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El presunto magnicida

Despolitización, artificiosas soluciones escénicas y dignificación de las miserias humanas son algunas de las críticas más frecuentes a esta ficción histórica, cuya libre representación no puede dejarnos indiferentes. Que no resuelve quién mató a Gaitán, que el 'bogotazo' solo se ve al final o que no alcanza a trascender el para nosotros llamado 'crimen del siglo' -título atinado de la investigación emprendida por el dramaturgo Miguel Torres-. Quien desató una tormenta nacional, cuyas secuelas están vigentes, al presuntamente dispararle al caudillo liberal, nunca se imaginó que su apellido serviría para focalizar las opiniones de los "expertos" 65 años después.
Por cuanto la atención se centra en un demencial personaje, que en algún momento se cree ligera reencarnación del fundador Jiménez de Quesada y el general Santander, posee Juan Roa Sierra las características del antihéroe o perdedor, cuyos móviles criminales son secundarios ante la magnitud de los hechos por él indirectamente acarreados. Actúa quizás como un chivo expiatorio, en donde nada se sabe de las responsabilidades atribuidas a las dos cúpulas de los partidos tradicionales, a las intervenciones del Partido Comunista o de los intereses imperialistas en juego propulsados por la Conferencia Panamericana de Países.
Roa (el personaje), encarnado por Mauricio Puentes y más allá del sello humilde o de loquito que lo envuelve, a todas luces resulta una descripción válida: albañil temporal, desempleado y arrimado de oficio, taxista frustrado e ingenuo seguidor gaitanista, quien de la noche a la mañana desarrolla un rencor patológico hacia el líder popular. Sobra entonces la recreación del decoroso refugio familiar de una esposa idealizada, o falseada, con la inexpresividad propia de la actriz Catalina Sandino, quien solo se limita a decir "estatua" (camine erguido, mijo).
El caleño Andrés Baiz, virtuoso director con pretensiones de autor, hizo de su ópera prima (Satanás) una referencia bogotana obligatoria a partir de la novela homónima de Mario Mendoza, y de la coproducción española La cara oculta un modelo criollo de suspenso. Esta vez, reproduce una impecable ambientación del centro de la ciudad y sus alrededores -de la calle 13 y San Agustín a La Merced y Teusaquillo-, dirige con matices temperamentales a sus actores y finalmente sorprende al espectador con un giro dramático que se presta para insinuar una manipulación de nebulosos poderes ocultos.
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