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La siesta del martes

Este cuento del Nobel, publicado en Lecturas dominicales en Enero de 1960.

El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofo­cante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino pa­ralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las 11 de la mañana y aún no había empezado el calor.
Es mejor que subas el vidrio –dijo la mujer–. El pelo se te va a llenar de carbón. La niña trató de hacerlo, pero la persiana estaba bloqueada por el óxido. Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de mate­rial plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, aleja­da de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.
La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a cau­sa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blanco y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada con­tra el espaldar del asiento, sosteniendo con ambas manos en el rezago una cartera de charol desconchada. Tenía la sere­nidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de ma­dera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el so­por. La niña se quitó los zapatos, desesperada por la sofocación. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.
Cuando volvió al asiento, la madre la esperaba para comer. Le dio un peda­zo de queso, medio bolso de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bol­sa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anterio­res, sólo que en aquel había una multitud en la plaza. Una banda de músicos to­caba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una lla­nura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer
– Ponte los zapatos –dijo. La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a co­rrer de nuevo, pero metió en la bolsa el últi­mo pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos.
La mujer le dio la peineta.
– Péinate –dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara. Cuando la niña acabó de peinarse, el tren pasó frente a las pri­meras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
– Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora –dijo la mujer. –Después, aunque te estés muriendo de sed, no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ven­tanilla entraba un viento ardiente y seco, mez­clado con el silbido de la locomotora y el estré­pito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo en el luminoso martes de agosto res­plandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apaci­ble. El tren acabó de pitar y disminuyó la mar­cha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Al otro lado de la calle, en la acera sombreada por los al­mendros, sólo estaba abierto el salón de bi­llar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la esta­ción abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba y cruza­ron la calle hasta la acera de la sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almace­nes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrir­se hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su canti­na y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de las de la compa­ñía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor, que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recos­taban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta sentados en plena calle.
Buscando siempre la protección de los al­mendros, la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directa­mente a la casa cural.
La mujer raspó con la uña la red metáli­ca de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó ape­nas el leve crujido de una puerta, y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica:
– ¿Quién es?
La mujer trató de ver a través de la red metálica.
– Necesita al padre –dijo.
– Ahora está durmiendo.
– Es urgente –insistió la mujer.
Su voz tenía una tenacidad reposada.
a puerta se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos de color de hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los anteojos.
– Sigan –dijo, y acabó de abrir la puerta.
Entraron a una sala impregnada de un vie­jo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo, pero su ma­dre permaneció de pies, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se advertía nin­gún ruido detrás del ventilador eléctrico.
La mujer de la casa reapareció en la puer­ta del fondo.
– Dice que vuelvan después de las tres –dijo en voz muy baja. –Se acostó hace cinco minutos.
– El tren se va a las tres y media –dijo la mujer.
Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrío por primera vez.
– Bueno –dijo.
Cuando la puerta del fondo volvió a cerrar­se, la mujer se sentó junto a su hija. La angos­ta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que di­vidía la habitación, había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Se notaba que era un des­pacho arreglado por una mujer soltera.
La puerta del fondo se abrió y esta vez apa­reció el sacerdote, limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evi­dente que era hermano de la mujer que había abierto la puerta.
– ¿Qué se les ofrece? –preguntó.
– Las llaves del cementerio, –dijo la mujer.
La niña estaba sentada con las flores en el rezago y los pies cruzados bajo el escaño. El sa­cerdote la miró, después miró a la mujer y des­pués, a través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.
– ¿Con este calor? –dijo.
– Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. El sa­cerdote pasó al otro lado de la baranda, extra­jo del armario un cuaderno forrado en hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le so­braba en las manos.
– ¿Qué tumba van a visitar?
– La de Carlos Centeno, –dijo la mujer.
El sacerdote la examinó con una expresión de incertidumbre.
– ¿Quién?
– ¿Carlos Centeno, –repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
– Es el ladrón que mataron en este pueblo la sema­na pasada –dijo la mujer en el mismo tono. –Yo soy su madre.
El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamen­te, con un dominio reposado, y el padre se ru­borizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja, pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella le respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña desabotonó la trabi­lla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apo­yó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho. Después volvió a cruzar los pies bajo el escaño.
Todo había empezado el lunes de la semana ante­rior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria, que vi­vía en una casa atiborrada de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levan­tó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido en la cerradura como por un terror de­sarrollado en ella por 28 años de soledad, loca­lizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el ga­tillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el te­cho de zinc.
Después oyó un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible pero terriblemente fatigada: “¡Ay, mi madre!” El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz des­
...“Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de zinc
pedazada, vestía una franela a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en el cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.
– De manera que se llamaba Carlos Cen­teno –murmuró el padre cuando acabó de escribir.
– Centeno Ayala –dijo la mujer. Y agregó:
– Era el único varón.
El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña y como imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar su propio sa­cerdote alguna vez que eran las llaves de San Pedro. Las descolgó, las puso en el cua­derno abierto sobre la ba­randa y mostró con el índice un lugar en la página escri­ta, mirando a la mujer.
– Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre en el lugar indicado, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baran­da arrastrando los zapatos y observó con detenimiento a su madre.
El sacerdote suspiró.
– ¿Nunca trató de hacer­lo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuan­do acabó de firmar.
– Era un hombre muy bueno –dijo.
El sacerdote miró alternativamente a la mu­jer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llo­rar. La mujer continuó, inalterable:
– Yo le decía que nunca robara nada que le hi­ciera falta a alguien para comer, y él me ha­cía caso. En cambio, antes cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.
– Se tuvo que sacar todos los dientes –intervi­no la niña.
-Así es –confirmó la mujer. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los po­rrazos que le daban a mi hijo los sábados por la noche.
POR GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
ILUSTRACIONES DE FERNANDO BOTERO
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