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Y si leyeran a Maquiavelo...

Pedro Medellín
 Este año se cumplen 500 años de El príncipe, la obra más importante de Maquiavelo. En la historia no hay un autor más maltratado, ni un texto más malinterpretado. Tanto, que cuando se quiere hacer referencia a alguien pérfido o sin escrúpulos se dice que es “maquiavélico”. Incluso la Real Academia de la Lengua define este término para señalar a alguien que “actúa con astucia y doblez”.
Si hoy los gobernantes y sus consejeros volvieran a leer ese texto, que no supera las 30 mil palabras, redescubrirían no un manual para aferrarse al gobierno, sino una guía de 26 lecciones sobre la conquista y el mantenimiento del poder, que cinco siglos después tiene una sorprendente vigencia.
Encontrarían, por ejemplo, que desde la primera línea afirma que un buen consejero no es aquel que para congraciarse con el príncipe se le presenta con lo que “juzga más ha de agradarle”, sino aquel que hace comprender que no ofende al decir la verdad. Y más aún, que logra que el gobernante al ejercer su poder no pretenda ser del pueblo, ni él mismo quiera ser el que gobierna, pues “para conocer bien la naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe, y para conocer la de los príncipes hay que pertenecer al pueblo”.
Cuando reflexiona sobre las clases de principados y la forma en que se adquieren, Maquiavelo marca los límites que encuentra el gobernante para ejercer y extender su poder. No solo muestra cómo en la ambición desmedida, la tentación a quedar bien con todos y el aplazamiento de las soluciones están los principales riesgos que lo amenazan. También, cómo es de corta la permanencia de aquel que ascendió al principado corrompiendo a nobles y soldados, o transitando por un camino de perversidades y delitos.
Es evidente que reivindica a los que llegan a ser príncipes por sus virtudes y no por el azar. Y es aquí en donde una de sus mayores contribuciones está en alertar que el principal riesgo que enfrenta un gobernante aparece cuando quiere hacer grandes cambios: “No hay nada más difícil de emprender, ni más dudoso de hacer triunfar, ni más peligroso de manejar, que el introducir nuevas leyes. El innovador se transforma en enemigo de todos los que se beneficiaban con las leyes antiguas, y no se granjea sino la amistad tibia de los que se beneficiarán con las nuevas”. Esa tibieza impide a los amigos defender al príncipe. Su miedo a los que se beneficiaban en el pasado y su incredulidad frente al futuro hacen que sean los menos indicados. Son las obras del que gobierna las que deben hablar por él.
El problema está en si el príncipe para lograr el cambio debe recurrir a la súplica ante aquellos que considera poderosos para que lo apoyen, o si puede hacerlo con sus propios medios. Si es el primer caso, el príncipe terminará abdicando. Pero si es en el segundo, entonces tendrá que estar dispuesto a usar la fuerza si es necesario. A los pueblos “es fácil convencerlos de algo, pero difícil mantenerlos fieles a esa convicción, por lo cual conviene estar preparados de tal manera que, cuando ya no crean, se les pueda hacer creer por la fuerza”.
Sus reflexiones sobre el rey Luis XII, el papa Alejandro o el siciliano Agátocles sirven para mostrar que cualquier medio es útil para alcanzar el poder pero no la gloria. ¿Qué tanta justicia hay cuando a los pérfidos o los sin escrúpulos se les llama ‘maquiavelicos’?
Maquiavelo en realidad expone una visión descarnada y pragmática sobre el poder y las vicisitudes que surgen de la necesidad de que “un príncipe sepa comportarse a la vez como hombre y como bestia”. Si hoy, 500 años después, tuviera que escribir sus consejos, al ver cómo se gobierna, entendería que se quedó corto en sus apreciaciones sobre la naturaleza de estas últimas. Si algunos de los gobernantes y sus consejeros volvieran a leer y seguir al verdadero príncipe...
Pedro Medellín
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