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El día que Patarroyo casi gana el Nobel

Conversación el científico colombiano nominado para el premio Nobel de Medicina en 1989.

Lleva 40 años en el campo de la investigación y muy poca gente sabe que realmente su nombre estuvo nominado para el premio Nobel de Medicina en 1989. Desde entonces, cuando lo empezaron a llamar “el papá de las vacunas sintéticas”, el inmunólogo tolimense ha estado en constante observación (para bien y para mal). Y muy a pesar de tener 29 doctorados honoris causa de universidades nacionales y extranjeras, de contar con 318 papers publicados en revistas científicas de alto impacto y de haber recibido algunos de los más prestigiosos premios en ciencia –incluido el Príncipe de Asturias–, mucha gente no le perdona ni le concede nada. Incluso, por cuenta de un fallo, su investigación de la vacuna de la malaria está abortada. Habla Manuel Elkin Patarroyo.
Por Carlos Francisco Fernández
Fotos: Fernando Decillis
Muy pocos saben que, dentro de la rigurosa mecánica de nominación a los premios Nobel, el nombre de Manuel Elkin Patarroyo fue propuesto para el de Medicina, en 1989, por una autoridad avalada para tal fin: Federico Mayor Zaragoza, director de la Unesco entre 1987 y 1989. “El manejo de los aminoácidos, la síntesis de proteínas y las bases de una vacuna sintética, que pueden llegar a aportar enormes beneficios a la humanidad, fueron los argumentos que aceptó la Organización Nobel para considerar el nombre del inmunólogo”, explicó para BOCAS el académico Mayor Zaragoza.
Debido a la confidencialidad y hermetismo que exige este tipo de información, nominado y nominador mantuvieron silencio sobre tal suceso, hasta que 20 años después se levantó la reserva. Palabras más, palabras menos, Manuel Elkin Patarroyo estuvo cerca de alcanzar el Premio Nobel de Medicina.
Desde entonces, y hasta el día de hoy, el científico colombiano ha estado en constante observación (para bien y para mal). Sus actuaciones, opiniones e investigaciones han sido ampliamente esculcadas y auscultadas por la comunidad científica, la prensa y la opinión en general. Incluso, todos opinan de más.
Y frente a todo el ruido que levanta y ha levantado su delgada figura, el polémico inmunólogo colombiano responde y ha respondido con más y más trabajo. Tal vez por eso sea difícil lograr una conversación fluida con él, que no desemboque en el enredoso asunto de la construcción de proteínas que sirvan para hacer vacunas.
Pero que sea monotemático y obsesivo no es nada raro para quienes lo conocen y trabajan a su lado. Todos saben que este campo ha definido su vida, y no solo la que discurre en el laboratorio. Incluso su esposa, la pediatra María Cristina Gutiérrez, reconoce que a él no se le dan los asuntos de la casa, aunque como papá de sus tres hijos, Carlos Gustavo, Manuel Alfonso y María Cristina, siempre ha estado ahí. Una biblioteca en su casa y el laboratorio de la Fundación Instituto de Inmunología de Colombia (Fidic) condensan buena parte de su universo.
Cada día, y desde muy temprano, se ve a Patarroyo orbitar entre complejos equipos, tomar notas de cuanto ocurre, quejarse cuando una falla se presenta, discutir los resultados con sus investigadores, meditar un par de segundos y empezar de nuevo. La huella de su carácter puede verse en múltiples notas y cifras escritas a lápiz, todas perfectamente organizadas en cuadernos de pasta dura, cuyas hojas remienda con cinta pegante cuando tiene que corregir o adicionar algo.
Esas anotaciones, incomprensibles para alguien que no sea Patarroyo, son el resultado de 40 años de investigación y una de sus principales fuentes de consulta. Las salta de adelante hacia atrás y de arriba hacia abajo, siempre para encontrar las perlas de lo que necesita mientras trabaja. Y para armar sus artículos, de los que, valga decirlo, también vive rodeado, porque él no habla de ciencia si no es con un paper publicado (o en proceso de elaboración) en la mano. “En realidad no me considero un genio –dice–, sino un tipo con disciplina y con método”.
Si algo caracteriza a este científico de 67 años, nacido en Ataco (Tolima), es su absoluta incapacidad para ser plano. Dice cuanto siente en voz alta y sin agachar la cabeza, y no siempre para tratar de caer bien. Por eso sabe que su sola presencia polariza y que cada cual tiene una idea preconcebida, justa o injusta, sobre él.
Pese a tener 29 doctorados honoris causa de universidades nacionales y extranjeras, a ser el padre de las vacunas sintéticas, a contar con 318 papers publicados en revistas científicas de alto impacto y a haber recibido algunos de los más prestigiosos premios en ciencia, como el Príncipe de Asturias, de España; el Robert Koch, de Alemania; el Ciudad de Edimburgo, de Inglaterra, y el Leon Bernard, de Suiza, mucha gente no le perdona ni le concede nada. De hecho, se oye a algunos tildarlo de “relacionista público con bata blanca” y de “farandulero y pantallero”.
De eso es consciente. “Para bien o para mal –afirma– soy el responsable de haber puesto la ciencia nacional en el panorama internacional. Si por eso hay fotos, portadas y premios, no es mi culpa”. Y una vez más, Patarroyo vuelve a ser protagonista. Un reciente fallo del Consejo de Estado le prohibió capturar micos en Colombia e investigar con ellos.
Salgamos del tema del fallo del Consejo de Estado que le prohibió investigar con micos. Al conocer la decisión, usted dijo que por eso se iban a seguir muriendo un millón de personas por malaria al año. ¿Está seguro?
Sí, y se van a seguir enfermando 200 millones más. Sin duda, esto es un puntillazo a un trabajo de más de 35 años. Es lamentable, pero tengo que acatar las decisiones de la justicia.
¿Cuál es su relación con los micos?
De profundo respeto. He trabajado con más de 25.000 en estos 35 años. Me siento muy ligado a ellos. Nuestros padres nos enseñaron a respetar todas las formas de vida. Además, los médicos tenemos una profunda ética y moral que nos impulsa a preservar la vida, la salud y el bienestar de todos los seres vivos.
Pero hay quienes cuestionan su ética en el manejo de los micos…
Que confusión tan bárbara. Una trasgresión legal la convirtieron en asunto ético. Son dos cosas distintas y algunos aprovecharon para echarle toneladas de lodo a la vacuna. Una es estacionarme donde no debo y otra es matar a alguien. No pongo en consideración mis principios éticos, esos son sagrados.
¿Dónde conoció a la gente que lo demandó para quitarle los micos?
Sé que se llaman Ángela Maldonado y Gabriel Vanegas, pero no los conozco.
¿Entonces qué sigue en la investigación de esa vacuna?
La vacuna contra la malaria está abortada. Aunque se puede solicitar un nuevo permiso, las condiciones son intimidatorias, casi imposibles. Parece todo planeado para borrar este proyecto.
¿Cree que hay gente que quiere sacarlo de la carrera de las vacunas?
Observe usted lo que ha sucedido en mi caso, lo que está sucediendo: embargado, sin presupuesto, sin elementos para investigar, con mi mejor gente en otros laboratorios, con gente empeñada en desprestigiarme… Concluya.
¿Qué opinión le merecen las críticas que le hacen?
Solo espero que quienes me dan en la cabeza se hayan leído por lo menos uno de mis artículos científicos.
Pero hay científicos que lo han leído y también lo cuestionan...
En ciencia es legítimo el debate. Hago lo mismo con ellos.
Ahora sí, vamos al inicio de todo. La suya no fue niñez privilegiada, ¿cierto?
En Ataco era inquieto y salvaje; no díscolo, pero sí libre y hasta faltaba a clases en la escuela pública. Hasta donde recuerdo, en el pueblo solo había dos carros: un bus de línea y la camioneta de estacas de mi papá. La vida en general fue tranquila para la familia, hasta el 27 de diciembre de 1956, cuando mataron a varios trabajadores de la finca. Mi padre se salvó porque ese día nació mi hermana Gloria y él estaba en el pueblo con mi mamá. Salimos corriendo de allí y acabamos arrumados todos en el hotel Continental de Girardot.
¿O sea que fue desplazado por la violencia…?
Sí. Después mis papás, mis diez hermanos y yo tuvimos que vivir apretados en dos piezas de las que no salíamos para nada. Girardot era para nosotros una ciudad muy grande, y como existía la idea de que a los niños se los robaban para vendérselos a los gitanos, pues vivíamos con susto. ¿Se imagina un potro salvaje como yo encerrado?
¿Qué hacían mientras tanto?
Mientras nos adaptamos, los papás nos calmaban con cómics que alquilaban en el Parque Santander. De ellos recuerdo uno que tengo todavía: el que contaba la vida de Louis Pasteur. Lo leí y lo releí tanto que mi papá acabó regalándomelo. A los nueve años, esa fue mi primera propiedad. Me aficioné a lecturas de ese tipo, así que aprendí sobre Koch, el descubridor del bacilo de la tuberculosis; Hansen, el de la lepra, y Ronald Ross, quien describió el mosquito anofeles. Llevo más de cinco décadas leyendo de lo mismo.
¿Y el colegio?
En tercer año en Girardot me dio tuberculosis y tuve que pasar un año entero encerrado en la casa. Mi única opción era leer. Le cogí pánico al encierro, por eso al año siguiente, cuando pude volver a clases, convertí el estudio en mi prioridad. Adquirí disciplina y gracias a eso me volví buen alumno.
Pero no fue el único año que perdió, porque lo echaron del colegio.
Estaba en el Departamental de Girardot y me faltaban seis meses para terminar el bachillerato. Con otros compañeros organizamos una huelga para pedir la renuncia del rector y me botaron.
¿Se sentía sobrado?
Tal vez en ese momento, pero eso me duró poco. Se corrió la bola de los motivos de mi expulsión, y no quisieron recibirme ni en Ibagué ni en Neiva ni en el Espinal ni en ningún otro colegio de los alrededores. Con el rabo entre las piernas, y con mi etapa de revolucionario terminada, tuve que ponerme con mi papá a recorrer colegios en Bogotá buscando cupo. Acabé en el José Max León. Ahí me gradué… Tengo un profundo agradecimiento con ese colegio.
¿Cuándo decidió ser médico?
Nunca tuve dudas de eso. En 1965 me presenté a la Universidad Nacional y a la Javeriana y pasé en ambas. Pero la situación económica de mi familia hizo que me inclinara por la Nacional y enseguida me relacioné con la investigación.
¿Cómo fue esa etapa?
De entrada me topé con Emilio Yunis, que era instructor de genética y tenía un laboratorio en un rincón del tercer piso de la facultad. Los cromosomas y las moléculas eran tema permanente de conversación con él, le debo mucho y le tengo un gran respeto. En el segundo año, movido por una curiosidad tremenda, me vinculé con el laboratorio de endocrinología del Hospital San Juan de Dios. Mi profesor, Bernardo Reyes Leal, me relacionó con las moléculas y ahí empecé a hacer algunos trabajos y pruebas de laboratorio. Mientras tanto iba a clases en la facultad.
Pero sus compañeros dicen que usted no iba a clases…
Siempre estaba metido en algún laboratorio. En el tercer año, el profesor Mario Ruiz, al que le decíamos “Tobita”, me contactó y me preguntó qué quería hacer. Yo le respondí: “Pues vacunas, pero aquí no hay con qué”. Entonces me presentó a Ronald Mackenzie, que estaba aquí en Colombia trabajando con la Fundación Rockefeller, justamente en esa materia. Él necesitaba a alguien que le lavara los tubos y yo me ofrecí, a cambio de que me enseñara algo. Y él me recibió.
Lo hemos oído hablar mucho de Mackenzie…
Imagínese que llegué donde él y también me preguntó: “¿Qué quiere hacer?”. Yo le respondí que vacunas, pero que de otra forma. Mackenzie me dijo que no había otra forma y que si yo quería me enseñaba cómo se hacían las convencionales. Me adoptó como su niño consentido y luego me vinculó con las fundaciones Rockefeller y Kellog’s. Con semejante oportunidad, qué clases ni qué nada. Eso sí, tenía compañeros que me cubrían la espalda y hasta a veces contestaban el llamado a lista por mí.
Usted vivía en una pieza del barrio Quinta Paredes y con los pesos contados. ¿Cómo resultó en Estados Unidos?
Gracias a Mackenzie. En el cuarto año él me trajo una invitación de la Universidad de Yale; en el primer semestre me fui para allá a trabajar con virus, y con un inglés precario, y aun así trabajaba con varios premios nobeles. En 1968 me encontré con Delphine Klarke y Robert Shope, y en Rockefeller University con Henry Kunkel y el nobel de química Robert Bruce Merrifield, mi maestro, que averiguaban las estructuras de los anticuerpos. Supe que eso era lo mío. Al volver fundé el laboratorio de inmunología del San Juan de Dios.
Bueno, y cuándo se graduó, porque tengo entendido que por andar en esas no hizo ni internado ni rural…
Pues tengo que reconocer que la Nacional siempre me apoyó; veía en mí a un investigador en formación. Total, me gradué; en 1972 la universidad me nombró docente y lo he sido desde entonces. Me siento muy orgulloso de pertenecer a ella. Cuanto escribo lo hago a nombre de ella.
¿Es cierto que el diploma de médico lo recogió hace poco?
Siempre tuve título, pero diploma solo hasta hace un año y medio, cuando lo recogí por fin.
Su vida siempre ha sido el laboratorio, pero ¿a qué horas sacó tiempo para armar familia?
Con mi esposa María Cristina fuimos compañeros y novios toda la carrera de medicina; ella era la que me obligaba a estudiar. Cuando terminó su año rural, nos casamos, en 1972. Entonces asumió las riendas de la casa, incluidos los hijos y los gastos, sin dejar de ser una excelente pediatra, cosa que es tranquilizadora cuando se tienen niños.
Esta biblioteca en su casa condensa buena parte de su universo.
Siendo simplista, su trabajo consiste en crear proteínas que funcionen como vacunas. ¿De dónde sacó la idea?
En Rockefeller, con mi profesor Kunkel, aprendí a descomponer las moléculas para descubrir su estructura, pero en el corredor de enfrente trabajaba Merrifield, que hacía lo contrario: armar proteínas químicamente. De ese par de gigantes aprendí las bases para desarrollar las vacunas sintéticas.
La comunidad científica lo reconoce por eso, lo llama el papá de las vacunas sintéticas…
Eso no es, como algunos creen, soplar y hacer botellas. Para que me entienda, mientras en la elaboración de vacunas convencionales se utiliza un “pedazo” del virus o la bacteria, que genera reacciones de defensa y memoria inmunológica en el cuerpo, nosotros identificamos las proteínas que producen esa reacción, las fabricamos en el laboratorio y luego las inoculamos para producir defensas.
¿Qué sintió cuando descubrió la vacuna de la malaria?
Pánico. Fue el 26 de enero de 1986 y quise morirme porque vi todo como en una película, todo lo que iba a suceder, todo lo que, luego, sin equivocarme, ha acontecido. Tenía que vacunar seres humanos y la muerte o daño de cualquiera de ellos hubiera sido para mí un crimen, lo cual no podría soportar. Hemos vacunado decenas de miles de personas en todo el mundo y, a Dios gracias, nunca ha sucedido nada. Pero también vi la envidia y la maledicencia por haber resuelto un problema universal.
¿Usted ya patentó una vacuna sintética contra la malaria?
Sí. Se llama la SPF66, o Vacuna Colombia contra la Malaria, y sus resultados se publicaron en Nature en agosto de 1987. Tuvimos que fabricar cientos de moléculas, ensayarlas en micos y aplicarlas en decenas de miles de voluntarios en Colombia, Venezuela, Ecuador, Brasil, Tanzania, Mozambique, Gambia y Tailandia.
Algunos piensan que donar la patente de esa primera vacuna fue un acto demagógico de su parte…
Nadie dona 120 millones de dólares por un acto demagógico.
¿Y usted se vacunó?
Por supuesto, y también mi hijo Carlos Gustavo. En diciembre de 1989, cuando comenzamos a vacunar a 25.000 personas en Tumaco, hubo un evento grande en el que él, de ocho años, dijo: “Quiero que me vacunen”, y así fue. Luego se sumaron los otros hijos. Fueron los primeros en recibirla.
Eso lo volvió famoso. Aparecía en todas las revistas y páginas sociales rodeado de políticos, gobernantes, multimillonarios y hasta la realeza…
Es cierto, y tal vez eso me creó fama de farandulero. De todos ellos tengo que destacar en Colombia al expresidente Belisario Betancur; cuando le expuse el proyecto de la primera vacuna entendió, como nadie, la importancia de lo que hacíamos y nos dio todo el apoyo necesario. También, y por razones parecidas, tengo una particular devoción por la reina Sofía, de España. Nunca nos ha abandonado. Pero la mayor admiración la profeso por las personas bondadosas, que casi siempre son la gente más humilde. ¡Ah!, y mi mayor respeto es por mis colaboradores.
Los resultados de esa vacuna que lo hizo tan famoso han sido muy criticados, se dice que son muy bajos.
Nuestra vacuna, en un estado incipiente, llegó al cuarenta por ciento. Repito: el cuarenta por ciento. Sáquele eso a 200 millones de casos de malaria en el mundo al año; estaríamos hablando de 80 millones de personas protegidas. Eso no es cualquier cosa. No caigamos en subjetividades. Lo reto a que encuentre otra vacuna que tenga esa efectividad. No existe hasta ahora. Qué ironía, en 27 años nadie ha logrado producir una vacuna mejor que esa. Nosotros decidimos dejar de vacunar con ella para dedicarnos a buscar una mejor. En eso estamos.
Lo hemos oído decir que está casi lista. ¿Qué quiere decir eso?
En 18 años hemos fabricado más de 40.000 moléculas y hemos ensayado cuatro mil de ellas en los micos aotus. Encontramos que solo 40 sirven como componentes de la vacuna. Eso es, para que me entienda, buscar entre mil una que sirva. Es un trabajo titánico y permanente. En el laboratorio tenemos hoy resultados asombrosos. La vacuna debió estar lista hace tres años, pero infortunadamente, por falta de recursos para trabajar y de presupuesto, más los fallos judiciales, los trabajos van lentos.
Pero dicen muchos que usted se come ochenta por ciento del presupuesto de ciencia…
¿Se imagina usted ochenta por ciento de 300.000 millones de pesos que hay para ciencia al año? ¡Ojalá fuera cierto! Hubiera hecho maravillas con eso. Puedo demostrar que, en 35 años, del Estado colombiano solo he recibido 45 millones de dólares.
¿Le parece poco?
Eso es nada comparado con los 15.000 millones de dólares que varios grupos de investigación han invertido en veinte años buscando la misma vacuna, en todo el mundo.
Sí, pero hay quien insiste en que en general ha dado pocos resultados...
Hemos producido, a nombre de Colombia, las bases que hoy el mundo utiliza para investigar en vacunas sintéticas; además hemos publicado 318 papers, es decir, artículos científicos con propuestas y hallazgos innovadores, validados por pares de todo el mundo, en las revistas de ciencia más prestigiosas del planeta, como Nature, Science, Vaccine y Chemical Reviews. Somos un centro de alto nivel para la formación de doctores y magísteres. ¿Le parecen pocos resultados?
Reiteradamente se ha quejado de la falta de apoyo del Gobierno, pero apoyo tuvo. ¿Quiénes en concreto se lo retiraron?
Aunque no me gusta culpar a nadie, por curiosidad, quisiera saber qué intereses tendrían, por ejemplo, el exministro de salud Diego Palacio y los exdirectores de Colciencias, Francisco Miranda y Jaime Restrepo Cuartas, que redujeron el presupuesto del instituto a cero pesos, lo que lo llevó a su práctica aniquilación.
¿Y qué intereses presume?
No sé, pero detrás del desarrollo de la vacuna existe la posibilidad de vacunar a tres mil quinientos millones de personas en riesgo. Calcule usted eso en dinero. ¿No le parece coincidente con el freno, por lo de los micos, justo en este momento?
¿Cree que estar retirado de las grandes multinacionales dedicadas a la investigación, ha jugado en contra suya?
Mire los resultados de los otros grupos. Nada más.
Ha dicho que en otros países le ofrecen apoyo, ¿por qué no acepta? Podría continuar su trabajo, además tiene ciudadanía española.
España me apoya, incluso estando aquí. Gracias a eso, a unos recursos que recibo de la Universidad del Rosario y al soporte académico de la Universidad Nacional, puedo sobrevivir. Me la he jugado siempre por hacer ciencia en este país y aquí quiero seguir.
Mientras el nobel Bruce Merrifield dijo que de usted le impresionaban su metodología en investigación, su habilidad organizativa y su liderazgo, aquí un opinador lo llama “genio para el cuento”. ¿Qué opina?
La ciencia, que exige rigor, no le regala nada a nadie. Me interesa que mi trabajo, que habla por mí, sea juzgado por los que saben y entienden. Los demás que opinen.
¿Y no tiene otras distracciones, otras actividades, tiempo libre?
Soy un lector compulsivo y aficionado a la pintura, tanto que de chico pintaba, pero lo dejé todo por las moléculas. Tal vez, para compensar esa pérdida me hice amigo de grandes pintores como Alejandro Obregón; Armando Villegas, del cual lamento su reciente muerte y que me enseñó mucho sobre color y arte contemporáneo; Alberto Zalamea; el abstracto Manuel Hernández y, entre la nueva generación, de Carlos Jacanamijoy, Carlos Salas y Lázaro Hernández… ¡Para qué le cuento más!
Se dice que tiene una buena colección de pinturas.
Apenas la de un buen aficionado.
¿Cómo es un día de trabajo suyo?
Desde niño, cuando estudiaba en Girardot, como las cosas no eran fáciles, me impuse una disciplina férrea de estudio y trabajo que aún conservo. Me levanto antes de las cuatro de la madrugada, incluso sábados, domingos y feriados, preparo un café y comienzo a estudiar hasta las siete de la mañana, me ducho, tomo un buen desayuno y llego al instituto más o menos a las ocho y media. Algunos días tenemos seminarios y trabajos en grupo hasta el mediodía. Me mantengo todo el día en el laboratorio, algunos días salgo a almorzar y sigo trabajando hasta las nueve de la noche. Al llegar a la casa veo las noticias, nunca ceno, comparto con la familia, estudio hasta las once de la noche y me acuesto. Siempre es lo mismo. Como puede ver, es mucha disciplina y eso es lo que produce. Yo no he creído en la genialidad, he conocido más de 25 premios nobeles y he trabajado con muchos de ellos y todos creen que el éxito solo es posible si hay metas claras, propósitos y disciplina, estudio y pensamiento propio; sin hacer mal a nadie, claro.
¿Odia a alguien?
No. Es un sentimiento que nunca me he permitido. Eso me hace más daño a mí que al otro. Lo que quiero es que el país tome conciencia del daño que los demandantes y el Consejo de Estado le están causando a la humanidad con su decisión, la misma que en los estudios del Igun (Instituto de Genética de la Universidad Nacional) fue contundentemente rebatida.
Pero en sus palabras hay un tufillo de odio…
A ver… Le repito, mi dolor está en los hechos que le hacen mucho daño a la humanidad.
A la humanidad y de paso a usted…
No. Yo soy apenas un instrumento en este proceso.
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