6-0. Yo quiero despedirme ahora, cuando formo parte del equipo titular y cuando mi retiro significa que se va una persona que aún cumple adecuadamente con su trabajo. 
¿Y aceptará ofertas para jugar en equipos menos exigentes?
Si fuera futbolista, me habría gustado jugar solo en un equipo como el Santa Fe o el Barça, y para mí EL TIEMPO es exactamente eso. Siento que he jugado 50 años en el mejor equipo posible de Colombia, y, con todo respeto, no quiero salir a jugar en equipos menos importantes. Me retiro, y me retiro de verdad: cuelgo la camiseta.
Usted tiene aún una enorme vitalidad periodística, sigue escribiendo todos los días, y escribe para el periódico mucho más de lo que saben los lectores, porque muchas de sus notas van sin firma en página editorial. De manera que no creo que haya llegado a esta decisión por cansancio. ¿Tal vez, más bien, un deseo de morir de pie en el oficio?
Sí, se trata de retirarme cuando el público aún me eche de menos. Nunca soñé con morir encima del teclado o haciendo una entrevista en la calle. Mi sueño ha sido el de vivir escribiendo y no el de morir de infarto agarrado a un computador. Me interesa el periodismo como modo de vida, no como modo de muerte, y desde hace varios años pensé que si lograba llegar a los 50 de oficio, me retiraba ese día.
¿Qué planes tiene para el retiro?
Lo mismo que hago sin estar retirado: ver fútbol, leer y escribir. Solo que ya no me van a pagar por eso, como ahora. No me retiro para viajar: no quiero conocer Japón ni Indonesia, y tomé un seguro para nunca ir a la India, de manera que solo viajaré a los sitios donde tengo amigos. Lo que sí voy a hacer es empezar a leer un enorme arrume de libros que se aglomeran al pie de mi mesa de noche, entre los que hay algunos que estoy aplazando desde los 15 años. Confieso que aún no he leído, por ejemplo, 'La montaña mágica', ni suficientemente a Proust. Me pondré al día en lecturas, seguiré viendo fútbol, dedicaré unas horas a las excelentes series que hoy se graban para la televisión y escribiré cuando me dé la gana. Por ejemplo: tengo pendiente la segunda parte de un ensayo sobre la obra de don Francisco Quevedo. La primera parte abarcó la metafísica y el amor, y ahora me interesa analizar el Quevedo jocoso. A lo mejor escriba ese ensayo. En todo caso, puede estar seguro de que no me voy a dedicar al golf, porque nunca he jugado golf, ni a presidir la junta de vecinos de mi edificio, porque no me interesa hacer nuevos amigos.
Usted reparte el tiempo por mitades entre Bogotá y Madrid. ¿El retiro implicará algún cambio en sus lugares de residencia?
A lo mejor pase más tiempo en Colombia, porque aquí tengo cuatro nietas encantadoras que están creciendo y necesitan el consejo sensato de su abuelo. En Madrid tengo dos nietos a los que quiero mucho, pero ellos ya están bastante bien enfocados y, como buenos españoles, son ellos los que me regañan a mí. El semestre invernal en Europa es yerto y se hace eterno, mientras que en Colombia uno puede escoger el invierno que quiere y el verano que le place: basta con subir o bajar la montaña. Esta es una de las grandes ventajas que ofrece la zona próxima a la línea ecuatorial. Cuando uno les cuenta a los europeos que está en posibilidad de buscar el frío de Suecia a menos de una hora de Bogotá, o el calor del Sahara si viaja a Honda, no le creen. Es una gran ventaja que aspiro a disfrutar mucho más.
Daniel, devolvámonos al primero de mayo de 1964. ¿Cómo llegó a EL TIEMPO?
Lagarteando. Vengo de una familia de clase media compuesta por un profesor universitario y una maestra de colegio que dedicaron buena parte de su vida a la educación. Mi mamá fue profesora de humanidades y llegó a ser rectora de un colegio, y mi papá murió de infarto dictando clases en la Universidad de La Sabana. Así, pues, lo que pueden dar una profesora y un profesor en un hogar son sobre todo consejos. Afortunadamente, en mi casa nunca faltó nada, pero nunca sobró mucho. Aprendimos a llevar una vida más austera de lo que puede llevar cualquiera de mis descendientes. Disfrutamos la austeridad del vestido heredado, de la camisa que circulaba por varias generaciones y del carro con siete ocupantes. Aprendimos a defendernos por nuestra cuenta y buscar la plata de bolsillo. Desde que yo estaba en el Gimnasio Moderno dictaba clases de inglés –aunque gastaba la mitad de lo que ganaba en recibir clases de aritmética– y fui precoz cobrador de la clínica de Tito Cuéllar, nuestro médico de familia, en mis ratos de ocio escolar. Siempre tuve la noción de que era lógico trabajar, nunca pensé que mi papá me fuera a sostener toda la vida. El día que me gradué de bachiller, el 19 de noviembre de 1962, mis taitas me regalaron una Lettera 22, que era una máquina de escribir portátil, y me dieron una de las grandes lecciones de mi vida. Me dijeron: “Usted siempre tendrá en esta casa comida, cama y agua caliente, pero de aquí en adelante tiene que defenderse como pueda, y sospechamos que esta máquina le va a ayudar. Y apúrele, porque en enero cierran las matrículas en la universidad”. En efecto: en enero me matriculé en Derecho en la Universidad Javeriana, movido más por mi incapacidad para las matemáticas y las ciencias que por una vocación jurídica, y pagué la matrícula con lo que había trabajado en las vacaciones. Nunca consideré que se tratara de algo heroico ni extraordinario, sino totalmente normal: es lo que hace el 95 por ciento del pueblo colombiano.
¿Y su época universitaria?
La Facultad de Derecho de la Javeriana era muy buena, pero solo nos clavábamos a estudiar de verdad en época de exámenes. Además ofrecía una ventaja extraordinaria: salvo un par de noches, únicamente había clases por la mañana, de siete a doce o a una, lo cual permitía a los alumnos trabajar a partir del mediodía. Los dos primeros años de universidad trabajé en una oficina de relaciones públicas que tenía mi papá con unos socios encantadores, Alfonso Castillo Gómez y Luis David Peña. Yo era simultáneamente mensajero, encargado de prensa y jefe de empanadas. Escribía los boletines de prensa y los repartía, gracias a lo cual conocí muchísimos periodistas célebres, como el ‘Mono’ José Salgar o Alfonso Castellanos. Lo que me pagaban era muy poco y no me alcanzaba para llevar a mi novia a cine y al Monteblanco, de manera que cuando subió el precio del banana split pedí aumento y me lo negaron, porque la oficina a duras penas se sostenía. Como siempre me había gustado el periodismo y había dirigido la revista del Gimnasio, me animé a pedir puesto en EL TIEMPO. Desde niño conocía a Enrique Santos Calderón porque habíamos sido compañeros en el colegio un año, pero no busqué a su papá, sino que tuve la audacia de ir directamente a donde Eduardo Santos, que tenía su oficina en el quinto piso de EL TIEMPO, en la Jiménez con séptima.
¿Cómo fue ese primer encuentro con Eduardo Santos?
Le caí bien a Isabelita Pérez Ayala, que era su secretaria y un amor de persona, y aunque me dijo que normalmente los puestos se pedían abajo, prometió que le iba a consultar al doctor Santos. A él le debió sonar que lo buscara alguien con el mismo nombre de mi abuelo, de quien había sido amigo, y me hizo pasar. Entré muerto del susto. Desde el primer día hasta el último, el doctor Santos me produjo un pánico reverencial. Primero, porque era un tipo que establecía un silencioso tratado de límites con su interlocutor, como escribió alguna vez Hernando Téllez; segundo, porque yo lo había estudiado en los libros de historia de Colombia, y tercero, porque aspiraba a que me diera puesto. Fue muy cariñoso y se interesó mucho en qué hacía yo y por qué quería entrar a EL TIEMPO. Al final me dijo: “Como usted sabe, yo no tengo nada que ver con este periódico, pero déjeme ver porque aún me quedan unos amigos aquí...”.
Típica respuesta santista...
Sí, típica, divertida e irónica. Lo cierto es que al día siguiente me llamó Roberto García-Peña –uno de los mejores tipos que he conocido– y me reuní con él y con Enrique y Hernando Santos Castillo, que eran los jefes de redacción. Me dijeron que iban a probarme, y Roberto me contó que cuando entró a El Espectador, don Fidel Cano le advirtió que trabajaría como reportero, pero que no lo contrataban para escribir editoriales, y que ahora él me decía lo mismo. Yo ni siquiera pensaba en escribir editoriales, que para mí era como escalar el monte Everest. Yo quería ser reportero, ir y tomar notas y, sobre todo, escribir. Enrique Santos Calderón también quería trabajar en el periódico, y su papá me dijo que, como éramos amigos, nos iban a poner en la misma oficina. Además, empezaríamos a trabajar el mismo día: primero de mayo de 1964.
¿Se acuerda de su primer artículo?
Sí. Unas semanas después de haber entrado al periódico querían que hiciéramos notas periodísticas, más allá de la Página Universitaria y algunos editoriales, y me enviaron a cubrir el Reinado del Bambuco. Yo nunca había ido a Neiva, ignoraba que era tierra caliente y me fui con ropa de paño. No había cupo en ningún hotel y tuve que compartir habitación en una pensión con un vendedor de específicos que resultó un tipo queridísimo. A las cinco de la mañana entraba una muchacha con jugo de piña, lo dejaba en la mesa de noche y si uno no se lo había tomado antes de las cinco y cuarto, se lo tomaban las hormigas, y luego las propias hormigas le caminaban a uno por encima y lo despertaban. En medio de todo fue muy divertido. Hablé con mucha gente: escribí noticias sobre varias candidatas encantadoras y le hice la primera entrevista de alcance nacional a Jorge Villamil, el compositor opita, con quien nos hicimos amigos. Compartí piscina en casa del agente de EL TIEMPO con Leonor Duplat, que era entonces la Señorita Colombia y que luego murió trágicamente; allí mismo me hice amigo de los jurados y les saqué el nombre de la ganadora –por cierto, Leonor Abuchaibe, de La Guajira–, pues tenía que mandar el dato al periódico antes de la ceremonia de coronación para que alcanzara a salir al día siguiente, porque la primera edición se cerraba temprano.
¿Esa fue su primera chiva?
Pues sí: desde Neiva mandé la noticia dos horas antes de que se conociera, mandé crónicas, mandé entrevistas. Ese fue, vestido con saco de paño y corbata, mi verdadero debut como periodista.
FERNANDO QUIROZ
FERNANDO QUIROZ
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