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La barca sin pescador

Se acaba de morir en Londres un gran tipo que era también uno de los últimos exponentes en el mundo de esa venerable tradición estética y moral: la de los escritores de libros de viajes. En su caso con un ingrediente aún más comprometedor: el del escritor de viajes inglés, a veces con sombrero. Se trata de un destino que por siglos produjo espléndida literatura –desde el poema anglosajón de El Vagabundo– y que hoy parece estar en vías de extinción, como todo.
Solo que Michael Jacobs, que es de quien hablo, no era solo un inglés y un escritor de viajes, sino muchas cosas más: un italiano entrecruzado con irlandeses, un español del sur por adopción y vocación. Un erudito, un novelista de los lugares, un andaluz. Y era también un gran conversador, irónico y compasivo, lleno de anécdotas tan exóticas y arrolladoras como él mismo. Con el certero talento de rescatar del olvido o la insignificancia a las cosas; como si todo ante su mirada fuera distinto y mejor.
Yo lo conocí muy poco y no lo vi tanto como me habría gustado, aunque ahora que ha muerto noto que sus amigos de toda la vida dicen lo mismo: que con él siempre quedaba haciendo falta más tiempo para disfrutarlo, que les habría gustado tenerlo para siempre, no importa por cuánto lo hubieran visto y gozado ya: en los Andes, en la Patagonia, en su adorada España tomando vino y riendo, Michael Jacobs era uno de esos seres humanos que hacen que la humanidad, en un descuido, parezca distinta y mejor.
Tenía además esa virtud que es uno de los sellos inequívocos de la inteligencia: el respeto por los rituales y las formas, y al mismo tiempo un rechazo radical por el acartonamiento, la arrogancia y la afectación. Michael Jacobs era un anarquista honorable y decente, capaz de lucir con orgullo todas las medallas de su cofradía gastronómica en Frailes, su pueblo adoptivo en la provincia de Jaén, pero era capaz también, si tocaba, de mandar al diablo a un puñado de académicos soberbios que discuten tonterías.
Hay un episodio de su pasado que refleja a la perfección lo que estoy diciendo, y que está también en el origen de su vocación de vagabundo y escritor de viajes: cuando terminaba su doctorado en historia del arte, a Michael le tocó ver muy de cerca la conspiración de intrigas y bajezas contra su tutor, Anthony Blunt. Entonces escribió una carta al Times en que defendía a su maestro, y mandó todo al techo para irse a rodar por el mundo, a aprender y a vivir de verdad. Y ya nunca más paró.
Con un método para adentrarse en los lugares y descifrarlos en su naturaleza más profunda que él luego explicaría usando una expresión de Azorín: la “realidad poética”. Eso es lo que debe buscar, en últimas, todo escritor de viajes y todo escritor, de lo que sea: el alma de las cosas, el alma de los sitios. Pegando el oído al suelo para intuir sus rumores y sus cuentos.
Ahora que todo el mundo viaja lejísimos para ver en todas partes lo mismo, para comprar en Zara y comer en Burguer King, la obra de Michael Jacobs ofrece quizás una de las últimas oportunidades para descubrir dónde estamos parados. Y lo digo como colombiano, pensando en su maravilloso libro sobre el Magdalena y el olvido que ya fuimos, El ladrón de memorias. Ojalá pronto esté en español, ojalá lo leamos. Porque también Colombia pierde algo con la muerte de Michael Jacobs.
Un amigo en común me dio la noticia. Me senté a escribir esto, con este verso de Antonio Machado al final: “¿Te han herido buscando la soñada Florida, / la fuente de la eterna juventud, capitán? / Que en esta lengua madre la clara historia quede; / corazones de todas las Españas, llorad...”.
Buen viaje, Michael Jacobs. Buen viaje.
catuloelperro@hotmail.com
Juan Esteban Constaín
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