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Instituciones que aprenden

Francisco Cajiao
Si algo explica el desarrollo de un país es su capacidad de aprender, que se realiza a través de las diversas organizaciones sociales que interactúan en las dinámicas de gobierno, producción, formación de capital humano, servicios y demás actividades que articulan la compleja red de interacciones políticas, económicas y culturales que definen la vida de un pueblo.
Términos como gestión del conocimiento, aprendizaje en la acción o modelos de aprendizaje colectivo son parte del lenguaje de las empresas, así como el desarrollo de teorías sobre cultura institucional. Es claro que el progreso de una institución depende antes que nada de las personas que la integran, de su identidad con los propósitos de la organización, de la idoneidad en el desempeño de las funciones que corresponden a cada quien y, sobre todo, de la capacidad de acumular experiencia y tenerla disponible para contrastarla con las necesidades de innovación que exigen los nuevos retos. La experiencia es memoria, conocimiento directo de lo que ha ocurrido, tiempo de aprendizaje acumulado y habilidad para manejar e intercambiar información produciendo significados que involucren a toda la organización. Estos significados colectivos son el aglutinante que define valores, identidad y coherencia institucional, todo lo cual debe traducirse en resultados económicos y sociales.
Esta reflexión da pie a una pregunta simple: ¿qué tanta capacidad de aprendizaje tienen nuestras instituciones? Sin duda, hay empresas privadas muy destacadas en el país que impulsan el crecimiento de la economía, ambiciosos proyectos de desarrollo social y centros académicos de excelencia. En la industria, el sector financiero, el comercio y los servicios hay ejemplos notables que son reconocidos a nivel internacional. En ellas, un factor común es contar con directivos y trabajadores que durante años se han formado en el ámbito de esas organizaciones.
No ocurre lo mismo con el Estado. Más allá de los fenómenos de corrupción, las incertidumbres del vaivén político y el farragoso entramado de normas que hacen todo lento e indescifrable, la moda de adelgazamiento de las instituciones estatales ha conducido a las entidades a la estupidez, por su incapacidad de aprender. Cuando se trajina mucho en un sector (en mi caso la educación), se observa que propuestas que se presentan como la gran innovación ya fueron experimentadas dos, tres y cuatro veces y no queda nadie en la organización que se acuerde. Los éxitos son abandonados y los fracasos se reciclan, por cuenta de la carencia de personas estables a cargo de programas que requieren años para madurar.
A cambio surgió la contratación -o tercerización- de tareas que constituyen producción de conocimiento que queda en el contratista, de manera que difícilmente se puede volver a usar de manera coherente. Entre tanto, la entidad contratante no aprende nada y queda sujeta a repetir lo mismo una y otra vez, limitándose a monitorear los procesos que hacen otros, pero sin llegar nunca a convertirlos en experiencia útil y durable para el desarrollo del país.
No sé cuántos contratos de los cientos que se suscriben con otros tantos cientos de organizaciones resistirían una evaluación de impacto juiciosa. Bajo este modelo no habrá nunca presupuesto suficiente para asegurar temas tan complejos y tan de largo plazo como el mejoramiento de la calidad, que antes que muchas acciones dispersas requiere una paciente transformación de una cultura institucional desde las entidades rectoras de la educación hasta los colegios. Si en todos los sectores de la vida nacional es importante tener instituciones que aprenden, en la educación este requerimiento se hace completamente imprescindible. Bien valdría la pena repensar el modelo vigente de ejecución de miles de millones de pesos que con demasiada frecuencia se desperdician.
Francisco Cajiao
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