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Daños colombianos

Examen a medio siglo de violencia en Colombia, en nuevo libro del politólogo colombiano.

MARCO PALACIOS
Aparte del café, las esmeraldas, los claveles o la cocaína, Colombia es conocida por el conflicto armado. Así, la gran pared del Museo de la Cruz Roja Internacional de Ginebra que registra anualmente los hechos de guerra y paz en el mundo, trae, desde 1948, la expresión Colombian troubles. También se sabe que, independientemente de la pureza de las intenciones o de su claridad estratégica, los procesos de paz con las guerrillas (1981-2002) o con los paramilitares (2003-2006) se enredaron y terminaron en sainete. Quizá porque han concebido la paz como un medio para incrementar su poder, los políticos que manejan el Estado y los jefes guerrilleros, narcotraficantes o paramilitares, han demostrado ligereza en sus diálogos de paz, incluso, cuando combaten y ponen la población inerme entre las balas. Un estudio del conflicto en la última década del siglo pasado enumeró "21 355 acciones violentas de las cuales el 60,7 % fueron violaciones al Derecho Internacional Humanitario, o acciones contra la población civil" (González, Bolívar & Vásquez).
Este libro enfoca con particular intensidad las élites del poder y las que buscan desalojarlas empleando el método de la guerra de guerrillas en un campo de hostilidad absoluta. Escenario en el que los jefes de organizaciones de narcotraficantes, paramilitares, o su combinación, se ponen del lado del orden establecido.
Además, las políticas gubernamentales frente al auge de las drogas ilícitas y la violencia asociada, así como la mera permanencia del conflicto armado con las guerrillas, parecen indicar la inhabilidad de los grupos que dirigen la sociedad y manejan el Estado para operar con mayores márgenes de soberanía en el contexto internacional, de un lado y, del otro, la incapacidad de construir consensos básicos en torno a un régimen político democrático, garante de la convivencia ciudadana, la igualdad jurídica, el amparo de los derechos sociales y el imperio de la ley. Correlato de esta situación de país sumiso a las políticas estadounidenses es una democracia banalizada y la fuerza político- electoral de la parapolítica, con sus dogmas ideológicos y su base intocable de latifundio y clientela.
Empero, no hay que centrarse solo en los efectos negativos de la inadecuación de un Estado soberano garante de la paz; como casi todos los países, Colombia se moderniza con base en tasas moderadas de crecimiento del Producto Interno Bruto por habitante. De este cuadro hacen parte el cambio socio-demográfico y la urbanización caótica; el constitucionalismo y el contubernio clientelista; la exclusión social y la movilidad social; el legalismo, el gansterismo político y el robo de tierras; el narcotráfico y la competencia electoral; la libre empresa dentro de la ley y la libre empresa de hampones y rufianes; la inseguridad desenfrenada que nutre la idea fantasmagórica de seguridad total. Semejante escena produce desazón, el malestar colombiano: uno de los países más liberales e institucionales de América Latina ¿con alternancia en el gobierno, tridivisión del poder público y elecciones regulares¿ resulta ser el más violento de todos en el hemisferio occidental.
Sin embargo, en el período 1960-2002, con todo y su larga tradición política liberal, Colombia mantuvo uno de los más bajos "índices de democracia electoral", 0,57 por debajo del promedio latinoamericano que fue 0,89. (PNUD, 2004). La Región Caribe es buen ejemplo del malestar colombiano; allí la Colombia cocainera y ganadera erigió republiquetas criminales al mando de una derecha paramilitar (des)armada que mal disfrazaban el dominio de grandes terratenientes, viejos y nuevos; el clientelismo tradicional o modernizado; el narcotráfico mafioso y su riqueza lavada. Un cuadro tal no interfiere con los índices de homicidios intencionales que empezaron a descender visiblemente desde 1993, particularmente en Bogotá y desde 1998 en Medellín y Cali, aunque recrudecieron notablemente en años recientes, particularmente en la capital antioqueña (Llorente 2009). Aquí conviene recordar que más colombianos han encontrado la muerte en accidentes de tránsito que en la confrontación armada directa. Además, cifras recientes de guerrilleros abatidos (2000-2008) están infladas por los "falsos positivos", es decir, por asesinatos que cometen miembros de la Fuerza Pública a civiles inocentes que hacen pasar por guerrilleros; los cadáveres son vestidos con uniformes de las distintas formaciones guerrilleras, especialmente FARC y sus identidades quedan en los registros oficiales con algún alias.
Un informe de las Naciones Unidas (2010) sobre la situación de los derechos humanos en Colombia resalta esos crímenes.
En números absolutos, los delitos contra la vida, la seguridad personal y la propiedad se concentran en las cuatro grandes metrópolis (Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla) aunque también es importante la participación de las restantes 28 capitales departamentales. Y, en contra de lo que se afirma sobre los costos económicos, el conflicto no afecta las tasas de crecimiento por habitante promedio, mayores en Colombia que en países en relativa paz, como México de 1980 al 2005, o que Argentina, o el promedio de América Latina entre 1960 y 2010 (Puyana & Romero). Esto no obsta para subrayar la mezcla de intereses económicos y políticos del narcotráfico que agravó la tragedia colombiana: esas interminables crónicas de dolor, trivializadas por los medios, en las cuales, con el fondo de portentosos paisajes naturales, aparecen cuerpos mancillados, destrozados, de familias de todas las clases sociales, campesinas en su mayoría; víctimas de asesinatos en diversas formas; de intimidación, evicciones de heredades y vecindarios y masacres (llevadas a cabo principalmente por los paramilitares); de ajusticiamientos extrajudiciales y secuestros (ejecutados principal, aunque no exclusivamente, por las guerrillas); como es apenas obvio, en la pantalla no aparecen las torturas, desapariciones forzosas y "falsos positivos".
En los últimos 25 años se han consolidado fondos documentales y de prensa sobre el conflicto armado; aumentó la producción de bases de datos; la elaboración de monografías, trabajos de interpretación y de difusión y de materiales y guías de estudio, todo esto gracias a la consagración de cientos de investigadores que trabajan en instituciones académicas, o en organizaciones privadas o estatales. Una de las más encomiables y efectivas, que desde sus orígenes se ha comprometido a fondo en la comprensión del conflicto en su más amplio sentido y en la búsqueda de una paz duradera, es la organización jesuita cinep, (Centro de Investigación y Educación Popular). También, el iepri, (Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales), de la Universidad Nacional de Colombia, la Fundación Ideas para la Paz (y su asociación con la revista Semana) o la Corporación Nuevo Arco Iris, entre muchas otras entidades, se han consagrado a investigar sistemáticamente, a publicar o abrir foros sobre temas acotados en este libro.
Diversas agencias del Estado proporcionan información de alta calidad o monografías imprescindibles, entre las cuales se deben mencionar el Departamento Nacional de Estadística, (dane), la Policía Nacional, (pn), la Vicepresidencia de la República, el Departamento Nacional de Planeación, (dnp), el Instituto de Medicina Legal y recientemente el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación.
Adicionalmente, oficinas de la Organización de las Naciones Unidas, (onu), que atienden los asuntos de refugiados, derechos humanos, drogas y crimen, así como otras organizaciones mundiales, algunas citadas en el libro, ofrecen informaciones sistemáticas y análisis especializados que amplían nuestro conocimiento y sensibilidad. Quiero subrayar una limitación: es prácticamente imposible historiar el manejo político del "orden público" con base en documentos oficiales en el crucial período de la Violencia, toda vez que a comienzos de 1967 un grupo de altos funcionarios del Ministerio de Gobierno, aparentemente motu propio, resolvió incinerar "79 sacos que contienen el archivo de los años de 1949 a 1958 con correspondencia ordinaria". La jefe
de Archivo y Correspondencia del Ministerio solicitó "retirar dichos sacos que solo contienen un archivo muerto. En esta oficina es imposible conservarlos.
No hay espacio y el aspecto que presenta la oficina es horrible y el ambiente de olor insoportable". Sin embargo, de los documentos salvados de la pira oficial no puede concluirse que hubiera reinado el terror gubernamental, planificado y centralizado, como supusieron los dirigentes liberales de la época y muchos analistas, comenzando por Guzmán, Fals y Umaña en En esta síntesis interpretativa reviso, corrijo, amplío, replanteo, posiciones sobre la incapacidad de ejercer "hegemonía gramsciana" por parte de las clases dominantes, transformadas por la misma emancipación nacional en clases dirigentes del Estado o élites del poder; "la fragmentación de las clases dominantes" fue compensada en la primera mitad del siglo XX por el éxito del modelo liberal cafetero (Palacios, 1979; Palacios, 1980). Desde otra perspectiva, esa misma historia puede narrarse examinando las hendiduras del "país fragmentado y el pueblo (soberano) dividido" (Palacios & Safford, 2002) y, más específicamente, el complejo que integra dos elementos contrapuestos de lo político, "legitimidad y violencia" (Palacios, 1995).
"La cuestión de la tierra" remite a un país que no consiguió deshacerse del fardo del latifundio colonial, añeja cristalización de poderío político con base en clientelas,
marcador de riqueza, estatus y prestigio social. De ahí deriva el latifundismo como una ideología profundamente arraigada, esponja que absorbe "los derechos de propiedad". Latifundio y latifundismo dan sentido a prácticas corrientes de desobediencia, sea contra la ley, sea torciéndola, como en el despojo "legal" de tierras de campesinos o de comunidades indígenas o afrodescendientes, o el cierre "legal" al acceso a los bienes baldíos o a los derechos laborales en el campo colombiano (Palacios, 2011).
Abruma la cantidad de estudios sobre aspectos particulares del inconcluso conflicto armado colombiano. Si a esto se añade la calidad creciente, el rigor conceptual y metodológico, la riqueza de fuentes primarias de todo tipo, orales o escritas, ¿por qué y para qué ofrecer otro estudio general? No puedo dar una respuesta categórica, salvo que la multiplicación de monografías sobre un fenómeno con tantas fases cronológicas, tan diversos y Cambiantes ámbitos geográficos, tantas aristas coyunturales, domésticas e internacionales y la confusión babélica de los lenguajes que lo designan, es decir, la fragmentación del conocimiento, invita a la síntesis interpretativa en perspectiva histórica. Ahora bien, perspectiva histórica no es lo mismo que historia. Tanto las guerras civiles anteriores, incluida la primera ola de Violencia, como el conflicto presente, cada uno por aparte o todos en conjunto, esperan sus historiadores.
La interpretación que procura este libro es una de tantas posibles. Siguiendo a vuelo de pájaro la trayectoria del conflicto armado, busca coordenadas que lo sitúen en la historia de la formación inconclusa del Estado-nación, de la cual suele relegarse, erróneamente, la dimensión internacional. En ese mapa se podría encontrar un punto desde el cual concebir alguna estrategia de pacificación, asunto que, obviamente, va más allá de los alcances de cualquier libro académico. Además, una fórmula que lleve a la finalización de las hostilidades tendrá éxito si cuenta con "momento", liderazgo, buena voluntad, imaginación, capacidad de diálogo. Ojalá los colombianos estemos bastante cerca de esa conjunción. Con base en el fin de las hostilidades, el desarme y la desmovilización, será posible construir ordenadamente una paz duradera. Para lograrla, habrá que negociar consensos políticos alrededor de la demolición de la propiedad latifundista, principalmente ganadera; de la ideología del latifundismo y del clientelismo; habrá que asegurar mejor las libertades individuales y públicas, proteger efectivamente los  derechos humanos, abrir la ciudadanía a todos los colombianos y ampliar los márgenes de la soberanía nacional.
En cuatro capítulos y un epílogo se presentan los problemas del conflicto armado, de los inicios del Frente Nacional a los dos períodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez. El referente central es el Estado nacional visto en una doble tensión; primera, la de la razón de estado, barroca, de estirpe colonial, frente al funcionamiento del estado de derecho que se prefiguró en 1819- 1821. Segunda, la del funcionamiento del Estado colombiano (1958-2010), con su flagrante déficit de legitimidad y soberanía en el ámbito del territorio acional y en el sistema internacional.
Con esto en mente, en el capítulo uno se plantean problemas conceptuales desde dos perspectivas complementarias: el empleo de las palabras, la adopción de vocabularios y algunas cuestiones en torno de la representación geográfica. Se argumenta que estamos en una etapa meramente "descriptiva"  se aboga por la necesidad de hacer microhistoria y geografía desde la escala más local posible. El punto de partida, que vuelve al gran clásico colombiano obre el tema, es que el "proceso social" envuelve el conflicto y que este no puede circunscribirse a los medios violentos: asaltos, saqueos, incendios, asesinatos, usurpaciones, secuestros, despojos, torturas, desapariciones, voladuras. El "proceso social" comprende, realmente, muchos procesos concurrentes en espacios y tiempos que articulan en doble vía el mundo, la nación, las regiones y comarcas y las localidades, a veces las más remotas.
Pero más que el proceso social, el tema del libro es la dinámica de confrontación armada por el poder que, de un lado, pone a los gobernantes del Estado y sus aliados (internos o externos), y, del otro, a las élites guerrilleras.
El capítulo 2 enfoca el tiempo globalizado de la Guerra Fría, gran distribuidor de legitimidades para la insurgencia y la contrainsurgencia, visto desde el punto de vista de los revolucionarios y su método de la guerra de guerrillas, con base en ejemplos tomados del eln (Ejército de Liberación Nacional) y de las farc y de las consiguientes respuestas estatales.
El capítulo 3 describe sumariamente un cambio cuantitativo, el escalamiento del conflicto, y uno cualitativo, la profundización de un tipo de guerra sucia de baja intensidad. El eje son las drogas y su prohibición internacional liderada por Washington que, de nuevo, reparte la baraja de las legitimidades; las drogas generan recursos y la necesidad de producir espacios para su economía que llevan al fuego cruzado de nuevas fuerzas con la guerrilla, entre sí, con la fuerza pública o de lado de esta, todo en un contexto de cambio de paradigmas: el fin de la Guerra Fría en 1991 y la profunda crisis de legitimidad política que en Colombia se expresa en una enorme erosión electoral de los dos partidos históricos.
En el capítulo 4 se subrayan los avatares de la "paz cuatrienal" que son, en últimas, los del Estado colombiano colocado en encrucijadas peligrosas: la Guerra Fría, la guerra a las drogas, la guerra global al terrorismo y al crimen organizado al tiempo que debe atender sus déficit de legitimidad interna y la insuficiencia de recursos materiales y de organización, punto este al que atiende el Plan Colombia. En el Epílogo se concluye aunque se evade ofrecer alguna receta de paz, bien común que anhelan todos los colombianos, en la misma medida que la libertad.
He tenido la fortuna de sostener conversaciones sobre el conflicto social o sobre temas de guerra y paz con destacados colegas y amigos, dentro y fuera de Colombia, así como con políticos, periodistas, sacerdotes y hombres públicos que lo dirigieron o siguieron de cerca o participaron directamente.
Ellos me enriquecieron permitiéndome escuchar, asentir o discrepar de muchas de sus tesis favoritas y a su vez han oído pacientemente las mías. En algunos casos son conversaciones sostenidas a lo largo de décadas. Sería imposible mencionarlos a todos.
También doy gracias por las entrevistas que me concedieron guerrilleros de las farc (cuando tenían una oficina pública de representación en la Ciudad de México) y, de 1983 a la fecha, exguerrilleros del eln, el epl (Ejército Popular de Liberación) y el m-19 (Movimiento 19 de abril) y, de todo corazón, a antiguos compañeros míos de las jmrl (Juventudes del Movimiento Revolucionario Liberal), los que sobrevivieron. Todo esto se refleja en el aparato bibliográfico y, espero, en el texto mismo. Hay un asunto adicional de prudencia; en los pocos casos en que ofrezco ejemplos concretos, no cito nombres salvo cuando son ampliamente conocidos y ya no hace mal a nadie, pues, pese a lo que se diga, el conflicto sigue. Todos comprometen mi gratitud.
Llevo años impartiendo un seminario en el Doctorado de Historia de El Colegio de México sobre diferentes aspectos de la violencia política en América Latina; al lado de sucesivas promociones de estudiantes confío en que hayamos avanzado conjuntamente en la comprensión del problema. Como siempre, El Colegio de México y la Universidad de los Andes, en mis periódicas estancias académicas en Bogotá, me han dejado compartir su atmósfera espiritual y sus recursos académicos.
Por Marco Palacios
Profesor en el Clegio de México y Uniandes
MARCO PALACIOS
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