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El hombre mono

Escribo esta primera columna del 2014 sobre un tema que ha causado el mayor asombro entre la comunidad científica en el mundo entero: los 70 años, recién cumplidos, de Keith Richards, el fundador y el alma de los Rolling Stones, el mejor guitarrista rítmico de la historia, el papá del capitán Jack Sparrow. Dirán ustedes que 70 años, en estos tiempos, no son gracia. Quizás. Pero son 40 más, por lo menos, que los que aun los más optimistas le daban de vida al buen Keith en sus épocas más duras y laboriosas.
Incluso una famosa revista, en la década de los 70, lo tuvo durante varios años encabezando sin rival –ni siquiera Iggy Pop ni Keith Moon– la respuesta a una encuesta que siempre hacía en noviembre entre sus lectores, con la pregunta indiscreta y macabra: “¿Qué estrella del Rock no estará más entre nosotros el próximo año?”. A nadie le cabía la menor duda: Keith Richards. Quién más se iba a morir antes que él.
Pero los años fueron pasando, como casi siempre, y Keith no solo no se murió sino que cada vez está mejor y más rozagante, más sano, más vital y rubicundo: repartiendo por doquier una sonrisa blanca y completa que antes ni siquiera tenía, y haciendo sus célebres chistes de pirata al acecho, con un anillo de calavera y un cigarrillo descolgado, la boca torcida, la mano en la cara como si escondiera algún naipe.
¿Cuál ha sido la fuente de la eterna juventud de este viejo sabio de la tribu? Él lo dijo alguna vez muy en serio: desayunar todos los días –todos– una botella de vodka con jugo de naranja. Eso. Aunque también una vez se metió por la nariz un extraño polvo blanco pensando que era otra cosa, y cuando ya era demasiado tarde se dio cuenta de que estaba ante las cenizas de su propio padre, esfumadas así en el más curioso ritual funerario del que se tenga noticia.
Otro chiste mundial sugiere que solo las cucarachas y Keith Richards sobrevivirán a la explosión radioactiva de cuando el mundo se acabe. Estoy por creer que no: que también las cucarachas habrán de perecer arrolladas por los ríos voraces y ardientes del Apocalipsis, mientras ‘Keef’ toca en su Telecaster de cinco cuerdas Honky Tonk Woman o Street Fighting Man. O incluso otra canción suya más propicia para una ocasión tan solemne: Happy.
Repito que la ciencia no logra salir aún de la sorpresa y el estupor que le produjo la noticia del septuagésimo cumpleaños de Richards, al punto de que muchos profesores de las mejores universidades de Europa y de los Estados Unidos empiezan a considerar por fin, a regañadientes, con resignación, la propuesta que él mismo les hizo hace años tras sobrevivir a la caída de una palmera de más de tres metros en la isla de Fiji: que estudiaran su cuerpo para entender las claves de la vida eterna.
En otra ocasión, en 1971, Keith escapó del fuego junto con su esposa de entonces, Anita Pallenberg (tan moderada y austera como él; y al parecer tan inmortal), luego de una larga siesta bañada por toda clase de licores. Se quedaron dormidos con un cigarrillo encendido en la mano, y los despertó el infierno en llamas, o su anuncio inminente antes de que corrieran tan rápido que ambos lograron salir vivos de la habitación con los alientos suficientes para pedir un trago y calmarse. Before they make me run.
Dirán ustedes, y con toda la razón, que el de Keith Richards no es un ejemplo para seguir. Que no todos tenemos su organismo ni su talento ni su dinero, ni su alma de gitano, y que profesar su secreto de la vida eterna puede ser una ruleta rusa. Quizás la ciencia logre más bien explicar el milagro: el de un hombre feliz que toca la guitarra y es libre y humano. Por suerte no es inmortal: solo una piedra rodando.
Quién lo diría: Felices 70, Keith.
Juan Esteban Constaín
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