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Niños y consumidores

¿Han escuchado ustedes a niños que se aprenden de memoria los anuncios que ven en la televisión? ¿Los han escuchado cantar la música fácil y pegajosa de algún anuncio, repetido incesantemente para que se grabe como tatuaje en la memoria?
Frente a la tele, los niños no solo consumen entretenimiento. Tragan imágenes publicitarias. Es posible que, al principio, un niño no sepa separar el relato recreativo de las pausas comerciales. Si se le programaran horas de sugestivas promociones publicitarias, editadas con los efectos tecnológicos de, por ejemplo, los dibujos animados, el niño convertiría aquellas imágenes en otra forma de entretenimiento.
Cuando los niños consiguen separar las imágenes del entretenimiento de las imágenes de la publicidad, ya han hecho el rápido aprendizaje que los convierte en consumidores. El mundo de los deseos representado en la pantalla está fuera, esperando en las vitrinas de los almacenes. La publicidad, ese maestro insidioso y recursivo, se ha instalado en casa como el enemigo más sutil del presupuesto y la armonía familiar.
La publicidad que acompaña las imágenes del espectáculo televisivo no se limita a fabricar deseos entre sus jóvenes espectadores. Les repiten que el deseo puede satisfacerse, que de la satisfacción de ese deseo (tener esas zapatillas, ese morral, esa camiseta de marca) dependen muchas cosas: la identidad personal, las relaciones con los demás, el lugar que ocuparán en la sociedad, la manera como serán mirados, aceptados o rechazados.
Patrones de la moda, patrones de belleza, patrones del gusto. Cada uno de los capítulos –omnipresentes en los anuncios del espectáculo televisivo y los medios de comunicación de masas– ha tenido muchas veces un desenlace trágico. Resulta que detrás de cada patrón –de belleza, del gusto, de la moda– hay una portentosa industria a la espera de nuevos ejércitos de consumidores.
¿Cuál es el desenlace trágico? Las frustraciones y los complejos van en aumento, como la compulsiva inconformidad consigo mismo y el desesperado esfuerzo para no quedarse fuera de esta nueva “normalidad” inducida. Ya nadie niega la existencia de depresiones y demás enfermedades originadas en el silogismo diabólico de nuestra época: consumo, luego existo.
No hay pedagogía más devastadora que esta. Antes de que pueda satisfacer con sus propios recursos los deseos de un consumidor adulto, el niño es un parásito que delega en sus padres la obligación de adquirir aquello que le han estado “vendiendo” como necesario. El niño se mira en el espejo de otros niños.
El consumidor adulto de hoy fue un niño sin voluntad ni poder adquisitivo formado frente al televisor. Su mente se moldeó para divertirse y jugar, pero también para tener cosas. Allí estará el origen de satisfacciones y frustraciones, vacíos o adicciones.
Si algún gobierno responsable se tomara en serio el sistema de sofisticada manipulación que acompaña al espectáculo televisivo, regularía al máximo o prohibiría la emisión de publicidad en las franjas infantiles. En su lugar, le daría más sentido al carácter desinteresado del juego y el entretenimiento. Pero los niños no solo ven espacios infantiles.
El niño que aprende a desear frente al televisor no sabe que, para responder a las frustraciones que produce no poder adquirir el objeto original del deseo, el mercado se llenó de sucedáneos y copias. Tampoco sabe que el mundo se divide hoy entre las humildes mayorías que adquieren la copia y las arrogantes minorías que compran el original.
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