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La Mojana, la tierra del diluvio / Crónica de Juan Gossaín

Consorcio colombo-brasileño-canadiense pretende buscar solución definitiva a catástrofes invernales.

JUAN GOSSAÍN
Región gigantesca y misteriosa, más llena de agua que de tierra, habitada por garzas que llegan por la tarde y fantasmas que salen de noche, La Mojana es el escurridero donde se encuentran tres ríos: Cauca, San Jorge y Loba, un brazo que se le desprendió al Magdalena por andar haciendo piruetas.
La Mojana es tan grande que su territorio cubre veintiocho municipios, regados a lo largo de cuatro departamentos, que son Bolívar, Antioquia, Sucre y Córdoba. Hay más de un millón de hectáreas, aunque, viendo el tamaño de la inundación, sería mejor hablar de hectolitros que de hectáreas.
El primer día de la Creación, Dios separó las aguas y la tierra. Para colaborarle al Señor en su faena, los indígenas zenúes levantaron terrazas más altas que el agua, y allí vivían sin sobresaltos mientras sembraban su comida. Pero entonces apareció el colonizador español, enloquecido por la ambición, y creyó que aquellos pantanos serían útiles para la ganadería. Ellos y sus descendientes los llenaron de vacas. Levantaron casas y pueblos enteros.
Desde entonces, los terratenientes voraces se apropiaron de La Mojana, seguidos por campesinos indigentes que buscaban una parcela para invadirla. Cada año, cuando arrecian las lluvias, los ríos bajan furiosos, embuchados por canales y ciénagas incontables, arrastrando todo lo que encuentran a su paso, sea animal, niño o árbol.
Desaparecidas las terrazas indígenas, y sedimentados los desagües naturales, ya no se trata de tierra cultivable sino inundable. En San Pablo, en el sur de Bolívar, han desaparecido tres cuadras de casas en treinta años. Lo mismo ocurre en Nechí, que queda en Antioquia. Por falta de tecnología apropiada, no ha habido drenaje que funcione. Hace tres años, con aquel diluvio que se desgajó sobre el país, la desgracia volvió a caer sobre La Mojana. Millares de viviendas y cosechas quedaron a la deriva. Pero ahora es peor que nunca porque las aguas no solo vienen cada vez más torrentosas, sino más envenenadas, con el sancocho de ácidos, cianuro y mercurio que les arrojan los mineros ilegales.
La verdadera tragedia: los políticos
Hace siete años, el gobierno Uribe resolvió construir, a un costo de 240.000 millones de pesos, un terraplén elevado, que los técnicos llamaron con elegancia “dique marginal” y que se extiende desde Caucasia y Nechí, en los confines de Antioquia, hasta Achí, en los límites de Sucre. Ingenieros internacionales advirtieron que, en vez de aquietar las aguas, aquella muralla acabaría por volver su cauce más angosto y, en consecuencia, más tempestuoso.
Eso fue exactamente lo que ocurrió. El colérico invierno del 2010 reventó el dique hasta dividirlo en dos mares implacables de agua dulce, que las gentes de la región, sus víctimas, conocen hoy como chorro de Santa Anita y chorro de Nuevo Mundo. La situación es peor que antes. Ahora, las poblaciones de Nechí y Caucasia, aunque quedan ambas en Antioquia, están incomunicadas. Para concurrir a una reunión de dos horas, los delegados del Gobierno se gastan casi tres días en ir y venir.
(A propósito de aquel dique, me parece que es mi obligación moral contarles a ustedes la verdad de lo que pasó. Una investigación posterior, de la Universidad Nacional de Colombia, descubrió que la tragedia se produjo porque algunos propietarios de tierras de la zona, vinculados con congresistas de esos departamentos, y contra la opinión de los diseñadores del malecón, hicieron cambiar el trazado original para beneficio de sus haciendas. Apenas llovió se produjo la hecatombe. Como si fuera un castigo divino, hoy no queda nada de esas haciendas.)
El drama social
Las calamidades se han agravado. Los apetitosos plátanos de La Mojana, grandes y gordos, que eran famosos en todo el Caribe, han desaparecido. Hoy, un plátano vale mil quinientos pesos en los campos de Ayapel.
Ya los pobres no pueden viajar en el único medio de transporte de La Mojana, las lanchas con motores fuera de borda, porque una mafia acapara la gasolina.
En estos tres años, 9.395 viviendas fueron destruidas por las aguas. Hay 200.000 damnificados y 316.000 hectáreas de agricultura afectadas. En Doña Ana, corregimiento de la Villa de San Benito Abad, en Sucre, los vecinos han tenido que construir unas altas columnas de madera para dormir sobre ellas porque el agua ocupó sus dormitorios. Aun así, ni siquiera pueden dormir acostados y tranquilos, aunque sea sobre las columnas: diez meses al año, mientras la región está inundada, el agua llega a tales alturas que tienen que dormir arrodillados sobre la columna, y a veces de pie, para no ahogarse durante el sueño.
‘No más chambonadas’
Es muy joven y muy delgada. Carga una mochila y habla de su causa con el acento encendido de los apóstoles. Se llama Juanita López. Nació en Medellín. En Francia hizo estudios especializados sobre la geografía y sus relaciones con el hombre. Es una de las muchachas que trabajan en el Fondo Adaptación, creado hace tres años para encargarse de reconstruir lo que arrasó el denominado fenómeno de la Niña. Juanita López ha vivido los últimos tiempos metida hasta el cuello en el barro de La Mojana.
–No podemos repetir las mismas chambonadas –dice Carmen Arévalo, directora del Fondo de Adaptación, una mujer incansable, que anteriormente fundaba museos en Barranquilla–. Lo primero que decidimos fue levantar un mapa de amenazas de La Mojana.
Pero, como eso solo se puede hacer con unos aviones especiales, dotados de aparatos agrimensores que funcionan con rayos láser, en marzo pasado le adjudicaron a un consorcio internacional la licitación para ese trabajo. Ganó una empresa en la que se unieron colombianos, brasileños y canadienses.
–A partir de ahora –agrega la señora Arévalo– sabremos por fin cuántos predios hay, cuántas casas, cuánto se inunda. Tendremos a La Mojana completa en imágenes tridimensionales, por arriba, por abajo y por los costados. Entonces, podremos tomar decisiones informadas, con elementos serios y técnicos, en vez de seguir haciendo chifladuras.
Manos a la obra
Esta semana llegaron a La Mojana los primeros grupos de ingenieros y técnicos, a cuya cabeza están los canadienses. Empezaron a trabajar de inmediato, coordinados por el ingeniero residente del proyecto, Giovanni Arturo Martínez, nacido en cercanías de Nabusímake, que, contra lo que usted pudiera pensar, no es una metrópoli industrial del Japón, sino una población hecha de piedra, en las altas cumbres de la sierra nevada de Santa Marta: es la ciudad sagrada de los indígenas arhuacos, el lugar donde nace el Sol.
Comenzaron su tarea en Magangué, a orillas del Magdalena, en territorio de Bolívar, y en San Marcos, junto a las ciénagas de Sucre, en donde entrenaron a doce muchachos bachilleres para que trabajen con ellos.
La primera recuperación se está haciendo ya en la aldea de Doña Ana. Un convenio con el Sena ha permitido entrenar a 756 vecinos en una nueva modalidad de construcciones lacustres. Están a punto de terminarlas. A partir de ahora ya no tendrán que dormir arrodillados en lo alto de una columna. Ojalá. Y que se cumpla.
Epílogo con un avión
Lo que viene es largo, complejo y costoso. Para empezar, el contrato con el consorcio internacional vale 22.000 millones de pesos. Cerrar el boquete abierto por los dos chorros cuesta 38.000 millones más.
–Los colombianos estamos aprendiendo –me dice el ingeniero Giovanni Martínez con su filosofía indígena– que lo importante no es rescatar náufragos. Lo importante es evitar el naufragio.
Juanita López, con su morral infaltable en la espalda, está viendo que sus sueños empiezan a hacerse realidad. La geografía es la clave para recuperar el equilibrio entre las tierras y las aguas de La Mojana. Y para que el hombre entienda que no puede seguir desafiando a la naturaleza, que sabiamente había reservado ese espacio para albergar las aguas desbordadas.
Me gustaría preguntarle al Gobierno qué uso se le dará a La Mojana después de la recuperación. No sé si vamos a volver a las andadas o si, por el contrario, habrá una reserva natural para amortiguar las crecientes, y, de otra parte, una zona especial dedicada a las labores agropecuarias.
Lo cierto es que hace una semana llegó al aeropuerto de Bogotá el avión con sus rayos láser. Está cumpliendo trámites legales y de equipamiento para luego dirigirse a La Mojana. No quiero ni pensar en el escándalo que va a formar mi compadre Nicolás Badrán cuando vea un aparato tan extraño surcando el cielo brillante de Guaranda. Creerá que nos están invadiendo los marcianos.
JUAN GOSSAÍN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
JUAN GOSSAÍN
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