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Diafanidad de la democracia

A juzgar por las apariencias, las elecciones del domingo 9 de marzo fueron modelo de civismo, libertad y democracia. Ni gritos destemplados, ni largas esperas, ni apretujamientos como los usuales en TransMilenio. Tan solo los ciudadanos, reflexivos y serenos, marcando, según su leal saber y entender, los tarjetones de rigor y depositando tranquilamente sus sufragios. Ni siquiera la incómoda tinta indeleble para prevenir doble votación.
Los resultados parecieron corresponder a las expectativas. Avanzados los escrutinios se vino a saber, sin embargo, que los votos en blanco para el Senado llegaban a 844.449 y los nulos, a 1’48.432, mientras la abstención ascendía a 56,5 por ciento. Restaba por constatar si estos fenómenos eran testimonio de simple desgano o de inconformidad recóndita, dejadas aparte las dificultades propias de los tarjetones.
En principio, una vez cerradas las urnas y contabilizados los votos, los resultados fueron francamente favorables a las fuerzas políticas que respaldan la reelección del presidente Juan Manuel Santos. De esta suerte, se garantizaba la gobernabilidad del país, sumando los votos, en conjunto mayoritarios, del partido de ‘la U’, del Partido Liberal y del partido Cambio Radical, tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes.
El Centro Democrático, del presidente Álvaro Uribe Vélez, apareció inmediatamente después del presidencial de ‘la U’, con impresionante suma de votos y la sorpresa de su victoria en Bogotá, que nunca había sido su patio, presumiblemente como expresión de inconformidad con el actual estado de cosas. El triunfo en su natal Antioquia se daba por descontado. Desde su fundación, su colectividad se había erigido en antítesis y alternativa, con férrea oposición al gobierno de su sucesor y exministro, a quien no ha ahorrado agravios.
Hasta ahí, todo parecía normal juego democrático, aunque lo estremecieran, a veces, episodios demasiado pugnaces. Pero, después de las votaciones, han surgido factores nuevos. El principal de todos, las furiosas denuncias de monstruosos fraudes en la Costa Atlántica, donde tres departamentos con población del 9 por ciento de la de Colombia se habrían hecho, según esta denuncia, con el 26 por ciento del Senado. Por su inmensa gravedad y por cuanto implica para la legitimidad democrática, es acusación imposible de ignorar y menos de desdeñar. Ya, en las postrimerías de los escrutinios, el candidato presidencial de esa tendencia había insinuado la posibilidad de fraude. Pero hasta ahora la vaga sospecha no se había concretado en supuestas transgresiones, tan protuberantes como las que se han puntualizado.
Los enredos electorales han sido motivo de terribles violencias y esta vez no debe exponerse Colombia a pleitos insolubles. Si estamos en plan de restablecer la paz, ¿por qué comprometernos en nuevas enconadas discordias? Para no ir muy lejos, veamos en qué han parado en Venezuela los reclamos por irregularidades en los escrutinios. Cierto es que allá se ha instaurado una dictadura, mientras aquí, en la patria de Francisco de Paula Santander, se mantiene el culto por el régimen de leyes y por la democracia electiva y representativa.
No pierda nadie lo estribos por semejante imputación, sino emulen las autoridades y los ciudadanos en que se haga plena claridad sobre la denuncia formulada. Entre otras cosas, porque el Presidente de Colombia no necesita de trucos para obtener su reelección, ni ningún medio indebido podría autorizar ni menos proponer. La diafanidad es supuesto indispensable de toda auténtica democracia.
Pues de Venezuela hemos hablado, digamos de nuestra solidaridad con cuantos sufren persecuciones y vejámenes, eclipse de las libertades públicas y escaseces.
Abdón Espinosa Valderrama
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