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La versión colombiana de la vecindad de "El Chavo" (capítulo 6)

Sexta entrega de la novela 'Padre de familia desempleado', de Andrés Gómez Osorio.

En 1992, el nacimiento de Miguel marcó un giro definitivo en la relación de Alfonso con sus padres. No pudo visitarlos para presentarles al nuevo nieto porque Martha tuvo algunas complicaciones durante el parto. Así las cosas, don Eliécer y doña Beatriz fueron hasta el barrio Bravo Páez, en el sur de Bogotá, y al fin conocieron —después de nueve años— el triste inquilinato donde había estado viviendo su hijo. “Es como la vecindad de ‘El Chavo’”, le dijo doña Beatriz a su marido cuando regresaron a su casa acomodada. “¿Cómo es posible que hayamos abandonado así a nuestro muchacho?”, se preguntó con los ojos aguados.
Quedaron impresionados con el diminuto cuarto en el que dormían Alfonso y Martha, en el mismo espacio de la cama-cuna que ya parecía insuficiente para el cuerpo de Santiago —de casi siete años—. El lugar era tan estrecho que guardaban los juguetes debajo de la cama matrimonial, más pequeña que el catre de soltero de Alfonso en su antiguo hogar. Allí mismo tendrían que abrir campo para el nuevo bebé. Compartían la cocina —y una estufa eléctrica defectuosa que sacaba chispas— con tres familias más que pagaban arriendo en otras piezas del primer piso. También se turnaban el lavadero, ubicado en un patio céntrico al que daban las puertas de todos los residentes. Doña Beatriz tuvo que reprimir el llanto cuando vio a algunos de los amiguitos de Santiago, habitantes de la misma vecindad: niños flacos, sucios y mocosos… niños que parecían pobres.
Se trataba de un barrio de clase media-baja y de casas apeñuscadas, apenas separadas por delgados muros que impedían encapsular la intimidad de cada familia. En las mañanas se oían con nitidez los relojes despertadores; al mediodía, las ollas pitadoras; en las noches, los noticieros de televisión. También se escuchaban con claridad los golpes que algunos hombres les zampaban a sus mujeres y se podía adivinar si les estaban dando cachetadas, puños, patadas o correazos. “No hay mucha diferencia con el barrio de mis papás”, decía Alfonso sin inmutarse ante los gritos en hogares ajenos. “Lo único distinto es que allá se emborrachan con güisqui antes de pegarles a sus esposas. Aquí lo hacen con cerveza”.
Cada propietario pintaba su fachada de un color distinto, como para dejar claro en qué punto terminaba una casa y empezaba la otra —un verde sin gracia al lado de un naranja chillón o un café oscuro al lado de un azul simplón—. La mayor aspiración de muchos era construir segundos y terceros pisos en sus respectivas viviendas —para tener más cuartos y alquilarlos a nuevos inquilinos— y de cuando en cuando llegaban con ladrillos y cemento para ir armando su sueño de a pedazos. Los cables de la luz salían desordenadamente de los postes y entraban directamente por las ventanas, a manera de conexiones artesanales que se ingeniaban para llevar energía a los nuevos niveles. Solo unos pocos alcanzaban a construir un cuarto nivel: una terraza ordinaria bordeada de ladrillos sin empañetar, dándole al vecindario un aspecto de eterna obra negra. Allí, además de montar tendederos para secar la ropa al sol, los residentes terminaban dándoles albergue a perros callejeros que pasaban sus vidas asomando la cabeza y ladrando incansablemente desde lo alto hasta la 1 de la mañana.
Cuando se casaron, en 1983, a la misma Martha le costó entender que Alfonso hubiera abandonado su vida de niño rico, con escasos 22 años, para terminar echándose al hombro el peso de un nuevo hogar. “Debe ser que soy muy buena en la cama”, pensaba ella. A su juicio, esa era la explicación más razonable para comprender por qué Alfonso soportaba la nueva cotidianidad, sin renegar una sola vez de su suerte. Él, que solía manejar el carro que le prestaba su papá, se había convertido en pasajero frecuente de buses y busetas. Él, que antes recibía el desayuno de manos de una empleada de servicio, ahora salía a la tienda de la esquina —que en las noches se transformaba en cantina— para comprar el pan y la leche del día siguiente. Él, que en su antiguo vecindario se codeaba con “gente divinamente”, ahora convivía con hombres y mujeres rebuscadores —buseteros, secretarias, obreros, celadores y pequeños comerciantes—, sin mayor educación que el bachillerato, como Martha. Para los habitantes del barrio era evidente que Alfonso no pertenecía a ese lugar. Le decían “el niño bien”, no solo por su ropa fina y su buen hablar, sino también por su notable estatura y su espalda ancha —producto de la sana alimentación que recibieron él y su familia a lo largo de varias generaciones—. A su lado, los demás parecían un ejército de liliputienses —víctimas de una malnutrición heredada, también a lo largo de varias generaciones—.
Al principio, Martha observaba con curiosidad a su marido, pensando que podría sentirse en un mundo de bichos raros. Sin embargo, Alfonso sabía perfectamente que el único bicho raro del vecindario era él. Eso le importaba poco o nada porque, como nunca antes, había empezado a hallarle sentido a la vida. Disfrutaba su papel de jefe de hogar, responsable de las cuentas domésticas y de consentir a la ama de casa que lo esperaba todas las noches con las camisas planchadas y la comida lista. Meses más tarde, nada le importaba más que salir temprano de la oficina para encontrarse con el vientre hinchado de su esposa —en donde empezaba a crecer Santiago—. Se sentía el hombre más pleno de la Tierra, creyendo estar al lado de la mujer más exótica de todas. Amaba la sencillez de Martha, su facilidad para reírse, su espíritu despreocupado, su personalidad sin complejos, su actitud de cero quejas hacia la vida, su versatilidad a la hora del sexo, su cuerpo desnudo. Más aún, adoraba sus defectos: se enternecía cada vez que ella lanzaba un comentario cargado de ignorancia, como cuando dijo que la “peseca” era la moneda de España o cuando aseguró que el departamento del Amazonas era el llamado “cono sur” de América Latina. A Alfonso también le parecía “sexy” el carácter verdulero de Martha, que unas veces se manifestaba en regaños hacia él —cargados de franqueza, sin matices, ni eufemismos, ni palabras corteses— y otras veces se expresaba en violentos y desmedidos ataques de mal genio, como cuando un ladrón le rapó el bolso y ella lo persiguió hasta hacerle zancadilla, provocando que cayera de frente y se rompiera la boca. En esa ocasión, no solo recuperó sus pertenencias, sino que le quitó la billetera al ladrón, gritando a los cuatro vientos: “¡Pa’ que aprenda lo que se siente, malparido!”.
En el fondo, Alfonso se sentía poderosamente atraído por una mujer tan auténtica como deslenguada, que desafiaba las convenciones sociales sobre las que él se había criado y de las que renegaba en silencio: el exceso de etiqueta y de formalismos, la falta de diálogo sincero y abierto, el apego casi infantil por los lujos y la tediosa necesidad de agradar a los de su clase. Por lo mismo, sintió un alivio estremecedor el día que se destetó por completo de su familia, cuando renunció a la fábrica de muebles de su papá un mes después de casarse. Consiguió un nuevo trabajo como Coordinador de Planta en una empresa de plásticos donde le pagaban un poco mejor. Don Eliécer ni siquiera intentó hacerle una contraoferta. Sabía que su hijo no se iba para ganar más plata, sino porque no soportaba ver la cara de resentimiento de doña Beatriz. Durante los primeros dos años, Alfonso los visitó solo para ocasiones especiales, como los días de la madre y del padre, además de las tardes de Navidad. No iba acompañado de Martha. Ellos no preguntaban por ella, ni él la traía a colación. Así, bloqueando el tema que los tenía distanciados, habían mantenido un vínculo familiar frío pero cordial.
Las cosas cambiaron un poco —solo un poco— con el nacimiento de Santiago, en 1985. Don Eliécer y doña Beatriz, en su genuino afán de disfrutar al primero de sus nietos, tuvieron que aceptar en su casa la presencia ocasional de la indeseable nuera. Sin embargo, se siguieron negando a corresponder las visitas yendo hasta el Bravo Páez, no solo porque les causaba fastidio —y miedo— desplazarse hasta un barrio “pobre”, sino también porque preferían mantenerse a distancia de Martha, esperando que Alfonso la dejara algún día. Solo cuando fueron a conocer a Miguel, en 1992, se estrellaron contra la realidad que quisieron ignorar por tantos años: Alfonso era un padre de familia feliz y Martha era parte innegable de esa felicidad, sin importar en qué pocilga vivieran.
Don Eliécer y doña Beatriz se rindieron ante las circunstancias y cambiaron de lógica: dejaron de ver a Alfonso como el hijo que los había deshonrado al casarse con una “muerta de hambre” y decidieron tenderle la mano con la solidaridad de unos padres arrepentidos por haber abandonado a su sangre —y por haber permitido que uno de los suyos se convirtiera en eso que tanto les repugnaba: un “muerto de hambre”—. Así las cosas, se avecinaban tiempos mejores con la ayuda de don Eliécer y doña Beatriz. Alfonso conduciría su propio carro, conseguiría un mejor empleo y compraría aquel apartamento en Cedritos; Santiago y Miguel dormirían en cuartos separados y vivirían Navidades llenas de regalos; Martha al fin tendría una lavadora, trabajaría de nuevo y estudiaría contaduría en las noches. Sería una vida soñada para cualquier residente de la “vecindad de ‘El Chavo’”, una burbuja fascinante que —sin embargo— estallaría pronto, haciéndolos caer en un terreno fangoso de sofocantes deudas —todas ellas acumuladas en ese periodo fugaz que, en principio, parecía llevarlos a una vida mejor—. Lo que hicieron fue comprar —a crédito— seis años de vida próspera, a cambio de 12 años de sufrimiento y un resto de existencia sin pena ni gloria.
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El próximo martes, en “Padre de familia desempleado”:
La verdad sobre un hombre arrogante e infiel (capítulo 7)
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Si se lo perdió, lea aquí el capítulo anterior:
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ANDRÉS GÓMEZ OSORIO
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