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Los 70 de Auralú (1)

Es la primera novia que me cumple 70, creo, y debo hacerle el homenaje que se merece, así sea con mis maromeras palabras. Tal vez no sea la prensa el conducto para este tipo de declaraciones tardías, pero concédasenos que llegamos a los tiempos del cólera, y que no nos vamos a demorar mucho. Ella, Aura Lucía Mera, una de las hijas estrella de Aurita Becerra, la gran columnista de El País de Cali, como ella lo es ahora, merece como nadie que le digan "de tal palo tal astilla". Porque palo sí que supieron dar y lo siguen dando contra todo lo que se mueve en la sombra, así como para prohijar el rescate de los humillados, vejados y ofendidos en esta y las demás tierras. Mujeres ejemplares, desafiantes, pozos de sabiduría y madres coraje, empeñadas en destorcer entuertos y empujar el pesado carro de la evolución ciudadana.
Aurita mamá fue uno de los amores de la vida de Gonzalo Arango -ideólogo de mi cuadrilla rabiosa, estruendosa y alharacosa-, no sé hasta dónde. Y la receptora de su epistolario más tierno. En su Correspondencia violada por Eduardo Escobar, encuentro este párrafo del año 70, que acaba de hermanarnos en el trajín del afecto: "Aurita, compañerita: Me alegra tu amistad y complicidad con el poeta Jesús Arbeláez (Jan Arb), alma bella de nazareno. Una flor mística en el putarral caleño y colombiano y mundial. Loco de remate y demente de luz, pero la luz es la flor de la locura. La sabiduría virgen, no mental. Este planeta enloquecido de ambición, de utilitarismo, de plata negra, malsana, plata puta de perdición, de egoísmo, plata del hambre capitalista y mercantilista y avara, plata sin brillo, opaca, platinada... necesita la luz luzbélica demencial de estos poetas cristos como Jesús de Kalí, luz de amor contra la tiniebla civilizada, infernal, en que nos cumputa y computea la embrutecida sociedad de consumo, alias la muerte". Todos éramos predicadores por esos días.
A Auralú le había echado el ojo desde los días de mi adolescencia tirapiedra impulsada por Mayo del 68, cuando oteaba hacia las ventanas de la gobernación del Valle, y su belleza de jovísima primera dama de la región hacía que se me escurrieran los guijarros de la mano. Cuando volví a verla en Bogotá, a fines de los 70, era todo un ciclón con faldas, no solo por su rostro de diva y su derrière de plaza de toros, sino por su alegría contagiosa, su parla desafiante y brillante, pulcras ediciones de libros bajo sus rasuradas axilas de lujo, vodka a raudales en las tertulias con poetas y filósofos en su casa, impregnada de españolismo, donde mientras ella zapateaba se encargaba de que todo el mundo pasara full su fiel Anaís.
La vi primero de la mano del poeta español Juan Luis Panero, que bebía como una cuba prerrevolucionaria, y luego de la de mi compinche Eduardo Escobar. Qué tendrán las manos de estos poetas que no tengan las mías, pensaba. Y hacía cola con mis deseos. Que vinieron a cumplirse cuando merecí el premio nacional de poesía de la editorial de García Márquez, la Oveja Negra, el día que mi anterior mujer me acababa de dar la brocha.
Con veinte años de anticipación comenzamos a celebrar el fin del milenio. Mi apartamento de hippie quedó al cuidado de mi biblioteca expansiva y de mi vestimenta de apache. Comencé a tomar la vida con la calma de los rituales burgueses que tan abominables no eran. Los tres golpes en la mesa y en la cama. Caímos en todas las tentaciones, pero a la mañana siguiente nos levantábamos a continuar con nuestros deberes. Ella laboraba en el Círculo de Lectores y era comentarista de libros por televisión, y yo vendía lo que no tenía en la empresa publicitaria. Al caer de la tarde comenzaba el jolgorio. La fiel Anaís no dejaba que ni por un suspiro se nos secara la lengua. Los contertulios eran de lujo. Los poetas de planta y los visitantes del mundo. Hasta García Márquez antes de partir al exilio. Claro que acompañado por su fiel editor, que ya era también el mío, Kataraín, que algo se tramaba. (Continuará)
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