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Cambio climático y fundamentalismo

“El cambio climático es el mayor reto para la economía en el siglo XXI”, afirmó Christine Lagarde, directora del Fondo Monetario Internacional, en la reciente conferencia de Davos. Y añadió: “No incurramos en el error: sin una acción concertada, el futuro de nuestro planeta está en peligro... Una buena ecología es una buena ciencia económica”.
Ante estas afirmaciones, a nadie se le ocurrió señalar a la directora del FMI de una fundamentalista, mote incansablemente disparado contra quienes desde la orilla del ambientalismo hacen advertencias de esta naturaleza. Y algunos subrayan, equivocadamente, que diez o veinte años antes había tantas dudas sobre el calentamiento global que no era posible hacer con seriedad afirmaciones como las de la señora Lagarde.
Es verdad que la certidumbre científica sobre la existencia del cambio climático originado por la actividad humana se ha incrementado con los años y se estima que llegará a cerca del 99 por ciento en el Informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático del 2014. Pero, desde el primer informe, publicado en 1990, la certidumbre era más que suficiente para comenzar a actuar y, por eso, más de 190 países firmaron la Convención de Cambio Climático en 1992.
Sin embargo, el mundo no está en el camino de tomar las medidas requeridas para evitar que el aumento de la temperatura media de la Tierra no sobrepase el umbral de los dos grados centígrados, más allá del cual la ciencia considera se correrían riesgos inaceptables. Así lo reconoció el presidente Obama en su reciente discurso de inauguración al afirmar que “los eventos climáticos extremos que estamos enfrentando nos demandan actuar antes de que sea demasiado tarde”, y al advertir que si “el Congreso no actúa pronto para proteger a las futuras generaciones, yo lo haré”.
Y es que el Presidente sabe que no puede esperar mucho del Congreso, pues, en su primer mandato, no logró que se aprobara una legislación comprehensiva para reducir la emisión de gases causantes del calentamiento. Sus intenciones de actuar desde el Poder Ejecutivo son positivas, pero de ninguna manera sustituyen el respaldo que se requeriría del Congreso para que los Estados Unidos puedan participar eficazmente en la construcción de un nuevo consenso internacional para combatir el cambio climático. Y si los EE. UU. no dan una señal positiva sobre su disposición a adquirir compromisos vinculantes para la mitigación del cambio climático, no sería factible que China, hoy el mayor emisor de gases de efecto invernadero, los adquiera. En últimas, la solución del problema depende en grado sumo de estos dos países.
Pero que el Congreso modifique su posición no es un asunto trivial, puesto que una amplia proporción de congresistas, mayoritariamente republicanos, niegan la existencia del cambio climático, sin importarles lo que diga la ciencia. Y es que el tema acabó convirtiéndose en un asunto ideológico. Como lo demuestran diversos estudios, el negacionismo del cambio climático se asocia con el muy eficaz trabajo de descrédito de los hallazgos de la ciencia, orquestado, durante veinte años, por grandes corporaciones del carbón, del petróleo y de los automóviles, así como por centros de pensamiento conservadores. Para aquellos, el reconocimiento del cambio climático conllevaría un riesgo para sus negocios, y para estos sería equivalente a renunciar a su firme creencia en un Estado pequeño y mínimamente regulador. Además, para no pocos ciudadanos de los EE. UU. el negacionismo constituye un cómodo refugio para no poner en riesgo sus estilos de vida.
Frente a este oscuro paisaje, a lo mejor se requerirían nuevos desastres, como los provocados por el Sandy o el Katrina, para que desaparezca de Capitol Hill el fantasma del negacionismo del cambio climático, un aterrador fundamentalismo arraigado en una parte no despreciable de la élite norteamericana y de su población.
Manuel Rodríguez Becerra
mrb@uniandes.edu.co
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