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Bolívar es Santander

Si el rostro de Bolívar es para el imaginario popular lo que dicen sus retratos, el Libertador es un hombre de muchas caras. Libros, crónicas, monedas y billetes atestiguan, sin el moderno invento de la fotografía, que la imagen de Bolívar ha sido asunto de retratistas. En su último intento por reconstruir la fisonomía del gran héroe suramericano, los especialistas reconocieron haberse apoyado en fotos de otros hombres de la misma edad, algunos con enfermedades respiratorias, y en retratos que el peruano José Gil de Castro pintó del Libertador en 1825.
El Bolívar de Hugo Chávez resultó, pues, bastante parecido al del imaginario popular, con todas sus variaciones. Un trigueño aindiado, de cejas y patillas prominentes, que parece ocultar un sufrimiento. Se equivocan quienes pretenden encontrarle rasgos de Chávez, con el único fin, supongo, de achacar a este delirios de grandeza.
Quizás un prócer se parece a otro. Bigotes, cejas pobladas y largas patillas sobre una casaca de botones, ribetes y charreteras doradas convierten con facilidad a un ciudadano cualquiera en un liberador de naciones. Mucho más difícil resulta diferenciar, en una galería de retratos, los rostros, digamos, de Nariño o de Sucre, de Miranda o de Santander.
Hace tiempo, en una calurosa ciudad de Colombia, antiguos alumnos del Colegio Santander hicieron una colecta y mandaron esculpir una nueva estatua del general, la que regalaron orgullosos a su plantel.
El rector aceptó complacido el obsequio e hizo bajar la antigua estatua de Santander hasta el cuarto de los trastos viejos de la edificación.
Al otro lado de la ciudad, el director de la Escuela Camilo Torres se lamentaba de no haber podido contar jamás con una estatua del sabio para el desolado patio de sus sesiones solemnes.
Enterado de las necesidades de su colega, el primer rector ofreció una tarde regalarle su vieja estatua. Los dos la cargaron en una camioneta, la barnizaron un poco y la pusieron sobre un pedestal para aquella reunión formal con asistencia de directivos y padres de familia.
Pero esa mañana, el hijo del director de la escuela, que había sido bachiller del Santander y ahora estudiaba leyes en la capital, vino a acompañarlo en la celebración y no pudo evitar un grito de asombro al reconocer la estatua del general recibiendo los honores del sabio Torres.
El humillado director mandó de inmediato bajar el bulto insigne de su lugar y lo envió de regalo al municipio, precisando de puño y letra que aquel no era Camilo Torres, sino Francisco de Paula Santander.
Sorprendido por el regalo, el alcalde lo hizo colocar en uno de los corredores de palacio, a la vista de todos. Varios meses después, presionado por tener que hacer entrega frente al gobernador de un pequeño parque comunitario, se sintió en ascuas porque no tenía cómo adornar aquel jardín dedicado a Simón Bolívar.
Estaba pensando en ello cuando pasó junto a la estatua de Santander y consultó en seguida si podía cambiarle el nombre al parque. Le dijeron que no, señalaron inconvenientes políticos y físicos, pero ya el burgomaestre se abrazaba como náufrago al prócer de concreto, de modo que, en pocas horas, afeitado en cemento, el general Santander representaba a Bolívar en su sitial de honor, bajo la lluvia del parque.
Los historiadores paseaban por el lugar sin conocer la verdad, ignorando el poco parecido del militar esculpido con cualquiera de los treinta y tantos retratos del Libertador. "Los próceres son iguales", se justificaba el alcalde, recorriendo agitado los corredores de la segunda planta, seguido por un bullicioso tumulto de áulicos y acreedores.
Heriberto Fiorillo
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